El periodista y escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo
(1873-1927) –quien, como menciona María José Galván, editora de este
libro, probablemente sea más conocido por haber sido esposo de Raquel
Meller– fue enviado a Francia como corresponsal de El Liberal,
periódico de orientación republicana moderada, que durante un breve
tiempo dirigió, para cubrir las noticias sobre la Primera Guerra
Mundial. Su labor como corresponsal de prensa, parangonable a la de
escritores de la talla de Vicente Blasco Ibáñez, Julio Camba, Ramiro de
Maeztu y otros tantos, no era nueva: ya había escrito crónicas y libros
en numerosos viajes en los años anteriores: Rusia, India, Grecia, Japón,
Palestina, Egipto, Argentina… Pero Tierras mártires (Ediciones Evohé, 2015),
el volumen que recoge diversas crónicas periodísticas, es una obra
diferente en su producción de libros de viajes, como comenta Galván en
su valioso prólogo: «deudora de su matriz periodística, el evidente
carácter documental, la tensión entre testimonio y recreación literaria,
los elementos biográficos y la versatilidad de géneros (narración,
poesía, entrevista y ensayo histórico)» (p. 16). Cabe decir, por quien
esto escribe, que su brevedad (apenas unas 120 páginas de texto) no es
un hándicap para poder valorar esos elementos que se concretan; por el
contrario, cada página vale su peso en oro y suponen una agradabilísima
sorpresa… aunque ello se tiña a veces también de una sensación de
estremecimiento por lo que relata Gómez Carrillo.
Son pocas las páginas de este volumen y esta reseña no va a
resumirlas (si acaso a animar a que se lean), sino, de entrada,
agradecer y congratularme por el trabajo de María José Galván en la
edición (exquisita), y posteriormente comentar algunas sensaciones
«personales». Sí que mencionaré que el volumen recoge catorce capítulos
que, a su vez, reúnen varias crónicas publicadas en El Liberal en 1917 y 1918. Capítulos que se ubican grosso modo
en el frente occidental (de la frontera franco-belga a la franco-suiza)
y que se agrupan en tres bloques: uno primero de corte «geográfico»,
que recoge las crónicas periodísticas de Gómez Carrillo en Creuil,
Compiègne, Noyon y Chauny; otro segundo de tipo «humano», centrado en
los refugiados de guerra (franceses y belgas) y en aspectos relacionados
con, por así llamarlo, la «vida de los soldados en el frente» (cómo se
veía a sí mismo, las cartas de amor que enviaba a sus amadas, los
consejos de guerra y la justicia militar; y un tercer bloque que vuelve a
la ubicación geográfica (crónicas en Ypres, las cercanías de Noyon, San
Quintín, Soissons y Albert). Pero todo esto lo cuenta con más detalle
(y mejor) María José Galván en el exordio. Han pasado tres años largos
del estallido de la guerra y el autor recoge las opiniones de la
población francesa (y refugiados belgas), sus puntos de vista y
especialmente sus historias y sensaciones en un territorio asolado por
los alemanes, que ocuparon gran parte del territorio galo en el norte y
este del país durante prácticamente todo el conflicto. La guerra ha
dejado huella, la propia tierra ha sufrido las consecuencias de la
ocupación. Uno de los elementos que destaca Gómez Carrillo en algunas de
las crónicas es que los alemanes talaron los árboles (imagen que recoge
la cubierta), destruyeron el ecosistema, trazaron una herida «natural»
en aquellas tierras mártires. Los seres humanos sufrieron en aquella guerra, pero también la propia tierra.
Las crónicas de Gómez Carrillo tienen una sensación de veracidad a
pesar de la censura en algunas de ellas (España, formalmente, se
mantenía neutral y las autoridades francesas imponían una serie de
restricciones a los periodistas); de hecho, y como apunta la editora,
se suprimieron algunos párrafos en los textos enviados a El Liberal, que
posteriormente se recuperarían en el libro). El lector tiene la
sensación de estar «allí», en pleno frente de guerra… aunque las
crónicas del periodista guatemalteco se centren en la inmediata
retaguardia, en las ciudades asoladas, abandonadas algunas de ellas,
prácticamente destruidas en su totalidad. Durante los años de guerra
Gómez Carrillo fue autorizado a acudir al escenario bélico (en ocasiones
con otros corresponsales) y su mirada inquisitiva y perspicaz se
percibe en las crónicas escritas. Artículos que no se limitan a relatar
lo que el periodista «observa», sino que también tienen un fino
componente literario, alimentado por la curiosidad del autor, que incide
en las consecuencias «materiales» de la ocupación alemana en Compiègne,
por ejemplo, al tiempo que destaca lo que significó esa ocupación en
una ciudad en la que habían residido (y también habían dejado su
«legado») Luis XV, María Antonieta, Napoleón y su (segunda) esposa María
Luisa… y en cómo los ocupantes arramblaron con los «tesoros» de la
bella ciudad francesa; algo parecido sucedió en Noyon, ciudad de
Chilperico y Carlomagno… O qué decir de Ypres «la muerta», ciudad que
tuvo un esplendor en tiempos medievales, ocupada, saqueada, destruida,
abandonada… «una noble población que dormía un sueño de glorias pasadas
al abrigo de todas las ambiciones y de todas las convulsiones del
tiempo… Ypres no acariciaba quiméricas esperanzas de poderío ni de
esplendor… Ypres era una bella del bosque durmiente que ningún príncipe
debía sacar jamás de su lecho de piedra… ¿Quién podía pensar en asesinar
a la venerable princesa de las añoranzas?… Y, sin embargo, el asesino
ha venido…» (p. 117). El relato de Gómez Carrillo combina la labor del
periodista que se deja llevar por las ciudades que una vez ocupadas han
vuelto a sus habitantes, que regresan paulatinamente a sus casas (quizá
para encontrarse que ya no existen) con la de quien contempla la
tragedia con una mirada aparentemente desapasionada pero que no puede
sustraerse al horror de lo sucedido; una dicotomía que se trasluce en el
quinto capítulo, «Hablando con los que salen del infierno», que recoge
algunos testimonios de refugiados –«repatriados» en el texto– que,
incluso transcurrido prácticamente un siglo, tiene una pátina de
«actualidad» para quienes observamos en la actualidad otro ciclo de
«refugiados» de otra guerra también devastadora. Testimonios (unos
pocos, pero suficientes) de mujeres, especialmente, que vivieron en
carne propia y en la de otras muchas el castigo de la ocupación:
muchachas, apenas niñas, que fueron arrebatadas por comandantes y
soldados alemanes, convertidas en esclavas sexuales (aunque el
periodista es comedido en cuanto a detalles: es el lector quien lee
entre líneas y palidece ante la vejación sufrida).
También relata Gómez Carrillo, en el bloque central, sensaciones y
experiencias de soldados que combaten en primera línea; de su
correspondencia con el hogar o con las madrinas de guerra, en las cartas
que el «peludo» envía, contando no necesariamente vivencias del combate
o de la vida castrense, sino los anhelos por regresar a casa y sentir
el olor de la buena comida, la sensación de desarraigo, el amor a
distancia, el puñal de los celos, la nostalgia por el terruño lejano…
«Los críticos suelen decir que de toda la literatura de la guerra, lo
único que sobrevivirá a nuestra época son las cartas de los soldados…
Tanto interés como la obra maestra de un genio, tendrán siempre las
confidencias de los guerreros. “¿Os figuráis lo que sería Homero
comparado con un soldado de Agamenón que hubiera escrito sus Memorias”,
pregunta un discípulo de Stendhal. Nosotros tenemos a ese soldado…» (p.
71). Vuelve a aparecer el escritor dentro de la piel del periodista, y
en crónicas como la de la justicia militar, la de los abogados que en su
vida civil apenas tienen un reconocimiento pero que al ponerse un
uniforme militar y tratar casos militares asumen un respeto que hasta
entonces no habían conocido. La justicia que dirime casos de deserción o
abandono del puesto por parte de unos soldados que, en algunos casos (y
por motivos diversos), vuelven a su lugar y apelan a una justicia que, a
la postre, los «condena» a morir en primera línea por la patria… sin
que ello signifique necesariamente una injusta sentencia: más bien
supone un premio. Gómez-Carrillo destaca lo difícil que supone a los
jueces militares tratar casos en los que soldados que se juegan la piel
cada día; jueces, «que son hombres, y que oyen la voz de su conciencia, y
que conocen las debilidades humanas no pueden inclinarse ante la ley, y
buscan un pretexto, por pequeño que sea, para perdonar. […] Sólo un
crimen no obtiene nunca piedad en el Ejército: el de traición. Pero no
son nunca, o casi nunca, los soldados los que cometen ese crimen» (ps.
92 y 93).
En resumidas cuentas, Tierras mártires es un delicioso y al
mismo tiempo estremecedor librito que nos acerca, sin los apriorismos
que a posteriori asumimos sobre un escenario de guerra, a la Primera
Guerra Mundial desde la crónica periodística y la pluma lúcida. Un
volumen que sitúa al lector en una perspectiva geográfica, histórica,
personal, y empática con quienes vivieron en aquellas tierras heridas y
por cicatrizar. En plena guerra. En aquellos parajes. En aquellos
tiempos.
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