El asesinato de John F. Kennedy golpeó a toda una
nación el 22 de noviembre de 1963… sobre todo a su familia y su viuda, Jacqueline “Jackie” Kennedy Bouvier, que vivió
muy de cerca el magnicidio. Tras una visita previa a Fort Worth, el día
antes, el Air Force One aterrizó cerca del mediodía en el aeródromo de
Love Field, en Dallas, y tras la recepción de autoridades habitual, la
pareja presidencial se acomodó en una limusina Lincoln Continental, en
la parte trasera, mientras el gobernador de Texas, John Connally y su
esposa se sentaron justo delante. Se preparó una comitiva que, a través
de las principales calles de la ciudad, debía conducir al presidente al
Dallas Trade Mart, donde estaba prevista una comida y un discurso por
parte de Kennedy. A las 12:30 la comitiva, que venía por Main Street,
giró por Houston Street para cruzar después la Dealey Plaza por Elm
Street. Los disparos, que según la versión oficial de la Comisión Warren
procedieron del Almacén de Libros Escolares de Texas, en una esquina de
la plaza, fueron tres. El primero falló la trayectoria e hirió
levemente a James Tague, situado cerca del paso elevado de las vías, al
fondo de la plaza. El segundo disparo, como mostró la grabación de Abraham Zapruder,
situado en la plaza, alcanzó a Kennedy en la espalda y salió por el
cuello; el público asistente pudo ver como dejaba de saludar y se
llevaba las manos al cuello, atendido por una sorprendida Jackie, a su
lado; el gobernador Connally, que sujetaba su sombrero con una mano, se
giró y se dice que murmuró “¡Oh, Dios mío, nos van a matar a todos!”. El
tercer disparo, letal y que no pudo ser efectuado desde atrás (donde
quedaba el edificio del Almacén de Libros Escolares), impactó en el lado
derecho de la cabeza de Kennedy, que literalmente estalló, dejándose
caer en el regazo de Jackie. Esta, sin pensárselo, se levantó
inmediatamente para recoger fragmentos del cráneo del presidente,
asistida por un agente del Servicio Secreto, en la parte trasera de una
limusina que se dirigía, bajo el paso elevado, hacia un nuevo destino:
el Hospital Parkland, donde a las 13 horas se certificaría la muerte del
presidente: llegó Kennedy cadáver al hospital y junto a él estaba
Jackie, tapando con las manos la monstruosa herida en la cabeza para que
no saliera la masa encefálica. Su vestido, de color rosa, quedó
manchado de sangre en la falda, así como hubo restos de sangre y el
cerebro de Kennedy en las piernas y el rostro de la Primera Dama. Las
imágenes por televisión, en blanco y negro, no permitieron ver esa
sangre en el vestido. De esa guisa, con apenas lavado parte del rostro,
Jackie asistió, ya en el Air Force One de regreso a Washington, al juramento de Lyndon B. Johnson como nuevo presidente de los Estados Unidos de América.
En Jackie,
la película del chileno Pablo Larraín, y cuando uno ya no lo esperaba,
veremos una rápida recreación de la secuencia final del magnicidio. Poco
después veremos a Jackie (Natalie Portman), limpiándose parte de la
sangre en su rostro, en un impactante primer plano, en el lavabo del Air
Force One, mientras solloza con fuerza. Una asistente le sugiere
cambiarse el vestido, para que cuando aterricen en la base de Andrews, a
las afueras de Washington, la prensa y las cámaras de televisión no
capten las manchas de sangre. Ella se niega: “que vean lo que han
hecho”, dice, tras mencionar los carteles con la frase “Se busca” en una
diana y demás amenazas a su marido a lo largo del traslado en coche por
las calles de Dallas. La rabia de la que dejó de ser Primera Dama en el
momento en el que moría su marido y el vicepresidente Johnson juraba el
cargo de presidente era palpable en esas palabras. Una rabia que se
mezcla con el dolor por la pérdida y especialmente el miedo; el pavor de
quien ha visto, a escasos centímetros, el asesinato de su esposo, y un
miedo por el bienestar no sólo de su propia persona sino también de sus
dos hijos pequeños, Caroline y John Jr. Pero, junto a estas emociones,
Jackie comienza a crear de manera consciente un storytelling
sobre el funeral de estado que tendrá lugar tres días después del
asesinato. Un “protocolo” que incluirá, tras permanecer el ataúd en la
East Room de la Casa Blanca durante un día, llevar el ataúd desde las
Casa Blanca a la Rotonda del Capitolio, donde sería expuesto para que le
prestaran sus respetos los ciudadanos de la capital durante casi otro
día, para, finalmente, en la mañana del 25 de noviembre ser trasladado a
la Catedral de San Mateo en una procesión a pie por el centro de Washington: el armón con el ataúd, seguido de un caballo negro sin
jinete (siguiendo el ejemplo del funeral de Abraham Lincoln, aunque
Kennedy no solía montar a caballo), la viuda y los hermanos del
presidente, el resto de familiares y los dignatarios extranjeros que
acudieron al funeral, con Charles de Gaulle entre ellos, vestido con
uniforme militar de gala. Después de la misa de réquiem, el ataúd fue
llevado al cementerio de Arlington (Jackie se negó a que su marido fuera
enterrado en el panteón de los Kennedy en Boston), donde se buscó un
lugar, en la ladera de la colina que lleva a la casa-museo de Robert E.
Lee, y se instaló una “llama eterna” alimentada por un camuflado tanque
de propano. Una llama que nunca se apagaría, como se esperaba que no
desapareciera el recuerdo de un presidente asesinado… y de su legado.
William Manchester, en Muerte de un presidente
(1967), recogió con gran detalle los sucesos anteriores y posteriores
al asesinato, así como el proceso de “elaboración” del funeral de
Kennedy, incluyendo el asunto de la “llama eterna”, que provocó no pocos
quebraderos de cabeza a las autoridades.
Jackie, como se relata en la película, se obsesionó por crear un ritual
que remarcara la excepcionalidad del acto; consultó decenas de libros
acerca de funerales de estado anteriores, como el de Lincoln, para
elaborar una liturgia que debería pasar a la historia. Y lo hizo. En
esta película, el chileno Larraín no se preocupa tanto de mostrar de
manera lineal los días posteriores al asesinato de Kennedy y cómo
afectaron a su viuda: a través de un particular juego de matriohskas
y de espejos que se miran al espejo, Larraín muestra varios momentos
vividos por Jackie. El asesinato y las horas inmediatamente posteriores,
incluido el regreso a Washington. Una entrevista con un periodista de
la revista Life (Billy Crudup), en la residencia de los Kennedy en
Hyannis Port una semana después, en la que una Jackie consciente de su
papel como viuda insiste en controlar todo aquello que el entrevistador
querrá registrar por escrito; Jackie como icono (“la viuda de América”)
ya se fija de manera permanente. Un encuentro con un sacerdote (John
Hurt, en uno de sus últimos papeles), conversando alrededor de la
muerte, el miedo y cómo sobrellevarlo. Y fragmentos del documental A Tour of the White House with Mrs. John F. Kennedy,
que Jackie grabó para la cadena CBS, y se emitió el 14 de febrero de
1962; un “paseo” por el interior de la Casa Blanca, de la mano de
Jackie, que describió con detalle los cambios en la decoración que
anteriores Primeras Damas realizaron, así como los suyos, y que también
mostraba las joyas artísticas que albergaba la residencia del presidente
de los Estados Unidos.
Este collage de momentos e imágenes –a las que cabría añadir la visita
previa de Jackie a Arlington para escoger la parcela donde se enterrar a
su marido (embarrándose los pies en un día lluvioso), el concierto del
violonchelista Pablo Casals en la Casa Blanca y un baile oficial– se
mezcla con fragmentos del musical Camelot,
estrenado en Broadway en 1960 y protagonizado por Richard Burton (se
escucha su voz cantando) y Julie Andrews, y que para Kennedy y su
“corte” se convirtió en una metáfora de su propia presidencia. Jackie le
cuenta al periodista que una canción del musical era una de las
favoritas de su marido y que siempre la ponía por las noches antes de
irse a dormir. En esta canción, ya al final del musical, se decía: “No
olvidemos / que una vez existió un lugar / que durante un breve pero
brillante momento fue conocido como Camelot”. El mito de una corte
fastuosa, llena de glamur, como el propio Kennedy quería para su
presidencia. Una presidencia interrumpida y con un legado escaso, muy
escaso, como se lamentará su hermano Robert “Bobby” Kennedy (Peter
Sarsgaard) en un momento del filme. Para Jackie ese sueño de Camelot ya
no volvería: “Nunca volverá a haber otro Camelot. Habrá otros grandes
presidentes, pero jamás volverá a haber otro Camelot”, le dirá al
periodista. Camelot hecho pedazos en una limusina, le faltó añadir.
La leyenda de Camelot, la presidencia inacabada (como recogió Robert
Dallek en una biografía de Kennedy muy recomendable), el rencor de
Jackie y Bobby Kennedy hacia el ambicioso e insensible Lyndon Johnson
(que apenas pudo esperar unos días a que Jackie “desalojara” la Casa
Blanca para ocuparla él y su equipo), las discusiones acerca de la
procesión a pie que Jackie insistía en realizar, el miedo de la viuda
por su seguridad personal, su consciente intención de crear una imagen
de sí misma y de su marido como iconos de una época, el velado
menosprecio de Jackie respecto a esos Kennedy “paletos” que apenas
apreciaban la cultura y que sólo eran “nuevos ricos” (olvidando la
propia Jackie que su familia, por muy glamuroso que sonara el apellido
Bouvier, no era muy diferente en cuanto a arribismo social de los
Kennedy; y aunque ella tuviera una educación y unos gustos muy
refinados), sus momentos en soledad en el dormitorio de la Casa Blanca las noches posteriores… todo ello se muestra de manera fascinante en esta película.
Un juego de muñecas matrioshkas,
comentaba antes, y así definiría las diversas capas que subyacen en un
guion preciso y con las piezas mecánicamente instaladas en su interior.
Pero, sobre todo, destaca una Natalie Portman que no “recrea” ni imita
al personaje real e histórico –del que consigue captar la manera de
hablar, susurrada y casi hipnótica, en el tour televisivo por la Casa
Blanca–, sino que lo crea, lo llena con fuerza y lo hace tan poliédrico
como la propia Jackie Kennedy quiso hacerlo con el icono que elaboró
para sí misma.
El atrayente guion de Noah Oppenheim, un sobrio trabajo de Larraín en la dirección, la música de Mica Levi y
especialmente Natalie Portman son lo mejor de una película muy pero que
muy recomendable, sobre todo si a uno le interesa acercarse a la
construcción de un mito presidencial. No es un biopic de Jackie, ni
tampoco un mero retrato personal: es un interesantísimo “viaje” a la
leyenda que Jackie construyó en medio de la sangre, el trauma y el
pavor. Y la ambición. Fascinante…
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