«Pero la Fortuna frustró su alegría y confianza en su descendencia y en la disciplina de su casa. Las dos Julias, su hija y su nieta, se deshonraron con todo tipo de vicios, y las relegó [...] soportó con bastante más resignacion la muerte de los suyos que su deshonor. La perdida de Gayo y Lucio no le dejó, en efecto, tan abatido, mientras que, en lo concerniente a su hija, informó al Senado sin estar él presente y mediante un escrito leído por un cuestor, manteniéndose además, por vergüenza, alejado durante bastante tiempo de toda reunión, y pensando incluso en matarla. Lo cierto es que cuando, por el mismo tiempo, una de sus cómplices, la liberta Febe, puso fin a su vida ahorcandose, Augusto declaró que habría preferido ser el padre de Febe.»
Suetonio, Vida del divino Augusto, 65 (trad. de Rosa Mª Agudo Cubas, Gredos, 1992).
Oigo como golpea en la puerta, con rabia, lloriqueando y balbuceando excusas que no puedo creerme. Pronto se cansará y si Livia no ha enviado a un par de guardias para que se la lleven, aunque sea a rastras, es porque aún no se le ha ocurrido. Pero lo hará, estoy seguro de ello. Y se la llevarán, ya está decidido. Que desaparezca, que se hunda en el lodo de su corrupción, no quiero volver a saber de ella. Ya no es mi hija, está muerta, muerta, muerta… ¿Me oyes? ¡Estás muerta! ¡Deja de golpear mi puerta, no pienso abrirte! ¡Vete, no te quiero aquí! ¿Es que no me oyes? ¡Márchate! Si no se marcha ahora llamaré a la guardia, no quiero escuchar ni un solo alarido más. Es peor que las perras que chillan cuando las matan cuando les llega la hora, que esos gatitos que maúllan cuando los meten en un saco y los lanzan al río para que mueran. Pero yo sólo tuve una hija, sólo una. Ni un varón, sólo ella. Y la quise tanto, oh, los dioses saben cuánto la quise...
Aún
recuerdo cuando la trajeron y la pusieron a mis pies para que la
reconociera como hija mía. Podía haberme negado, claro está: una niña no perpetúa la
sangre, pero ayuda a hacer buenos negocios. Livia me reñiría al oír
esto: ya te sale el usurero que llevas dentro, diría, parece mentira que
no hayas aprendido nada de la dignidad de tu padre. Dejo que murmure,
me hace reír con esa pose suya tan… claudia. Apenas conoció a mi padre,
era demasiado joven cuando lo mataron aquellos resentidos. Pero me gusta burlarme de ella. Soy
un julio maaaaaaalo, le susurro al oído mientras trato de hacerle
cosquillas en el vientre, algo que sé que le molesta. ¡Para!, dice
entonces, ¡viejo verde!, aunque no puede evitar que asome una sonrisilla bajo la
nariz. Luego le doy un beso, y aunque me gira la cara, ¿qué haces? ¿no
ves que están los criados delante?, al final deja de hacerse la remolona
y me abraza por la cintura, mientras los demás miran para otro lado.
Ella es así, se pone digna, o cree ponerse digna, y en el fondo es tan
tierna como un trozo de pan untado en miel. Qué pena que no hayamos
tenido más hijos, a los dos nos gustan los niños. Y lo mucho que me
alegran los días Gayo y Lucio; sobre todo cuando eran pequeños, con esos
juegos en el atrio en los que me incluía, para acabar haciendo el ganso
en el suelo ante la mirada burlona de su madrastra. Porque lo que es su
madre… ¡cállate ya, mujer! ¿No te das cuenta que no voy a abrir la
puerta? ¡No quiero escucharte más, me estás distrayendo de mis
pensamientos! Su madre… la mujer que fue y que ya no es mi hija, la arpía que me
va a destrozar la puerta como siga arañándola y golpeándola con ese
ímpetu… al Hades con ella. Su padre me trajo a Gayo y Lucio cuando nacieron y me los
entregó como si fueran hijos míos. Oh, Agripa, siempre fuiste leal y
generoso, pero ahí superaste cualquier expectativa. Me los diste para
que fueran míos, mis herederos, sangre de mi sangre… ¿Y tú?, te
pregunté, ¿quién heredará tu fortuna? Carraspeaste un instante para
luego echarte a reír, César, César, ¿vipsanios cuando pueden ser julios?
No te faltaba razón, y de cualquier manera aún puedes tener más, dije,… bueno,
pudiste tener uno más, el pequeño Póstumo, que será quien herede tu
nombre, tus bienes y tu casa. Pobre… no ha conocido a su padre y ahora
va a saber lo que ha hecho su madre… la deshonra que ha caído sobre la
familia. Me ocuparé de él, no sufrirá. Y cuando se enteren Gayo y
Lucio, ¿qué les voy a decir? Pero, pensándolo mejor, ya son mayores,
podrán soportarlo. Deben soportarlo, su madre no importa ahora, ¡sólo yo
debo importarles yo! ¡Y Roma, desde luego! Una madre ha de comportarse
como una mujer decente, ¡y si no lo es, desaparecer de la escena! Y que
sea dignamente, no como un mula aporreando mi puerta… ¡Sexto, Androcles! ¡Llamad a la guardia y que se la lleven de una vez! ¡Ya no lo
aguanto más!
No quise creerlo cuando Livia me lo contó en el desayuno. Saliendo
de noche, sola, sin doncellas; vestida con estolas amplias, tapándose el
rostro para no ser reconocida… yendo a casas de hombres que consideraba
honorables, ¡hombres casados, por todos los dioses! Entregando su… su
cuerpo, el vientre que dio a luz a mis herederos, refocilándose en el
vicio… ¡en el Foro, me han dicho, vendiéndose como una vulgar prostituta
para quien quisiera mancillar a la hija de César! Qué asco, ¡no sigas,
Livia! ¡No me cuentes más, no quiero escuchar no una sola palabra más!
¡No puedo creerte! ¿Julia? ¡Imposible, es mi hija! Sí, mi hija, ¿te
crees que no conozco a mi propia hija? Pero ella siguió hablando, con
voz pausada, sin apenas alterarse; la mirada baja, abriendo los labios
tímidamente para decirme que mi hija… mi queridísima hija… oh, no, no
puede ser verdad, seguro que se trata de otra mujer… no puede ser cierto
lo que me cuentas, ¡no! Pero ella siguió, impertérrita, sólo levantó la
mirada en una ocasión y lo que vi en sus ojos era determinación,
frialdad… y verdad. Descubrí que Livia no me estaba engañando, que no
quería hacerme daño, sólo me estaba contando la verdad. Lo supe al ver
sus ojos, que pasaron de ser glaciales a mostrar algo parecido a la
piedad. Y entonces no pude soportarlo, sentí las náuseas, el dolor
subiendo por el esófago, la vergüenza… Tiré el vaso de vino caliente
contra el suelo, me aparté de la mesa, di media vuelta dispuesto a no
seguir escuchando, a salir de aquella habitación, a desaparecer, a irme
adónde fuera, ¡no quería saber nada más! Y corrí por los pasillos,
buscando un rincón en el que esconderme. Me cubrí la cabeza con la toga,
invoqué a los dioses, les imploré para que no fuera verdad, por favor,
que todo sea una broma pesada… De pronto me hallé ante la puerta de la
habitación de Gayo y entré. No había nadie. La cama estaba deshecha, los
esclavos aún no habían hecho la habitación. Escuché pasos que se
acercaban, me entró el miedo y cerré la puerta. Oí como los pasos se alejaban y me apoyé en la puerta,
respirando entrecortadamente. Bajo la toga sudaba, notaba como caía el sudor por la frente, sentía las axilas húmedas, tenía el
corazón desbocado, un ruido sordo entró por los oídos, me faltaba… me
faltaba el aire… no podía respirar… oh, dioses… de mis ojos manaron
lágrimas de rabia y dolor, de incredulidad y vergüenza… tanta y tanta
vergüenza, me ahogaba con tanta vergüenza. No podía mantenerme en pie y
me dejé caer al suelo. Para cuando quise darme cuenta era un guiñapo
tirado al lado de la puerta, llorando, moqueando y babeando como un
niño, aullando lastimeramente… Me quedé dormido, no sé durante cuánto
tiempo: para cuando desperté la cama seguía deshecha, la habitación
vacía y yo tirado en el suelo, con la toga arrugada y tapándome los
oídos con ambas manos. Pero ahora todo era silencio.
No sé cuánto tiempo estuve en la habitación de Gayo. No vino nadie a
buscarme. Ni Livia, ni Gayo, ni un esclavo. Me sentí solo… y lo
agradecí. Podía pensar ahora que el dolor había menguado; no del todo, lo
sentía un poco, agazapado, esperando a poder salir y convertirme otra vez en un
pelele. Pero tomé la decisión de no dejar que el dolor me dominara. Ni
tampoco la vergüenza. Especialmente la vergüenza, que dio paso a la
cólera. Nunca había sentido tanta ira como en ese momento. Burlado, mi propia hija me
había burlado. Sangre de mi sangre. Y la culpa era de su
madre, estaba seguro. Escribonia… ya era una desvergonzada cuando me
casé con ella. Aquella fue una unión política: necesitábamos una alianza con
Pompeyo, y casarme con la hermana de uno de sus partidarios nos pareció
una buena idea… una temporal buena idea. Mecenas insistió: no es más que
un arreglo, dijo, tu padre sabía hacer arreglos, y sin duda consideraría que este es un buen arreglo. El tiempo justo para
tener al pirata en paz, con los mares en calma y las costas
seguras; y cuando hayan pasado unos pocos años te divorcias de ella.
Hazle un par de críos, no tienes herederos y Escribonia es de buena
familia y de fecundidad probada. Recuerda que le devolviste su hijastra a Antonio ¡y no la
habías tocado! Necesitas un heredero, nunca sabe que puede pasar. No
puedes arriesgarte a perderlo todo por el hecho de no haber tenido
hijos. Acuérdate de tu padre: hasta que no se fijó en ti no tenía heredero. No
me mires así, sabes que tengo razón; discúlpame el tono, pero tengo
razón. Cásate y deja preñada a esa mujer. Antes que Antonio haga lo
mismo con tu hermana, por cierto. Recuerda que Antonio tiene tanta sangre julia como
tú; más, de hecho, aunque no ha sabido sacarle partido al parentesco
con César. Y así fue: me casé con una mujer que me sacaba diez años
largos, le hice el amor con rabia y asco a partes iguales, me marché de
Roma dejándola embarazada, dispuesto a no dormir más en ese tálamo. Para qué, pensé después, cuando nació Julia.
Tanto esfuerzo para tener una hija. Pero cuando la vi, allí a mis pies,
con esas manitas, esos ojitos risueños, ese gorgoreo cuando posó su
mirada en mí y esa manera de reírse. Caí rendido. Mi niña, mi Julia.
No volví a ver a Escribonia: le envié una carta notificándole que la
repudiaba, pus ma parecía una mujer indigna de ser mi esposa, y me
llevé a la niña, que puse al cuidado de mi madre. Luego conocí a Livia
en aquella fiesta… y supe que ella sería la madre de mis hijos. Pero no
los tuvimos. Lo intentamos: por la noche la oía llorar cuando, después de hacerlo, me daba la
vuelta en la cama y procuraba dormir con rabia y humillación, incapaz
de entender por qué no podía tener hijos varones. Livia no decía nada,
sabía que la culpa no era de ella: le había dado dos hijos a Nerón, ¡si
hasta me casé con ella estando embarazada del segundo! Pero lloraba. Aún recuerdo cuando la vi por primera vez, en casa de mi padrastro, encinta de ese cerdo
de Nerón: supe que era ella, la mujer perfecta para ser la madre de mis
hijos, de mi heredero. Y tuve que resistir mis instintos para no
llevármela de aquella casa y hacerla mi esposa en ese mismo instante. Al día siguiente le
envié una carta a Nerón, ordenándole (sí, esa fue la palabra) que se divorciara de Livia por su
propio bien. Ni siquiera lo consulté con Mecenas y Agria, fue un
impulso. Luego me arrepentí e incluso llamé al esclavo para que fuera
corriendo a casa de Nerón a recuperar la carta antes de que éste la leyera.
Pero Nerón actuó antes: se presentó en persona en mi casa y pidió verme
en privado. Dudé. Pensé que iba a recriminarme que lo hubiera
insultado: a fin de cuentas, por muy inútil que yo considerase que era,
no dejaba de ser un respetable Claudio, casado con otra Claudia y
senador con una cierta posición en Roma. Me dejó sin palabras cuando,
con una sonrisa aviesa en el rostro, aceptaba encantado (remarcó) mi orden. Por
supuesto, querido Octaviano (nunca me llamaba César, como los demás, y
debió de pensar que en una situación tan incómoda como aquella no me
atrevería a censurarle). Estaré encantado de acceder a lo que propones,
no habrá ningún problema. Untuoso, se acercó a mí; nervioso, retrocedí,
chocando con la mesa de mi despacho. Me sentí acorralado. Me complace
que hayas pensado en mí, Octaviano, continuó, para entablar una alianza
política de este calado. ¿Perdóname? ¿Alianza? Mis balbuceos le
sorprendieron. Por un momento se quedó con la boca abierta. No acabo de…
perdóname, Octaviano, no entiendo… Y lo vi en sus ojos: el muy cerdo
pensaba que quería aliarme con él, contar con sus influencias entre
las familias nobles que hasta entonces me aceptaban con miedo pero no me
apreciaban. Sabía muy bien cómo me miraban en las reuniones del Senado y
en algunas cenas en casa de mi padrastro. Con menosprecio pero también
con temor; a fin de cuentas, tenía el apoyo de parte de las legiones de
mi padre. E Italia a mis pies. Viendo el rostro de sorpresa de Nerón
sentí que la risa subía desde mi estómago. Valiente mamarracho, pensé.
Reprimí las ganas de reírme en su cara, pero debió de notar cómo mi
rostro había cambiado y retrocedió un paso, incluso bajó la mirada un
par de veces (siempre me ha gustado eso). Me parece que no me has comprendido, Nerón, le dije, no
deseo entablar una alianza contigo. No me sirves de nada. Sólo quiero a
tu esposa. Y la quiero ya. Nerón me miró con los ojos desencajados, en
ese momento comprendió lo que estaba sucediendo. Y aunque la rabia asomó
en su mirada, la determinación de mi rostro, el divino refulgir de mis
ojos debieron de impresionarle, estoy seguro. Cogí un papel de la mesa y
le ordené que firmara: una carta de divorcio. Y que saliera de mi casa,
fuera a la suya y me enviar a Livia, al instante; no era necesario que
hiciera el equipaje, ella tendría todo lo necesario en mi casa. Ya te
enviaré al niño cuando nazca. Y así fue. No la toqué hasta que dio a luz
a Druso, pero al cabo de unos días le hice el amor apasionadamente,
mientras entre gemidos le susurraba al oído tú serás la madre de mis hijos, tú parirás a
mi heredero. Lo intentamos, pero no llegó ese hijo. Livia lloraba por
las noches. Me sentí humillado. No le dije nada, ella tampoco habló.
Seguimos intentándolo pero al cabo de unos años, con la misma
naturalidad con la que hacíamos el amor, dejamos de pensar en ello. Y no
pasó. Pero yo amaba a Livia; la sigo amando incluso ahora, tirado en el
suelo, los oídos tapados con ambas manos, rodeado por el silencio. Y
del mismo modo que dejé a un lado la humillación que sentí por no tener
hijos con Livia, ahora aparto de mí la vergüenza por lo que ha hecho mi
hija. Y siento la cólera. La ira de quien se siente burlado por una hija
que no merece más que un castigo por sus acciones.
Recomponiéndome la toga y saliendo de la habitación del nieto que al
mismo tiempo es mi hijo, supe entonces lo que tenía que hacer. Entré en
mi despacho y llamé a gritos a mi secretario. Le dicté dos cartas: una
al senado, comunicando que se había descubierto una conjura en la que
estaba implicada mi hija y una serie de senadores y caballeros –la lista
de nombres que podía recordar de entre los que me había comentado Livia
en el desayuno; más tarde ataré los cabos sueltos–, que debían ser
arrestados y juzgados por haber vulnerado mis leyes morales; y la
segunda, más escueta, para mi hija, comunicándole que rompía su
matrimonio con mi hijastro Tiberio (que los dioses lo conserven mucho tiempo en su isla) y que se la castigaba con el
destierro de Roma; esa carta la conminaba a recoger la ropa y lo que pudiera
necesitar para el viaje a Pandetaria, un islote rocoso en el que iba a
pasar el resto de sus días. Le prohibía acercarse a mi persona y, ya que
no había demostrado decencia cuando había vivido en libertad, esperaba
que lo hiciera ahora que se veía privada de ella. Sabía que no tardaría
en acudir a mí, llorando e implorando clemencia. Clemencia… se me
llenaba la boca de bilis sólo de pensar en concederle clemencia. Ordené a
mis esclavos que cerraran la puerta de mi despacho y que no dejaran
pasar a nadie hasta que vinieran a llevarse a mi hija. Y que no quería
volver a oír su nombre en mi casa, jamás. Le envié también un mensaje a Livia,
rogándole que no saliera de sus habitaciones, aunque estoy convencido de
que ha oído el estrépito delante de mi despacho y que habrá tomado las
medidas adecuadas.
Oigo como quien fue mi hija, sangre de mi sangre,
aporrea la puerta, pero no voy a ceder. Dioses inmortales, sabéis que no
voy a ceder. Acepté vuestra voluntad, el doloroso designio de que no
voy a tener un hijo; pero no pienso ceder en esto. Mi sangre corre por
las venas de mis nietos, de los hijos de esa mujer, y que desde que
nacieron también son mis hijos por adopción. Mi voluntad es clara, mi
herencia asegurada y el bienestar de Roma perdurará por encima de las
calumnias y ofensa que me ha causado esa mujer. No voy a ceder, no me
miréis así porque no voy a ceder. Y ya puede chillar esa mujer tanto como quiera, pues lo único que va a abrir son las puertas del Hades…
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