«La història s’escriu a cal notari».
Josep Pla
Suele decirse que el día después de la rendición de Barcelona a las
tropas de las Dos Coronas borbónicas, francesa y española, las tiendas y
talleres abrieron sus puertas, los tenderos siguieron vendiendo sus
productos, la gente trabajando y los servicios públicos funcionando,
«con tranquilidad, como si dentro de la ciudad no hubiera sucedido cosa
alguna» (Francesc de Castellví, Narraciones históricas). Albert Garcia Espuche (n. 1951) rebaja el optimismo de esta idea: «aquello que realmente tuvieron que hacer los habitantes de Barcelona aquel "día después" y todavía durante días, semanas, meses y años, fue mucho más difícil que abrir las tiendas y los talleres, trabajar y mostrar una firme voluntad de rehacerse después de la derrota. La voluntad estaba, pero faltaba el resto de elementos» (traducción propia, pp. 627-628). Y es que la realidad mostraba que la
mayor parte de las casas de la ciudad estaban derruidas o muy
maltrechas, apenas había materias primas o productos elaborados, y
faltaban alimentos. De hecho, en los 414 días de asedio de la ciudad,
desde el 25 de julio de 1713, los barceloneses se habían acostumbrado al
hambre, a la falta de alimentos, a los precios caros y a un bloqueo por
parte de los asediadores que, en ocasiones, se relajaba y permitía la
llegada de algunos faluchos con alimentos. Lo que, sin embargo, sí
muestra la documentación es que los notarios siguieron trabajando y hubo
testigos en actos tan prosaicos como una boda (la del capitán del
regimiento de San Narciso Sebastià Molet y Leocàdia Comellas, en la
basílica de Santa María del Mar), funerales, bautizos, firmas de
testamentos o ingresos de soldados heridos en el Hospital de la Santa
Creu, debidamente registrados en el libro de entradas. Al día siguiente
se hicieron muchos testamentos, se ejecutaron inventarios y muchas
viudas llamaron a notarios para inventariar bienes de soldados, tenderos
y menestrales que habían muerto en los días precedentes. Barcelona
siguió latiendo, más lentamente, pero su corazón seguía vivo.
![]() |
| Albert Garcia Espuche |
Una societat assetjada. Barcelona, 1713-1714 (Editorial Empúries,
2014) nos acerca a la ciudad que resistió un asedio y a los habitantes,
hombres y mujeres que serían anónimos en el Gran Libro de la Historia,
si no fuera por las actas notariales. Durante trece meses Barcelona
soportó un asedio obstinado, terco e irracional según algunos
testimonios de la época, como el ingeniero militar al servicio de los
borbónicos, Jorge Próspero de Verboom, o el marqués de San Felipe, que
escribió una crónica de la guerra. La pregunta sería sobre la «lógica de
la resistencia», que según Joaquim Albareda, quizá el mayor
especialista sobre el conflicto sucesorios por estos pagos, se debe a
la importancia de la estructura jurídico-política, con las Constitucions
como la «pieza clave». Albareda ha trabajado a fondo el proyecto
austracista y el entorno institucional de la Cataluña de 1700,
insistiendo en que «a pesar de que el sistema se había erosionado por la falta de reuniones de Cortes clausuradas desde 1599, y por el avance del poder real terminada la Guerra de los Segadores, la recuperación del constitucionalismo era una realidad incontestable en 1700 y se reflejó en las Cortes de 1701-1702 y 1705-1706» (traducción propia, “Política, economía i guerra”,
en Política, economia i guerra. Barcelona 1700, Ajuntament de Barcelona,
2012, págs. 47 y 48).
Y hay que poner el acento en el
sistema representativo municipal y del Principado que daba voz al
«hombre común» y definía la política en términos propio: una política
más republicana, quizá aquel tipo de libertad que cada vez era más
extraña en una época en la que los príncipes trataban de construir el
Estado al servicio de los intereses dinásticos, incrementando la
fiscalidad y los efectivos militares para hacer frente a la omnipresente
guerra; un mundo, pues, en el que las vías de representación quedaban,
cada vez más, excluidas de esta dinámica, considerada moderna (el
paradigma absolutista à la française), y que autores como Joël Cornette,
Peter Blickle o Angela de Benedictis están poniendo en duda en las
últimas décadas (ibídem).
Sería este «hombre común» el que defendería las Constituciones de Cataluña, emanadas de las Cortes, o que formaría parte de las instituciones del Principado, junto a nobleza o clero, como en la Conferencia de los Tres Comunes, organismo de una vitalidad palpable en la documentación del período, formada por representantes del Consell de Cent barcelonés, el brazo militar en las Cortes y la Diputación del General (o Generalitat), y que con tanto ahínco ha estudiado Eduard Martí en su tesis doctoral y en diversas publicaciones posteriores. Garcia Espuche menciona muchos casos, como por ejemplo el barbero-cirujano Mateu Hereu, que por sorteo fue elegido quinto consejero de la ciudad en 1704 y tuvo los redaños de enfrentarse al virrey Velasco, que lo envió a prisión junto a otros destacados austracistas, en defensa de las Constitucions; Hereu, una vez acabado su período como consejero, volvería a su oficio de barbero. O el caso de Segimon Comte, elegido mostassaf (almotacén) que en enero de 1714 actuó firmemente en el ejercicio de sus funciones y se enfrentó a Amador de Dalmau, uno de los destacados homes honrats del municipio, a causa de un contrabando de vino que había descubierto; denunciado Comte por Dalmau ante el Consell de Cent, resistió el mostassaf las presiones y con el apoyo del gobierno municipal (págs. 291-293, nota en págs. 818-819). Hombres comunes como Hereu y Comte abundaron en los registros de deliberaciones del Consell de Cent, en el dietario de la ciudad, en numerosas actas notariales y en documentos eclesiásticos. Y también en diarios personales, como los del valenciano austracista Josep Camañes, que formaba parte de la comunidad de valencianos partidarios del rey-archiduque Carlos III y refugiados en Barcelona tras la batalla de Almansa, y que resistió el hambre y la pobreza durante el asedio, hasta morir en la defensa de la ciudad en agosto de 1714; o en el diario del fraile Manel Soler, del convento de Sant Josep, una de las fuentes fundamentales de la vida en la ciudad durante el sitio, así como el anónimo autor (y felipista) de la Succinta memoria [...] i relació breu del siti de Barcelona, que asistió también al asedio barcelonés entre 1713 y 1714 (y que ha estudiado Mireia Campadabal i Bertran).
Sería este «hombre común» el que defendería las Constituciones de Cataluña, emanadas de las Cortes, o que formaría parte de las instituciones del Principado, junto a nobleza o clero, como en la Conferencia de los Tres Comunes, organismo de una vitalidad palpable en la documentación del período, formada por representantes del Consell de Cent barcelonés, el brazo militar en las Cortes y la Diputación del General (o Generalitat), y que con tanto ahínco ha estudiado Eduard Martí en su tesis doctoral y en diversas publicaciones posteriores. Garcia Espuche menciona muchos casos, como por ejemplo el barbero-cirujano Mateu Hereu, que por sorteo fue elegido quinto consejero de la ciudad en 1704 y tuvo los redaños de enfrentarse al virrey Velasco, que lo envió a prisión junto a otros destacados austracistas, en defensa de las Constitucions; Hereu, una vez acabado su período como consejero, volvería a su oficio de barbero. O el caso de Segimon Comte, elegido mostassaf (almotacén) que en enero de 1714 actuó firmemente en el ejercicio de sus funciones y se enfrentó a Amador de Dalmau, uno de los destacados homes honrats del municipio, a causa de un contrabando de vino que había descubierto; denunciado Comte por Dalmau ante el Consell de Cent, resistió el mostassaf las presiones y con el apoyo del gobierno municipal (págs. 291-293, nota en págs. 818-819). Hombres comunes como Hereu y Comte abundaron en los registros de deliberaciones del Consell de Cent, en el dietario de la ciudad, en numerosas actas notariales y en documentos eclesiásticos. Y también en diarios personales, como los del valenciano austracista Josep Camañes, que formaba parte de la comunidad de valencianos partidarios del rey-archiduque Carlos III y refugiados en Barcelona tras la batalla de Almansa, y que resistió el hambre y la pobreza durante el asedio, hasta morir en la defensa de la ciudad en agosto de 1714; o en el diario del fraile Manel Soler, del convento de Sant Josep, una de las fuentes fundamentales de la vida en la ciudad durante el sitio, así como el anónimo autor (y felipista) de la Succinta memoria [...] i relació breu del siti de Barcelona, que asistió también al asedio barcelonés entre 1713 y 1714 (y que ha estudiado Mireia Campadabal i Bertran).
Hombres comunes que acudían al notario, pues, que en las palabras
iniciales de Josep Pla es donde se ha hecho la historia en Cataluña. Y
es que estos hombres (y mujeres) comunes necesitaban de la asistencia de
los notarios para hacer cumplir los usos, costumbres y leyes, y
necesitaban refrendar las acciones correspondientes con la fe pública.
De este modo, se conformaba, desde antiguo, una «sociedad de la fe
pública», en palabras de Garcia Espuche, que formaba parte de la
cotidianeidad de la vida en la Barcelona de 1713-1714. Si lo habitual
era ir al notario para testar, dar testimonio o inventariar, la «no
cotidianeidad» de la guerra y el asedio no consiguió detener una manera
de ser y actuar que se refleja constantemente en la documentación
notarial. Más de un millón de actas notariales, junto a registros del
Consell de Cent, partidas de bautismo, matrimonio y defunción, forman la
base de un libro que selecciona más de cuatrocientos historias reales,
con nombres y apellidos, que demuestran que la «sociedad asediada» entre
el 25 de julio de 1713 y el 11 de septiembre de 1714, confiaba
totalmente en esa «sociedad de la fe pública». Pues la confianza era la
pieza básica para que el engranaje funcionara: confianza en el
nombramiento de un procurador, el inventario de los bienes de un
difunto, el pago de obras realizadas por un carpintero o un maestro
albañil o el dictado de unas últimas voluntades. En todos estos
procesos, y en otros tantos, estaba el notario dando «fe pública». Y
además la confianza de que se cumplía lo que la sociedad consideraba que
era conveniente realizar. Reuniones de gremios, pagos de misas,
publicaciones de testamentos y designación de albaceas… todo ello siguió
realizándose mientras las bombas caían sobre la ciudad y los sitiadores
asaltaban las murallas. En general, y vuelvo a traducir, «la necesidad
de la fe pública de tantos ciudadanos y para actos muy diversos reflejaba
una manera de ser y de hacer en común. La asidua asistencia a las
notarías pone de manifiesto una característica esencial de aquella
sociedad: intentar llevar a cabo, siempre y a pesar de todo, lo que
estaba recogido o sancionado por los usos, la costumbre y las leyes, lo
que convenía y había que hacer» (pág. 653). Los notarios se jugaron la vida, yendo de un lado a otro en una
ciudad que era bombardeada y atacada en sus últimos meses de asedio, y
algunos de ellos murieron. Como el resto de menestrales, obreros y
artesanos, formaban parte de la Coronela de la ciudad, la milicia
urbana, y debían realizar las guardias pertinentes en las murallas.
Garcia Espuche muestra casos de notarios (y otros oficiales) que se
negaron a realizar esas guardias, a pesar de las presiones, y con causas
aducidas como el trajín que llevaban realizando su función… y era
cierto. La condescendencia institucional y ciudadana nos permite ver que
la solidaridad era algo esencial que se patentiza en la lectura de las
historias de este libro, especialmente en la parte dedicada a las fases
más duras del asedio.
Garcia Espuche muestra «cuatro Barcelonas» en su libro: la Barcelona próspera y equilibrada de finales del siglo XVII y principios del XVIII; la Barcelona corte real del rey-archiduque Carlos III, entre 1705 y su partida para recibir el trono imperial en 1711, y que se mantuvo en cierto modo hasta la marcha de su esposa, Isabel de Brunswick, gobernadora general del Principado, en marzo de 1713; la Barcelona asediada en el período de finales de julio de 1713 a septiembre de 1714; y, por supuesto, la Barcelona vencida y de los años posteriores a su rendición, concretamente hasta la firma del Tratado de Viena, que daba por finiquitada la cuestión sucesoria entre Felipe V y Carlos VI, en abril de 1725. Cuatro Barcelonas complejas y diversas, pero con una línea común: aquella ciudad dinámica y que gozaba de una economía pujante y de una vida social, cultural y cotidiana, tiene mucho que ver con la recuperación de la Barcelona semiderruida, con la sombra ominosa de la Ciudadela (terminada el mismo año en que se firmaba el Tratado de Viena), y que se valió de las bases económicas y sociales establecidas desde la segunda mitad del siglo XVI y hasta la Guerra de los Segadores (y que el propio Garcia Espuche ha trabajado en su obra seminal, Un siglo decisivo: Barcelona y Cataluña, 1550-1640, Madrid, Alianza Editorial, 1998) para levantarse, junto al resto de Cataluña (binomio inseparable para el autor), y volver a ser una ciudad con una enorme vitalidad en las décadas posteriores al asedio. En medio está la Barcelona de la corte del rey-archiduque Carlos III, a la que siguieron llegando productos de todo tipo e incluso artistas y músicos, y la Barcelona del duro asedio, que (traduzco), «si tuvo fuerzas para resistir y capacidad para rehacerse relativamente rápido después de los hechos bélicos, fue precisamente por los fundamentos puestos anteriormente. Por descontado, aquella sociedad no necesitaba, para seguir avanzando, que una supuesta racionalización exterior viniera a abrirle los ojos y a marcarle, por la fuerza de las armas, la dirección de un futuro mejor» (citado en Albert Garcia Espuche, Barcelona 1700, Barcelona, Editorial Empúries, 2010).
El resultado es un libro muy valioso, lleno de historias de los habitantes de la Barcelona de antes, durante y después el asedio. Un libro que reivindica a una «sociedad asediada» y a una «sociedad de la fe pública», con los rituales que la acompañaron, del mismo modo que lo hacían la familia, la religión, el gremio, la parroquia, la compañía de la Coronela, el barrio y el orgullo de pertenecer a una ciudad con notables grados de participación o la defensa de las leyes del país y de los derechos conseguidos a lo largo del tiempo (traduzco de la pág. 658). Una ciudad viva, muy viva; muy real y muy pública. Una sociedad, concluye Garcia Espuche, que en los aspectos fundamentales continuó siendo, incluso en aquellos 414 días de asedio, la misma sociedad de antes.
Garcia Espuche muestra «cuatro Barcelonas» en su libro: la Barcelona próspera y equilibrada de finales del siglo XVII y principios del XVIII; la Barcelona corte real del rey-archiduque Carlos III, entre 1705 y su partida para recibir el trono imperial en 1711, y que se mantuvo en cierto modo hasta la marcha de su esposa, Isabel de Brunswick, gobernadora general del Principado, en marzo de 1713; la Barcelona asediada en el período de finales de julio de 1713 a septiembre de 1714; y, por supuesto, la Barcelona vencida y de los años posteriores a su rendición, concretamente hasta la firma del Tratado de Viena, que daba por finiquitada la cuestión sucesoria entre Felipe V y Carlos VI, en abril de 1725. Cuatro Barcelonas complejas y diversas, pero con una línea común: aquella ciudad dinámica y que gozaba de una economía pujante y de una vida social, cultural y cotidiana, tiene mucho que ver con la recuperación de la Barcelona semiderruida, con la sombra ominosa de la Ciudadela (terminada el mismo año en que se firmaba el Tratado de Viena), y que se valió de las bases económicas y sociales establecidas desde la segunda mitad del siglo XVI y hasta la Guerra de los Segadores (y que el propio Garcia Espuche ha trabajado en su obra seminal, Un siglo decisivo: Barcelona y Cataluña, 1550-1640, Madrid, Alianza Editorial, 1998) para levantarse, junto al resto de Cataluña (binomio inseparable para el autor), y volver a ser una ciudad con una enorme vitalidad en las décadas posteriores al asedio. En medio está la Barcelona de la corte del rey-archiduque Carlos III, a la que siguieron llegando productos de todo tipo e incluso artistas y músicos, y la Barcelona del duro asedio, que (traduzco), «si tuvo fuerzas para resistir y capacidad para rehacerse relativamente rápido después de los hechos bélicos, fue precisamente por los fundamentos puestos anteriormente. Por descontado, aquella sociedad no necesitaba, para seguir avanzando, que una supuesta racionalización exterior viniera a abrirle los ojos y a marcarle, por la fuerza de las armas, la dirección de un futuro mejor» (citado en Albert Garcia Espuche, Barcelona 1700, Barcelona, Editorial Empúries, 2010).
El resultado es un libro muy valioso, lleno de historias de los habitantes de la Barcelona de antes, durante y después el asedio. Un libro que reivindica a una «sociedad asediada» y a una «sociedad de la fe pública», con los rituales que la acompañaron, del mismo modo que lo hacían la familia, la religión, el gremio, la parroquia, la compañía de la Coronela, el barrio y el orgullo de pertenecer a una ciudad con notables grados de participación o la defensa de las leyes del país y de los derechos conseguidos a lo largo del tiempo (traduzco de la pág. 658). Una ciudad viva, muy viva; muy real y muy pública. Una sociedad, concluye Garcia Espuche, que en los aspectos fundamentales continuó siendo, incluso en aquellos 414 días de asedio, la misma sociedad de antes.



No hay comentarios:
Publicar un comentario