Puede suponer una osadía trasladar un texto
teatral a la gran pantalla y hacerlo en un siglo XXI que parece haber
olvidado el valor de la palabra. La palabra que Federico García Lorca
convirtió en imagen —cuchillo, caballo y luna—, en pensamiento y en
color (rojo sangre). La palabra de quien, ya fuera en verso o en prosa,
mostró en Bodas de sangre la
tragedia del alma humana, el miedo y el deseo en un mismo cuerpo, lo
atávico y lo "actual", lo sensitivo y lo sensorial. No me pongo
nostálgico (mucho menos "carca"), pero en estos tiempos en los que el
cine en muchas ocasiones no es más que un receptáculo visual que acaba
por estomagar incluso al espectador entregado, volver a los clásicos es
toda una aventura; y se podría decir que lo es más al tratar de
trasladar al lenguaje cinematográfico un texto como el de Lorca, tan
"literario" pero al mismo tiempo tan evocador. Un texto en el que junto a
la palabra se evoca la imagen —cuchillo, sangre, caballo, barro, luna,
penumbra—, y en el que la propia cadencia de los versos, de la rima
asonante, comulga con la propia imagen, de manera que ambos elementos,
como la pasión que ata a la Novia y a Leonardo, se unen de manera
inextricable. Alegorías al margen, reivindicar a Lorca desde una
pantalla de cine, decía, supone toda una proeza. Y una alegría para los
sentidos.
La novia,
desgraciadamente (en los tiempos que corren), no es una película para
todos los públicos. No llenará salas, no será la más taquillera —pero le
vendrán bien las numerosas nominaciones a los Premios Goya, hasta una
docena, que se ha llevado hoy—, con triste certeza no interesará al
público joven (que es el que acude a una sala de cine), a menos que un
avispado docente les lleve para "ver" una obra de Lorca. Pero es una
película que cualquier espectador que se deje llevar podrá disfrutar. La
materia prima es la obra del poeta granadino, adaptada al guion
cinematográfico por la directora Paula Ortiz y por Javier García
Arredondo; un guion que traslada la trama, de los años treinta, a un
tiempo indefinido pero que podríamos decir que, como mínimo, es
posterior a los sesenta. Una trama que, a su vez, se "escenifica" en los
campos desérticos de Los Monegros oscenses, por un lado, y en la
orografía que la lava y la roca blanda han creado a lo largo de milenios
en la Capadocia turca. Y una trama que nos cuenta lo sucedido en los
días previos y durante una ceremonia nupcial que une a dos familias
desgarradas en el pasado por una violencia cainita —cuchillo, sangre,
tierra—; una trama que comienza por el final de la obra para, en un
larguísimo flashback, "contar" una historia de trágica pasión que se
forjó mucho tiempo atrás. La historia de tres jóvenes —la Novia, el
Novio y Leonardo— y de cómo dos de ellos se unirían en matrimonio,
aunque seguía habiendo un tercero en discordia. Inma Cuesta interpreta a
la Novia y llena la pantalla de principio a fin, de blanco y embarrada,
así como un Asier Etxeandía que, como el Novio, le da una fuerza
especial a un personaje que en la obra de Lorca tiene un rol más bien
secundario. Por su parte, Álex García compone un Leonardo sobrio en
movimientos pero con una fuerza latente en cada uno de sus gestos; quizá
su interpretación sea menos redonda que la de sus partenaires, pero en
la secuencia en el bosque previa al "reencuentro" de los tres seduce con
susurros no sólo a la Novia... también al espectador.
No sería igual esta película sin Luisa Gavasa, la Madre del Novio, la mujer que perdió a marido e hijo en el pasado, la mater dolorosa siempre de luto, la que pone toda su alma en la felicidad del hijo que le queda, la que no se fía del todo de una Novia que se inmiscuye en el cordón umbilical que le ata a su propia sangre. Inma Cuesta seduce con su mirada, Gavasa lo hace con su voz, dura y seca, maternal y amorosa también. No menos estupendos en sus papeles están el recientemente fallecido Carlos Álvarez Novoa (el Padre de la Novia), Ana Fernández (la Vecina) o María Alfonsa Rosso (la Mendiga que también recoge la esencia del personaje de la Luna en la obra teatral); una Mendiga que es la particular discordia, como Eris en las bodas de Peleo y Tetis, y que azuza la tragedia, que pone en manos de los dos hombres el cuchillo de vidrio (el vidrio que fabrica el Padre de la Novia), que le susurra a la Novia que no se case con el Novio si no lo ama.
La trama es bien conocida y Paula Ortiz la moldea en el lenguaje
cinematográfico para ofrecernos una película eminentemente sensitiva y
sensorial. La imagen es el escenario, la palabra el vehículo con el que
mover las emociones. El ritmo, por tanto, es dependiente de cómo se
muestra la imagen (la aridez del desierto, la geografía puntiaguda, los
colores apagados, la penumbra que está presente en la mayor parte del
filme) y cómo se recita la palabra: la historia depende de flashbacks y
versos que "informan" poco a poco al espectador; del mismo modo, la
palabra está presente en las canciones con letras lorquianas que cantan
Manuela Vellés o la propia Cuesta, ya sea en la víspera de la boda o en
la celebración del banquete. La música de Shigeru Umebayashi acompaña
parte de la trama, siendo accesoria al uso de la palabra. Es muy
interesante como se juega, también visualmente yu de manera reiterativa,
con elementos como en la fabricación del vidrio /y los cuchillos) o el
carrusel en la casa del Padre de la Novia (con la luna llena, enorme,
visible desde la ventana). Prácticamente toda la película es un festival
para los sentidos: el barro en el que lucha la Novia al principio, el
marrón del desierto en el que viven los personajes, el bronceado en la
piel de Inma Cuesta, el negro de sus ojos, la sal de las lágrimas de
Leticia Dolera, que interpreta a la esposa dolorosa de Leonardo y a la
vez prima de la Novia, los movimientos de la Novia en el baile, la voz
ronca de Asier Etxeandía...
Hay quienes han criticado que la película es hermosa pero desmesurada,
inspirada y tremebunda, ahondando en una sensación de hartazgo
preciosista; un simulacro de belleza, más que belleza en sí misma. Habrá
quienes también la tachen de grandilocuente y remilgada. Me temo que
todo ello dependerá de cómo el espectador asuma esta película y la
"sienta", de cuán es capaz de dejarse llevar por lo que se muestra y
cómo se muestra. Desde luego, lo que está fuera de toda duda es que es
una película realizada con mimo, con sus propios tiempos y de una manera
artesanal, en el que la única secuencia realizada con efectos
especiales (esos vidrios rotos en miles de pedazos y que rodean a la
Novia) incluso parece "hecha a mano". Una película a la que ninguna
crítica le hará justicia (todas son especialmente subjetivas en este
caso) y que atrapará a aquel espectador que vaya (y sepa ir) al cine con
ganas de dejarse llevar por sus propios sentidos.
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