17 de enero de 2016

Crítica de cine: Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino

A estas alturas de la película, Quentin Trantino ya no sorprende a nadie: sabemos perfectamente de qué pie calza, cuáles son sus filias cinematográficas y qué nos va a contar. Puede cambiar la trama, la puede trasladar a períodos "históricos" distintos, puede juguetear con los géneros (aunque en realidad siempre hace el mismo: el suyo), y probablemente el espectador que se siente en una butaca en una sala de cine espere eso, ni más ni menos; a los seguidores incondicionales les extasiará, a los que arrugan la nariz y levantan la ceja con su manera de hacer cine les confirmará sus prejuicios, y a los que ni una cosa ni la otra (quizá me ubique entre estos), para quienes cada película de Tarantino es una oportunidad para salmodiarnos y repetir aquello de "bueno, a ver qué nos cuenta éste ahora", y quizá maravillarnos (Pulp Fiction, Malditos bastardos), o quizá estomagarnos (Jackie Brown, especialmente Kill Bill, bastante de Django desencadenado), mientras nos preguntamos en qué quedó la sorpresa de Reservoir dogs. Pues (remarco el quizá) en que lo que antes sorprendía ahora es un carrusel que siempre funciona igual, se escucha igual y entretiene más o menos igual. O no: quizá algo menos. Lo que sí puede quedar claro es que esos largos metrajes a los que suele acostumbrarnos el amigo Quentin acaban pasando factura: Los odiosos ocho es un clarísimo ejemplo.


Tarantino ha ido derivando paulatinamente su carrera hacia su género preferido: el western. Quizá todas sus películas sean, de una manera u otra, un western hibridado, y quizá en todas ellas haya querido hacer un homenaje a la variante del spaghetti western, que tanto suele adorar y referenciar en prácticamente cada película suya. Puede que incluso sus películas del siglo XXI sean una carrera más o menos coherente hacia la creación de otra variante del western, la suya, que paulatinamente empapa con bastante de gore, de comedia cada vez más negra y de una idea de "historia" estadounidense pasada por un tamiz propio en el que la plasmación del racismo está cada más presente. Los odiosos ocho es una derivación de Django desencadenado, en un tiempo algo posterior y en otro escenario: un Wyoming en el que la ventisca atrapa a unos personajes en una peculiar "mercería" en medio de la nieve y las montañas. Pero, claro está, no pueden ser personajes cualesquier y entre la pléyade de "odiosidades" tenemos a un mayor unionista negro (Samuel L. Jackson), un general anciano confederado (Bruce Dern), un sheriff que antes formaba parte de una banda familiar de renegados del sur (Walton Goggins), un mexicano algo desubicado (Demian Bichir), un verdugo con acento inglés (Tim Roth), un extraño "escritor" (Michael Madsen) y la pareja que actúa de leitmotiv de la narración: un rudo cazarrecompensas (Kurt Russell) y una prisionero a la que van a colgar por sus crímenes (Jennifer Jason Leigh). Habrá más personajes, por supuesto, y alguno de ellos tan odiosos como estos ocho que, a causa de esa ventisca, se ven obligados a convivir durante unas horas en esa mercería perdida en las montañas, con la desconfianza como seña y el gatillo bien fácil si se da el caso. 

Lo mejor de esta película está en la secuencia inicial: un Cristo crucificado de madera y medio tapado por la nieve que cae sirve de estampa a medida que la imagen se amplía y observamos la llegada de una diligencia a través de un precioso escenario, tan blanco y pulcro que cuesta creer que pronto se teñirá de rojo; se escucha la estupenda música de Ennio Morricone y aparecen los títulos de crédito, el espectador se deleita, mejor inicio no puede haber para un western extralargo en el metraje y curiosamente mínimo en cuanto a los escenarios: una cabaña en las montañas. Pues prácticamente toda la acción (al menos pasados los primeros veinte minutos) transcurre en esa mercería. Tarantino se toma su tiempo (demasiado) para presentar a esos ocho personajes odiosos (cuesta poco hacerlo: la violencia impregna cada poro de su piel), hacerles coincidir en el mismo escenario y destapar la caja de los truenos; o quizá jugar al tiro al blanco con un juego de muñecas matrioshka. O hacerse un Diez negritos de Agatha Christie. O insuflar en sus personajes unos diálogos a menudo ácidos (la conversación de Samuel Jackson con Bruce Dern acerca del hijo de éste último), generalmente duros y progresivamente cansinos. No pueden faltar los momentos en el que todo se va al garete y se lía parda, la estructura episódica marca de la casa y el flashback de turno que se supone completa el puzzle que poco a poco se ha montado delante del espectador. Varios momentos cumbre (en cuanto a lo sangriento) y un final más o menos abierto. Mézclese bien, sírvase en un chupito de whisky y, voilà!, he aquí la última película de Quentin Tarantino. 

Pero ya no es suficiente, al menos para mí. Dilatar tanto el metraje para, básicamente, mostrar variaciones de lo que siempre ha hecho Tarantino no es suficiente: de hecho, es excesivo. Tampoco es suficiente con ofrecerle entretenimiento al espectador: a los treinta o cuarenta minutos personalmente estaba aburrido e incluso algo amodorrado (quizá sea por la primera sesión de la tarde, pero no soy de los que se duermen en una sala de cine), y me he temido lo peor. Afortunadamente la cosa remonta con un par de giros en la trama, pero para mí no es suficiente: no más sangre, más tiros y más nigger por aquí y bitch por allá animan el cotarro (los reniegos en castellano de Bichir en parte lo logran); un cotarro que cada vez sabe más a lo mismo, quizá como el estofado de Minnie, parafraseando a Jackson, que da igual la carne que lleve. Llega un momento dado en el que ese estofado, por muy suculento que sean, cansa. Y simplemente sigo viendo la película, con un interés más o menos lineal, esperando un final (narrativo y de metraje) y deseando estirar las piernas. 

Los odiosos ocho encantará a los tarantinianos y no saldrá uno del cine maldiciendo el dinero gastado. Pero también se queda ese uno con la sensación de que Quentin Tarantino ha tocado techo (si es que no lo había hecho con Django desencadenado o con alguna otra película anterior); que su manera de hacer cine sigue sin dejar indiferente a nadie, pero ya apenas sorprende o provoca el entusiasmo de sus primeras obras; que incluso escribe y dirige con el piloto automático en ocasiones. Más carnaza, más madera, pero la locomotora sigue funcionando (¿hasta cuándo?). Pero quizá ya algunos estemos un poco hastiados de que el viaje de ese tren siempre acabe llevando al mismo destino. O que incluso en el trayecto sueltes algún bostezo. Mala señal, me temo...

1 comentario:

Valeria L. dijo...

Una película interesante y una propuesta que sólo pudo ser de Tarantino, pues siempre elige a actores que sean capaces de desarrollar un buen personaje. La versatilidad de un actor puede llevarlo al éxito, en esta ocasión Walton Goggins encarna en la serie Vice Principals a un Vicepresidente ambicioso por el poder que se encuentra con Neal Gamby (Danny McBride) y ambos desean ser el Director de la escuela, así que harán todo lo posible por conseguirlo. Dejamos atrás al personajes de Walton en The Shield como Detective o en peliculas como Los odiosos ocho, así nos muestra que puede ir desde lo dramatico y de suspenso hasta lo cómico como en esta serie.