Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Loreak (Flores) se convirtió en una de las películas españolas del año 2014, superando el falso hándicap de estar hablada en eusquera y logrando varios premios en la temporada (incluyendo dos nominaciones, a mejor película y música, en los Premios Goya). Dirigida por Jon Garaño y José Mari Goenaga, con guion de ambos y de Aitor Arregi, contó la(s) historia(s) de tres mujeres que recibían de manera anónima un ramo de flores y consiguió emocionar a los espectadores con una trama sencilla pero muy poderosa. El equipo creador de la película se reúne otra vez, aunque cambiando ahora las tornas –Arregi se une a Garaño en la dirección, mientras que el guion (también en lengua vasca) corre a cargo de Goenaga y Andoni de Carlos–, para relatar otra historia (con mucha Historia) que se basa en la del “Gigante de Altzo”, en la guipuzcoana comarca de Tolosaldea: Miguel Joaquín Eleizegi, que vivió a mediados del siglo XIX y llegó a medir casi dos metros y medio de altura y pesar 200 kilos; un empresario navarro convenció a su padre para que Miguel Joaquin fuera exhibido, como la atracción y rareza que era, por España y el extranjero, logrando ambos ganar mucho dinero. Handia (grande o enorme en eusquera) es, pues, la historia de un hombre de quien se utilizó su aspecto físico como en las ferias de monstruos que pulularon en el siglo XIX (y parte del XX), pero no se reduce a este punto de partida. Afortunadamente, pues Handia es mucho más: historia, leyenda… y los brumosos límites entre ambos conceptos.
Loreak (Flores) se convirtió en una de las películas españolas del año 2014, superando el falso hándicap de estar hablada en eusquera y logrando varios premios en la temporada (incluyendo dos nominaciones, a mejor película y música, en los Premios Goya). Dirigida por Jon Garaño y José Mari Goenaga, con guion de ambos y de Aitor Arregi, contó la(s) historia(s) de tres mujeres que recibían de manera anónima un ramo de flores y consiguió emocionar a los espectadores con una trama sencilla pero muy poderosa. El equipo creador de la película se reúne otra vez, aunque cambiando ahora las tornas –Arregi se une a Garaño en la dirección, mientras que el guion (también en lengua vasca) corre a cargo de Goenaga y Andoni de Carlos–, para relatar otra historia (con mucha Historia) que se basa en la del “Gigante de Altzo”, en la guipuzcoana comarca de Tolosaldea: Miguel Joaquín Eleizegi, que vivió a mediados del siglo XIX y llegó a medir casi dos metros y medio de altura y pesar 200 kilos; un empresario navarro convenció a su padre para que Miguel Joaquin fuera exhibido, como la atracción y rareza que era, por España y el extranjero, logrando ambos ganar mucho dinero. Handia (grande o enorme en eusquera) es, pues, la historia de un hombre de quien se utilizó su aspecto físico como en las ferias de monstruos que pulularon en el siglo XIX (y parte del XX), pero no se reduce a este punto de partida. Afortunadamente, pues Handia es mucho más: historia, leyenda… y los brumosos límites entre ambos conceptos.
La trama de la película, contada en varios capítulos, se inicia en
1836 en Altzo y con dos hermanos, Martín (Joseba Usabiaga) y Joaquín
(Eneko Sagardoy), que trabajan con su padre (Ramón Agirre) en un caserío
familiar al borde de la quiebra. La llegada de una columna de soldados
carlistas cambiará las cosas para siempre: uno de los dos hermanos debe
de enrolarse a la fuerza con los recién llegados, cuyo comandante dejan
en manos del padre de familia la elección; será Martín, que siempre
quiso irse del caserío y de Altzo para conocer mundo, quien se una a los
carlistas y combata en una dura guerra que le dejará heridas
permanentes en un brazo. Al cabo de los años regresa a Altzo, con el
propósito de lograr ayuda financiera para viajar a América, y se
encuentra con que Joaquín se ha convertido en un “gigante” de 2,44
metros de altura. La necesidad de dinero impulsará a Martín a convencer a
su padre, con ayuda de un “emprendedor” local, a utilizar a un dócil
pero no convencido Joaquín, para exhibirlo por los pueblos de la zona,
llegando incluso a Bilbao, como atracción de feria. Así, el “Goliat
guipuzcoano” comenzará a hacer giras por España –incluida la capital,
donde “actúa” para una jovencísima Isabel II; secuencia de lo más
divertida, por cierto –, para luego viajar por Europa, incluidas
Inglaterra –Londres y Stonehenge, donde se congrega una reunión de
“gigantes”, incluida una mujer, Sarah, con la que el tímido Joaquín hace
buenas migas– y Francia. La fama del “gigante de Altzo” se extenderá,
al mismo tiempo que los rumores sobre su origen, altura y fuerza;
rumores que darán paso a la leyenda, y ya se sabe que en las leyendas se
mezclan muchos detalles, no siempre reales, y muchas falsedades.
Si por algo destaca Handia es por la relevancia de temas que toca:
la explotación de los “monstruos”, que no son tales, por supuesto, en
aras del beneficio económico y un exhibicionismo que roza la
humillación; la dureza de aquellos años en un País Vasco que acababa de
salir de la Primera Guerra Carlista y en el que el cambio era reacio a
ser aceptado, pero la adaptación al medio constituye una constante de
unos y otros; la sensibilidad a la hora de acercarse a un tema
susceptible de caer en la burla fácil, como es el de las enfermedades
crónicas y raras, en este caso la acromegalia que sufre Joaquín a los
veinte años de edad (no confundir con el gigantismo que surge en la
etapa infantil) y que provoca un crecimiento permanente de su cuerpo,
así como un envejecimiento prematuro; el arraigo a una tierra, o también
el desarraigo, como se percibe en los dos hermanos, con Martín deseando
abandonar Altzo y Joaquín aceptando convertirse en atracción de feria
pero con ganas de regresar a la tierra donde nació y creció; donde es
quien es sin necesidad de ser señalado por las multitudes.
La infelicidad y la felicidad cambiantes de ambos hermanos, la
inconstancia en el estado de ánimo, contrapuesta a la perdurabilidad del
medio y su inmanencia, la vergüenza y el exhibicionismo en unos mismos
personajes (Martín y su brazo inservible, a lo Cervantes; Joaquín y su
enormidad, pareja a la sencillez lúcida con la que observa el mundo que
le rodea), son sentimientos y sensaciones que acompañan a Joaquín y sus
“acompañantes” en una odisea particular; a su manera, Handia no deja de
ser una muy lograda road movie, en este caso con carruaje. El recuerdo
de la experiencia de la guerra y la nostalgia por un pasado en el que
las cosas eran “normales” acompañan los constantes viajes de los dos
hermanos para lucrarse y rescatar el caserío familiar de la ruina; la
casa como mucho más que un edificio, como símbolo que ayuda a forjar una
identidad: eres quien eres por el lugar donde vives. En los viajes de
exhibición se nos presenta el paso del tiempo y en cómo la modernidad de
un siglo XIX de proteica diversidad a menudo golpea a quienes han
vivido en la sencillez de la tradición, en los silencios de una comarca
rural acostumbrada a los ritmos de la siembra y la cosecha. Los hermanos
abren sus ojos al mundo y dejan que este los afecte e influya, de una
manera u otra; el cambio y sobre todo la adaptación a las nuevas
circunstancias se convierten en señas de identidad y en decisión vital,
como en un momento determinado Joaquín le recordará a Martín en tono de
reproche; un cambio en los hombres que, también, entra en contradicción
con la permanencia del medio, que es inmutable. La(s) geografía(s)
marca(n) y modela(n)s la personalidad, para bien o para mal, y esta
película lo muestra con perspicacia. Del mismo modo, se juega con la
dicotomía entre la vergüenza personal y el exhibicionismo público, la
mirada de uno mismo hacia su interior frente a la visión morbosa del
otro, que contempla en el “raro”, el diferente, aquello que rechaza o le
da miedo, pero al mismo tiempo le fascina… e incluso entretiene.
Handia es una película con un ritmo pausado, pero no lento, en
función de cada capítulo; con elipsis temporales bien marcadas (y una
circularidad narrativa) y con una lúcida mirada sobre el paso del
tiempo. Entre sus muchos alicientes, además del espléndido trabajo de
los actores protagonistas, destaca la fotografía de Javier Agirre
Erauso, que logra captar, cómo no, y más en esos escenarios naturales;
el uso de la luz, especialmente en el interior, está muy bien logrado; y
además con encuadres que incluso parecen cuadros pictóricos en
oposición a la incipiente fotografía, que como nuevo arte surge y se
expande en aquellas décadas centrales del siglo XIX, y que a veces
acompaña a los personajes del filme. La música de Pascal Gaigne, como en
Loreak, envuelve la trama con delicadeza; si acaso, uno se queda con la
sensación de que “suena” mucho a anteriores partituras de Gaigne, o, si
se prefiere, que el compositor tiene un estilo tan personal que suele
reiterarse en este tipo de historias intimistas y (aparentemente)
sencillas. Siendo una cinta hablada en eusquera, la cuestión idiomática
es importante y gana en matices cuando los personajes tienen que hablar
castellano (un castellano pintoresco en el caso de Martín) allende su
caserío y su comarca, y con personajes que habitualmente hablan
castellano; por ello, una versión doblada, si la hubiere, no permitiría
captar esos matices.
En conclusión, Handia es una interesantísima y preciosa película
sobre el cambio y la adaptabilidad, la diferencia y la diversidad, las
historias y leyendas que nos contamos y que, en muchas ocasiones, sirven
como argamasa de la identidad que vamos construyendo en la vida. Sobre
gigantes, sí, y también sobre seres que lidian cada día con la
diferencia. Una película, pues, muy recomendable.
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