28 de junio de 2014

Reseña de Una societat assetjada. Barcelona, 1713-1714 , de Albert Garcia Espuche

«La història s’escriu a cal notari.»
Josep Pla 
Suele decirse que el día después de la rendición de Barcelona a las tropas de las Dos Coronas borbónicas, francesa y española, las tiendas y talleres abrieron sus puertas, los tenderos siguieron vendiendo sus productos, la gente trabajando y los servicios públicos funcionando, «con tranquilidad, como si dentro de la ciudad no hubiera sucedido cosa alguna» (Francesc de Castellví, Narraciones históricas). Albert Garcia Espuche (n. 1951) rebaja el optimismo de esta idea: «aquello que realmente tuvieron que hacer los habitantes de Barcelona aquel "día después" y todavía durante días, semanas, meses y años, fue mucho más difícil que abrir las tiendas y los talleres, trabajar y mostrar una firme voluntad de rehacerse después de la derrota. La voluntad estaba, pero faltaba el resto de elementos» (traducción propia, pp. 627-628). Y es que la realidad mostraba que la mayor parte de las casas de la ciudad estaban derruidas o muy maltrechas, apenas había materias primas o productos elaborados, y faltaban alimentos. De hecho, en los 414 días de asedio de la ciudad, desde el 25 de julio de 1713, los barceloneses se habían acostumbrado al hambre, a la falta de alimentos, a los precios caros y a un bloqueo por parte de los asediadores que, en ocasiones, se relajaba y permitía la llegada de algunos faluchos con alimentos. Lo que, sin embargo, sí muestra la documentación es que los notarios siguieron trabajando y hubo testigos en actos tan prosaicos como una boda (la del capitán del regimiento de San Narciso Sebastià Molet y Leocàdia Comellas, en la basílica de Santa María del Mar), funerales, bautizos, firmas de testamentos o ingresos de soldados heridos en el Hospital de la Santa Creu, debidamente registrados en el libro de entradas. Al día siguiente se hicieron muchos testamentos, se ejecutaron inventarios y muchas viudas llamaron a notarios para inventariar bienes de soldados, tenderos y menestrales que habían muerto en los días precedentes. Barcelona siguió latiendo, más lentamente, pero su corazón seguía vivo.

Albert Garcia Espuche
Una societat assetjada. Barcelona, 1713-1714 (Editorial Empúries, 2014) nos acerca a la ciudad que resistió un asedio y a los habitantes, hombres y mujeres que serían anónimos en el Gran Libro de la Historia, si no fuera por las actas notariales. Durante trece meses Barcelona soportó un asedio obstinado, terco e irracional según algunos testimonios de la época, como el ingeniero militar al servicio de los borbónicos, Jorge Próspero de Verboom, o el marqués de San Felipe, que escribió una crónica de la guerra. La pregunta sería sobre la «lógica de la resistencia», que según Joaquim Albareda, quizá el mayor especialistas sobre el conflicto sucesorios por estos pagos, se debe a la importancia de la estructura jurídico-política, con las Constitucions como la «pieza clave». Albareda ha trabajado a fondo el proyecto austracista y el entorno institucional de la Cataluña de 1700, insistiendo en que «a pesar de que el sistema se había erosionado por la falta de reuniones de Cortes clausuradas desde 1599, y por el avance del poder real terminada la Guerra de los Segadores, la recuperación del constitucionalismo era una realidad incontestable en 1700 y se reflejó en las Cortes de 1701-1702 y 1705-1706» (traducción propia, “Política, economía i guerra”, en Política, economia i guerra. Barcelona 1700, Ajuntament de Barcelona, 2012, ps. 47 y 48). Y hay que poner el acento en el sistema representativo municipal y del Principado que daba voz al «hombre común» y definía la política en términos propio: una política más republicana, quizá aquel tipo de libertad que cada vez era más extraña en una época en la que los príncipes trataban de construir el Estado al servicio de los intereses dinásticos, incrementando la fiscalidad y los efectivos militares para hacer frente a la omnipresente guerra; un mundo, pues, en el que las vías de representación quedaban, cada vez más, excluidas de esta dinámica, considerada moderna (el paradigma absolutista à la française), y que autores como Joël Cornette, Peter Blickle o Angela de Benedictis están poniendo en duda en las últimas décadas (ibídem).

Sería este «hombre común» el que defendería las Constituciones de Cataluña, emanadas de las Cortes, o que formaría parte de las instituciones del Principado, junto a nobleza o clero, como en la Conferencia de los Tres Comunes, organismo de una vitalidad palpable en la documentación del período, formada por representantes del Consell de Cent barcelonés, el brazo militar en las Cortes y la Diputación del General (o Generalitat), y que con tanto ahínco ha estudiado Eduard Martí en su tesis doctoral y en diversas publicaciones posteriores. Garcia Espuche menciona muchos casos, como por ejemplo el barbero-cirujano Mateu Hereu, que por sorteo fue elegido quinto consejero de la ciudad en 1704 y tuvo los redaños de enfrentarse al virrey Velasco, que lo envió a prisión junto a otros destacados austracistas, en defena de las Constitucions; Hereu, una vez acabado su período como consejero, volvería a su oficio de barbero. O el caso de Segimon Comte, elegido mostassaf (almotacén) que en enero de 1714 actuó firmemente en el ejercicio de sus funciones y se enfrentó a Amador de Dalmau, uno de los destacados homes honrats del municipio, a causa de un contrabando de vino que había descubierto; denunciado Comte por Dalmau ante el Consell de Cent, resistió el mostassaf las presiones y con el apoyo del gobierno municipal (pp. 291-293, nota en pp. 818-819). Hombres comunes como Hereu y Comte abundaron en los registros de deliberaciones del Consell de Cent, en el dietario de la ciudad, en numerosas actas notariales y en documentos eclesiásticos. Y también en diarios personales, como los del valenciano austracista Josep Camañes, que formaba parte de la comunidad de valencianos partidarios del rey-archiduque Carlos III y refugiados en Barcelona tras la batalla de Almansa, y que resistió el hambre y la pobreza durante el asedio, hasta morir en la defensa de la ciudad en agosto de 1714; o en el diario del fraile Manel Soler, del convento de Sant Josep, una de las fuentes fundamentales de la vida en la ciudad durante el sitio, así como el anónimo autor (y felipista) de la Succinta memoria [...] i relació breu del siti de Barcelona, que asistió también al asedio barcelonés entre 1713 y 1714 (y que ha estudiado Mireia Campadabal i Bertran). 

Vista de Barcelona durante el asedio de 1713-1714, grabado.
Dibujado por Francesc Santacruz i Artigas desde Torre Baró. Grabado por Franz Ambros Dietell y editado por
Johann van Ghelen en Viena (1718). Conservado en el Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona desde 1826.


Hombres comunes que acudían al notario, pues, que en las palabras iniciales de Josep Pla es donde se ha hecho la historia en Cataluña. Y es que estos hombres (y mujeres) comunes necesitaban de la asistencia de los notarios para hacer cumplir los usos, costumbres y leyes, y necesitaban refrendar las acciones correspondientes con la fe pública. De este modo, se conformaba, desde antiguo, una «sociedad de la fe pública», en palabras de Garcia Espuche, que formaba parte de la cotidianeidad de la vida en la Barcelona de 1713-1714. Si lo habitual era ir al notario para testar, dar testimonio o inventariar, la «no cotidianeidad» de la guerra y el asedio no consiguió detener una manera de sr y actuar que se refleja constantemente en la documentación notarial. Más de un millón de actas notariales, junto a registros del Consell de Cent, partidas de bautismo, matrimonio y defunción, forman la base de un libro que selecciona más de cuatrocientos historias reales, con nombres y apellidos, que demuestran que la «sociedad asediada» entre el 25 de julio de 1713 y el 11 de septiembre de 1714, confiaba totalmente en esa «sociedad de la fe pública». Pues la confianza era la pieza básica para que el engranaje funcionara: confianza en el nombramiento de un procurador, el inventario de los bienes de un difunto, el pago de obras realizadas por un carpintero o un maestro albañil o el dictado de unas últimas voluntades. En todos estos procesos, y en otros tantos, estaba el notario dando «fe pública». Y además la confianza de que se cumplía lo que la sociedad consideraba que era conveniente realizar. Reuniones de gremios, pagos de misas, publicaciones de testamentos y designación de albaceas… todo ello siguió realizándose mientras las bombas caían sobre la ciudad y los sitiadores asaltaban las murallas. En general, y vuelvo a traducir, «la necesidad de la fe pública e tantos ciudadanos y para actos muy diversos reflejaba una manera de ser y de se hacer en común. La asidua asistencia a las notarías pone de manifiesto una característica esencial de aquella sociedad: intentar llevar a cabo, siempre y a pesar de todo, lo que estaba recogido o sancionado por los usos, la costumbre y las leyes, lo que convenía y había que hacer» (p. 653). Los notarios se jugaron la vida, yendo de un lado a otro en una ciudad que era bombardeada y atacada en sus últimos meses de asedio, y algunos de ellos murieron. Como el resto de menestrales, obreros y artesanos, formaban parte de la Coronela de la ciudad, la milicia urbana, y debían realizar las guardias pertinentes en las murallas. Garcia Espuche muestra casos de notarios (y otros oficiales) que se negaron a realizar esas guardias, a pesar de las presiones, y con causas aducidas como el trajín que llevaban realizando su función… y era cierto. La condescendencia institucional y ciudadana nos permite ver que la solidaridad era algo esencial que se patentiza en la lectura de las historias de este libro, especialmente en la parte dedicada a las fases más duras del asedio.

Garcia Espuche muestra «cuatro Barcelonas» en su libro: la Barcelona próspera y equilibrada de finales del siglo XVII y principios del XVIII; la Barcelona corte real del rey-archiduque Carlos III, entre 1705 y si partida para recibir el trono imperial en 1711, y que se mantuvo en cierto modo hasta la partida de su esposa, Elisabeth de Brunswick, gobernadora general del Principado hasta su marcha en marzo de 1713; la Barcelona asediada en el período de finales de julio de 1713 a septiembre de 1714; y, por supuesto, la Barcelona vencida y de los años posteriores a su rendición, concretamente hasta la firma del Tratado de Viena, que daba por finiquitada la cuestión sucesoria entre Felipe V y Carlos VI, en abril de 1725. Cuatro Barcelonas complejas y diversas, pero con una línea común: aquella ciudad dinámica y que gozaba de una economía pujante y de una vida social, cultural y cotidiana, tiene mucho que ver con la recuperación de la Barcelona semiderruida, con la sombra ominosa de la Ciudadela (terminada el mismo año en que se firmaba el Tratado de Viena), y que se valió de las bases económicas y sociales establecidas desde la segunda mitad del siglo XVI y hasta la Guerra de los Segadores (y que el propio Garcia Espuche ha trabajado en su obra seminal, Un siglo decisivo: Barcelona y Cataluña, 1550-1640, Madrid, Alianza Editorial, 1998) para levantarse, junto al resto de Cataluña (binomio inseparable para el autor), y volver a ser una ciudad con una enorme vitalidad en las décadas posteriores al asedio. En medio está la Barcelona de la corte del rey-archiduque Carlos III, a la que siguieron llegando productos de todo tipo e incluso artistas y músicos, y la Barcelona del duro asedio, que (traduzco), «si tuvo fuerzas para resistir y capacidad para rehacerse relativamente rápido después de los hechos bélicos, fue precisamente por los fundamentos puestos anteriormente. Por descontado, aquella sociedad no necesitaba, para seguir avanzando, que una supuesta racionalización exterior viniera a abrirle los ojos y a marcarle, por la fuerza de las armas, la dirección de un futuro mejor» (citado en Albert Garcia Espuche, Barcelona 1700, Barcelona, Editorial Empùries, 2010).

El resultado es un libro muy valioso, lleno de historias de los habitantes de la Barcelona de antes, durante y después el asedio. Un libro que reivindica a una «sociedad asediada» y a una «sociedad de la fe pública», con los rituales que la acompañaron, del mismo modo que lo hacían la familia, la religión, el gremio, la parroquia, la compañía de la Coronela, el barrio y el orgullo de pertenecer a una ciudad con notables grados de participación o la defensa de las leyes del país y de los derechos conseguidos a lo largo del tiempo (traduzco de la p. 658). Una ciudad viva, muy viva; muy real y muy pública. Una sociedad, concluye Garcia Espuche, que en los aspectos fundamentales continuó siendo, incluso en aquellos 414 días de asedio, la misma sociedad de antes.

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