Crítica publicada previamente en Fantasymundo.
El cine de espías no pasa de moda y si le añadimos un componente tan atractivo y clásico como el Telón de Acero (y, para el caso que nos toca, el Muro de Berlín), con mayor motivo. Coincide la producción y estreno de El puente de los espías (Steven Spielberg, 2015), y posiblemente de manera no casual, con un (nuevo) auge del espionaje en el ámbito de la televisión: The Game (BBC: 2014) y Deutschland 83 (AMC-RTL: 2015) han vuelto a poner sobre el tablero el juego de espías de la añorada Guerra Fría, siguiendo el camino trazado por The Americans (FX: 2013-); y también con producciones como The Honourable Woman (BBC-Sundance TV: 2014), London Spy (BBC: 2015), The Romeo Section (CBC: 2015) o Agent X (TNT: 2015), que transcurren en tiempos actuales y revitalizan el género, en la senda de Homeland (Showtime: 2011-). Y es que hablar de espías es hacerlo sobre un imaginario colectivo de agentes infiltrados o durmientes, de acción como James Bond, otros más resolutivos como Jason Bourne o algunos sutiles como Smiley en El topo (Thomas Alfredson, 2011) y en el precedente serial Tailor Tinker Soldier Spy (BBC: 1979).
El cine de espías no pasa de moda y si le añadimos un componente tan atractivo y clásico como el Telón de Acero (y, para el caso que nos toca, el Muro de Berlín), con mayor motivo. Coincide la producción y estreno de El puente de los espías (Steven Spielberg, 2015), y posiblemente de manera no casual, con un (nuevo) auge del espionaje en el ámbito de la televisión: The Game (BBC: 2014) y Deutschland 83 (AMC-RTL: 2015) han vuelto a poner sobre el tablero el juego de espías de la añorada Guerra Fría, siguiendo el camino trazado por The Americans (FX: 2013-); y también con producciones como The Honourable Woman (BBC-Sundance TV: 2014), London Spy (BBC: 2015), The Romeo Section (CBC: 2015) o Agent X (TNT: 2015), que transcurren en tiempos actuales y revitalizan el género, en la senda de Homeland (Showtime: 2011-). Y es que hablar de espías es hacerlo sobre un imaginario colectivo de agentes infiltrados o durmientes, de acción como James Bond, otros más resolutivos como Jason Bourne o algunos sutiles como Smiley en El topo (Thomas Alfredson, 2011) y en el precedente serial Tailor Tinker Soldier Spy (BBC: 1979).
La vieja Guerra Fría: dos bloques opuestos, dos visiones contrapuestas
sobre cómo debe ser la sociedad y la economía, una carrera
armamentística nuclear en ciernes y la pavorosa posibilidad de destruir
el planeta (varias veces) apretando un botón… este es el mundo de
principios de los años sesenta del pasado siglo XX. Una sociedad
opulenta en el Occidente capitalista enfrentada al paradigma comunista
de la Europa del Este (o en el Lejano Oriente, con China y Corea del
Norte). Una guerra que no se libra en los campos de batalla y que cuenta
con sus propios peones en esta partida: agentes de la CIA y el KGB que
se juegan la vida, como Rudolf Abel (Víliam Génrijóvich Fisher), agente
soviético capturado en Nueva York en junio de 1957. Una guerra en la
que se perfeccionó la tecnología para espiar «mejor» al enemigo, como el
famoso avión espía estadounidense U-2, que fue derribado por la Unión
Soviética mientras sobrevolaba el espacio aéreo de este país en mayo de
1960, siendo su piloto, Francis Gary Powers, capturado por los rusos y
condenado a diez años de prisión. Y una guerra en la que hubo
«cicatrices» físicas como el muro que las autoridades de la República
Democrática Alemana (RDA), con la aquiescencia de la Unión Soviética,
levantaron en Berlín en agosto de 1961 para evitar la fuga de ciudadanos
de la RDA al Berlín Oeste, la zona de la ciudad bajo control de la
República Federal Alemana (RFA).
A grandes rasgos, estos son los tres elementos históricos y principales que muestra El puente de los espías,
película con la que Steven Spielberg, podemos anunciarlo, se anota un
nuevo éxito de crítica y de público. Son varios los elementos que ayudan
a que esta sea una muy meritoria película histórica, terreno en el que
habitualmente Spielberg se mueve con comodidad y eficacia, como ya
demostró en La lista de Schindler (1993), Salvar al soldado Ryan (1998), Múnich (2005) y Lincoln
(2012). De entrada, cómo no, el argumento: la captura de Rudolf Abel
(Mark Rylance), acusado de ser un agente del KGB infiltrado en labores
de espionaje en suelo estadounidense, se produce en medio de la paranoia
anticomunista en el país, cuando estaba fresca en el recuerdo la
cruzada del senador Joseph McCarthy y casos sonados como el juicio y
ejecución de Julius y Ethel Rosenstein, acusados también de espionaje
por su pertenencia al Partido Comunista en 1953). Abel fue procesado y
se le asignó un abogado defensor, recayendo la «faena» (no era un
trabajo agradecido: defender a quien ya se daba por culpable y del que
sólo se esperaba su ejecución) en James B. Donovan (Tom Hanks), letrado
especializado en seguros. Donovan asumió la defensa con dedicación y un
especial sentido de la justicia, aunque nadie le pidió otra cosa que
realizar un mero y digno papel testimonial, pues a pesar de que se
consideraba a Abel culpable se daba por sentado que tendría un juicio
justo. Este rol activo de Donovan le granjea no pocas antipatías entre
los suyos y ello afecta de alguna manera a su vida cotidiana. Por otro
lado, y casi en paralelo (aunque en realidad tuvo lugar tres años
después), se produce el incidente del avión espía U-2, derribado en
suelo soviético. Su piloto, Gary Powers (Austin Stowell), es capturado e
interrogado, los restos del avión secreto analizados por los rusos y la
dialéctica de Guerra Fría sube un peldaño más con ambos países
denunciando las injerencias mutuas. Para acabar la rematar la jugada, la
construcción del Muro de Berlín se realiza mientras un estudiante
estadounidense, Frederic Pryor (Will Rogers), es detenido por las
autoridades de la RDA cuando intenta cruzar el Muro de Berlín, y se le
acusa de espionaje, en agosto de 1961. Donovan, un ciudadano privado,
jugará un rol esencial en los tres casos y su labor como interlocutor no
oficial estadounidense en Berlín Este se producirá en medio de una
tensísima escalada de acusaciones entre los dos bloques. Su objetivo:
que dos ciudadanos estadounidenses regresen a casa. El ambiente: la
Guerra Fría.
El guion de la película, obra de Matt Charman a partir de su especial interés por el personaje de Donovan (y con apoyo, atención, de los hermanos Joel y Ethan Coen), avanza de manera pausada pero ágil, lineal y «clásico» su desarrollo, y al que progresivamente se añade una nueva pieza, de manera que son varios los juegos malabares con los que Donovan debe lidiar: Abel, Powers y Pryor. Es inevitable observar reflejos de la actualidad durante el juicio de Abel (la paranoia anticomunista como metáfora [in]voluntaria de la paranoia antimusulmana a la que, Daesh/ISIS mediante, asistimos hoy en día… ¿o quizá sea más bien una subjetiva interpretación de quien esto escribe?); del mismo modo que Minority Report (2002) era una crítica velada de la Ley Patriótica aprobada por el Congreso estadounidense a instancias de George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y ponía sobre el tapete la pugna entre seguridad y libertad, la primera parte de esta otra película evoca una sensación parecida en torno a la idea de «juicio justo» al que se enfrenta Abel, mientras el abogado defensor plantea dudas sobre la «justicia» que el juez obvia apelando a la «seguridad nacional». Paralelamente se muestra el adiestramiento de los pilotos de los aviones U-2, el caso de Powers, y la problemática que se abre tras su captura (¿puede establecerse un canje con Abel?); subimos la apuesta con la detención de Pryor, ciudadano estadounidense que se ve atrapado en Berlín Este mientras se construye el Muro, y añadimos a las recelosas autoridades de la RDA, que se consideran autónomas respecto a la URSS y tratan de recibir un cierto «reconocimiento» por parte de Estados Unidos. La geopolítica se mezcla con la amenaza nuclear subyacente –y que aún se elevaría al máximo con el «futuro» incidente de los misiles soviéticos en Cuba, en octubre de 1962–, y se riza el rizo con la temática de espías detenidos por cada bando (o lo que se considera como espías en una guerra no declarada). Agítese todo ello y tenemos una película que mantiene en vilo al espectador hasta (prácticamente) el último minuto; y que depara secuencias de una enorme carga simbólica, como el «triple viaje en tranvía» de Donovan: en Nueva York, durante la defensa de Abel, y ante las miradas acusadoras de quien reconocen en él al abogado de un espía soviético; en Berlín, cruzando el Muro y siendo testigo de lo que les sucede a quienes intentan huir a la zona occidental de la ciudad; y en una secuencia final, que de una manera muy sutil (y al mismo tiempo muy emotiva), deja traslucir en el rostro de Donovan lo que una vez vio y que probablemente jamás pueda olvidar. Sólo por esta secuencia final, por lo que significa en sí (como aquella de la niña con el abrigo rojo en La lista de Schindler), ya valdría la pena ir a ver la película…
Capítulo aparte merece el papel de los actores protagonistas, todo un acierto. De Tom Hanks no hay duda alguna sobre su buen trabajo (y en papeles en los que se le ve especialmente cómodo… aunque el rol a interpretar, como en este caso, no lo sea); y es evidente la complicidad con Spielberg en anteriores películas (por ejemplo, en un papel también ambientado en los años sesenta, como fue el del agente del FBI Carl Hanratty en Atrápame si puedes [2002]; y también recordamos su estupenda interpretación del capitán Miller en Salvar al soldado Ryan), que se repite en esta ocasión. La sorpresa (¿o quizá no tanto?) está en Mark Rylance, con un trabajo contenido y sobrio (parece que no actúa), pero también lleno de tensión (¿qué le puede esperar a un espía soviético en caso de regresar a casa tras ser liberado?). Pero quizá no sea tan sorprendente la interpretación de Rylance, y la química que tiene con Hanks, si pensamos en actuaciones recientes como la del canciller Thomas Cromwell en la no menos memorable serie Wolf Hall de la BBC, una nueva versión de la historia de Enrique VIII de Inglaterra, emitida a principios de años; como en la película, la interpretación de Rylance en la serie también destaca por la sobriedad y la sensación de decirlo todo con apenas un gesto de la cara. Sea como fuere, Rylance apunta a nominación a los próximos Oscars como actor de reparto, anticipo. Si hay buena química entre Donovan y Abel (creándose incluso una cierta «amistad» entre ambos personajes), también hay una peculiar «relación» entre Donovan y el agente de la CIA en Berlín que pugna por una resolución del caso con la que Donovan no está nada de acuerdo; y lo mismo cabría decir de las conversaciones de Donovan con Wolfgang Vogel (Sebastian Koch), el abogado alemán que representa los intereses de la RDA, teóricamente de manera «privada» (como Donovan respecto Estados Unidos).
La factura visual de la película es impecable, gracias a la fotografía de Janusz Kamiński (habitual en los filmes de Spielberg en los últimos veinte años), recreando la atmósfera apagada en el Berlín de 1962, por ejemplo, y a las localizaciones naturales en Brooklyn, para la parte que transcurre en Nueva York, y en el propio Berlín, incluyendo el puente de Glienicke, que fue conocido como «el puente de los espías» durante la Guerra Fría, por ser el «tradicional» lugar de encuentro e intercambio de prisioneros entre las potencias occidentales y el bloque comunista en la capital alemana. Destaca también la banda sonora compuesta por Thomas Newman (también suena en las predicciones de los Oscars en esta categoría), que toma el relevo de John Williams, a quien por primera vez en mucho tiempo no incluimos en su ya clásica participación como compositor de las películas de Spielberg; un espléndido score el de Newman con un poderoso tema central y que evoca con enorme belleza en el piano la senda de Williams.
No nos alarguemos más: El puente de los espías nos trae al mejor Spìelberg (el de Múnich,
por ejemplo, por el debate moral que impregna la cinta); el magnífico
guion de Charman y los Coen, muy clásico en su concepción, dota al mismo
tiempo de un notable dinamismo a una película que, por su estructura,
parece larga y no lo es; recupera con acierto la vigencia del cine del
espías y lo traslada a un escenario de Guerra Fría que, en algunos
aspectos, resulta más vivo que nunca; muestra el buen hacer
interpretativo de la «extraña pareja» protagonista, unos Tom Hanks y
Mark Rylance que consiguen establecer una química entre sí que se
traslada al otro lado de la pantalla; y se erige en una de las películas
imprescindibles de 2015. Cine clásico
de espías que se une, causalidades o casualidades de ese año, al de
otros «agentes» del género como el sempiterno James Bond, la también
extraña pero cool pareja formada por Napoleón Solo e Illya Kuryakin, y el resistente a lo imposible Ethan Hunt. Qué tiempos estos...
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