Quizá a más de un lector le sorprenda el
subtítulo («la miseria de la filosofía») de esta biografía sobre uno de
los romanos que mejor «prensa» ha tenido. «¿Cómo?, paréceme oír, ¿Marco
Aurelio y miseria en una misma frase? ¡No puede ser, es prácticamente un
oxímoron!». Pero Augusto Fraschetti (1947-2007) no duda en llegar a tal
conclusión. ¿Por qué?, se dirá. Para tal empresa he aquí un libro que
induce, de entrada, a dejar de lado nuestros apriorismos y a
reflexionar. La tarea no es demasiado complicada habiendo cuenta de que
contamos con numerosas fuentes sobre el emperador-filósofo: además de
sus Meditaciones, que en el libro I ofrece pistas sobre su propia biografía,
contamos con textos casi coetáneos como la Historia romana de Dión
Casio (o en el epítome conservado por el monje bizantino Juan Xilifino
en el siglo XI), las biografías de Adriano, Antonino Pío, el propio
Marco, Lucio Vero y Cómodo en la Historia Augusta; la Historia del
imperio romano después de Marco Aurelio de Herodiano, la correspondencia
de Frontón (tutor de Marco), los epítomes de época tardía (Eutropio,
Aurelio Víctor), los textos de Galeno (su médico de cabecera), los
discursos de Elio Arístides, la epigrafía, los papiros conservados en
Egipto… fuentes no nos faltan, pues. Y de ellos se desprende, en una
primera lectura, una imagen benévola de Marco Aurelio (en el caso de la
Historia Augusta, la Vita Marci es un espejo en positivo de la Vita
Veri, considerado un «depravado»). Por tanto, ¿por qué ese subtítulo,
por qué esa «miseria de la filosofía»?
Busto de Marco Aurelio, Metropolitan Museum of Art, Nueva York. |
La clave está en las propias fuentes, que requieren una lectura y un
análisis crítico. Ese es el empeño de Fraschetti en este libro, una
primera versión que no le dio tiempo a revisar, pues murió cuando lo
hubo redactado. Como comenta Javier Arce, traductor al castellano, en el
prefacio, una revisión del texto por parte de Fraschetti habría
corregido algunas repeticiones e incluso incongruencias (como el hecho
de que diga, en cuanto a los testimonios, que va a tratar algunas
fuentes que posteriormente olvida comentar), pero nos queda un libro
amplio y lo suficientemente completo para que el autor pueda leerlo y
encontrar respuestas a las preguntas que se pueda plantear. De la
lectura de esas fuentes, decíamos, además de textos cristianos que
recogen procesos y martirios, como los acaecidos en Lugdunum (Lyon) en
el año 177, nos permiten aproximarnos con mayor detalle a la figura y el
reinado de un emperador que ha gozado siempre de una buena imagen en el
imaginario colectivo; quizás la muestra más evidente sea el retrato que compone Alec Guiness como Marco Aurelio en la película La caída del
Imperio Romano (Anthony Mann, 1964). Pero para Fraschetti el balance de
la figura del emperador-filósofo no es tan positiva: ni fue tan buen y
preparado soberano que llegó al poder a la ya madura edad de cuarenta
años, ni tan buen colega de Lucio Vero, ni un administrador eficaz de la
finanzas imperiales, ni tampoco un buen estoico. Para el autor
italiano, la tradicional historiografía exalta y prácticamente asciende a
los altares (como los antiguos hicieron divinizándolo) a un emperador
que militarmente arruinó al Estado con una serie de campañas ofensivas
en una zona que no lo requería (el limes danubiano) y que se dejó llevar
por sus prejuicios contra los cristianos, a los que persiguió con unos
decretos que significaban una ruptura respecto la política prudente y
emprendida por Trajano, Adriano y Antonino Pío, y que permitió las
persecuciones en Asia Menor y la Galia por parte de sus subordinados.
El breve libro de Fraschetti (apenas 270 páginas) es sin embargo muy rico en detalles e interpretaciones. Además de aportar un estudio (inacabado) de las fuentes sobre el emperador y un estimulante repaso de la historiografía del personaje, Fraschetti incide en aspectos como la propia concepción de la dinastía Antonina: frente a la concepción habitual de un imperio adoptivo, basado en la elección «del mejor», siguiendo el ejemplo primero de Nerva –que adoptó a Trajano–, el autor italiano incide en la cuestión de que la sucesión hereditaria, que fue la clave de las precedentes dinastías Julio-Claudia y Flavia, ya estaba presente en Trajano –el Panegírico de Plinio el Joven animaba a este emperador a escoger a un heredero de su propia sangre o familia–, que finalmente escogería a un pariente, Adriano, casado con su sobrina-nieta, Vibia Sabina. Sería la sucesión por medio de los matrimonios de Adriano y Antonino Pío con mujeres de la progenie de Trajano (a través de su hermana Ulpia Marciana), la que daba legitimidad dinástica los sucesores de Trajano; en el caso de Marco Aurelio y Lucio Vero (este último hijo de un protegido de Adriano, destinado a ser su sucesor de no haber muerto prematuramente), la asociación al poder, y por tanto a la herencia imperial, fue mediante matrimonios en el seno de la misma familia: así, Marco se casaría con la hija de Antonino Pío, Faustina (la Joven) –después de romper una promesa de matrimonio con una Ceionia [debería ser Ceyonia] Fabia, hija de aquel Lucio Ceionio [Ceyonio] Cómodo, adoptado por Adriano como Lucio Vero, frustrado heredero de Adriano y con quien éste quería casarla (para fortalecer aún más los lazos entre ambas familias), mientras que el joven Lucio Vero fue casado con la propia hija de Marco, Lucila.
Estatua ecuestre en bronce de Marco Aurelio, Piazza del Campidoglio, Roma. |
En otro orden de cosas, Fraschetti reevalúa la relación de Marco con Lucio Vero, su colega de púrpura, retomando la vieja idea del «doble principado», como cuando Augusto compartió el poder con Agripa y posteriormente con Tiberio, o el reinado de Vespasiano, que asoció a su hijo Tito al poder. Hay diferencias para el caso de Marco y Lucio, no obstante: a diferencia de Augusto y Vespasiano, que siempre mantuvieron una preeminencia respecto a las personas que compartieron el poder con él (Tiberio asumió la potestad tribunicia, pero no los poderes totales de Augusto, y Tito era considerado un césar, pero no un augusto), los sucesores de Antonino Pío eran iguales en cuanto al poder que ostentaban. Su colegialidad imperial sí fue pareja, a diferencia de los anteriores precedentes, ambos detentaron poderes absolutamente idénticos y paritarios, como destacaba la Historia Augusta: «ellos, por tanto, se pusieron inmediatamente a gobernar juntos, con poderes idénticos. Y fue entonces cuando primera vez el Imperio romano tuvo dos Augustos, ya que hasta entonces cada emperador, al que se le había dejado el Imperio, no lo había compartido con ningún otro» (HA, Marc., 7, 6). Destaca la tradición, sin embargo, que el Senado quiso que en realidad sólo hubiera un Augusto, aunque Marco insistió en asociar a Lucio Vero. Fraschetti analiza las fuentes y llega a la conclusión de que Lucio Vero fue finalmente el estorbo que Marco tendría que soportar hasta la muerte de Lucio en el año 169. Un estorbo que al mismo tiempo. Las campañas contra los bárbaros del Norte desde el año 168 distanciaron a ambos augustos en cuanto a la concepción imperial de la frontera septentrional. Lucio, un militar capaz en la guerra pártica (162-166), a despecho de la tradición en su contra –con un relato que potenciaba una imagen de Lucio como alguien disoluto, depravado, amante de mujeres de baja estofa y militarmente incompetente, dejando en manos de sus subordinados (entre ellos Avidio Casio) las operaciones bélicas; un retrato procedente de la biografía falsaria en la Historia Augusta, escrita por alguien como Mario Máximo, que exaltaba la figura de Marco, en oposición–, en cuanto a la guerra contra cuados, yázigues y marcomanos mostró divergencias con su imperial hermano. Mientras que Marco planeó una serie de campañas de conquista allende el Danubio, que configurarían a la postre dos provincias (Sarmatia y Marcomania) que no existirían más que de nombre, Lucio fue más cauto, siguiendo la tradición de Augusto (y sus sucesores) de no ampliar los límites del Imperio, teniendo en cuenta los gastos que suponían para las finanzas (por el establecimiento de tropas acantonadas y que debían ser avitualladas de víveres y materias primas), además del trauma que aún pesaba tras el desastre de Varo en el bosque de Teutoburgo (9 d.C.).
Detalle de la Apoteosis de Lucio Vero, Éfeso, conservado en el Ephesos-Museum, Viena. |
Lucio, consciente de que «la situación no estaba en absoluto
pacificada, al contrario que Marco Aurelio, quería poner fin a una
política expansionista o incluso imperialista, como era la propugnada
por Marco, para establecer preferentemente negociaciones diplomáticas
con los bárbaros del Norte que amenazaban continuamente atravesar el Rin
y el Danubio, evidentemente con la intención, en la idea de Lucio Vero,
de dar mayor seguridad a las fronteras de las provincias romanas que
tenían la mala suerte de encontrarse en las cercanías de estos dos ríos»
(p. 114). Ello nos lleva a preguntarnos: ¿por qué esa política
imperialista de Marco en el norte? ¿Quizá por envidia a los éxitos de su
hermano en la guerra contra Partia? ¿Cómo considerar, además, las
campañas posteriores al affaire Avidio Casio? ¿Cabe etiquetar de
«verdadero chantaje» (p. 223), como afirma Fraschetti, los acuerdos de
Marco con los yázigues en el año 178, cuando les amenazó con aliarse con
sus rivales cuados para que aceptaran un tratado que impondría un
protectorado en la zona? ¿Cabe suponer lo mismo para las durísimas
cláusulas del tratado con los marcomanos? ¿Hasta dónde llegaba el
alcance de las campañas finales de Marco Aurelio? Resulta interesante
destacar que estas campañas fueron devastadoras para las finanzas
imperiales y que el hecho de que Cómodo llegara rápidamente a un acuerdo
con los bárbaros del Norte no sería, si seguimos la tradición, una
política cobarde, sino la constatación lúcida de que el esfuerzo militar
era inasumible, que no se podía mantener a cientos de miles de soldados
en permanente estado de alarma en el Danubio. La pésima imagen de
Cómodo en las fuentes del período –básicamente Mario Máximo, Dión Casio y
Herodiano– sería la particular venganza de aquellos que trataron de
denigrar a Cómodo por finiquitar la política imperialista de su padre.
Un retrato que también trataría de destacar la «culpa» que sintió el
propio Marco (insistimos, según las fuentes) por la elección de Cómodo
como sucesor. Pero tal sugerencia, insiste Fraschetti, no se sostiene
con una crítica a fondo de las fuentes, que destacaban que Marco ansiaba
la sucesión imperial de su hijo, por encima de la opinión de hombres
como su cuñado Claudio Pompeyano (que, atizado por Lucila, tendría sus
propias ambiciones de asumir la púrpura, también como una «dote» por su
matrimonio con ésta). Marco, de hecho, asumía la idea de que la sucesión
sería efectiva por un miembro de su propia familia, como siempre fue
efectiva en toda la dinastía que desde Trajano y en adelante gobernó el
Imperio.
Campañas contra los marcomanos y yázigues (171-175). |
Además de destacar el conservadurismo de Marco Aurelio en las
cuestiones sociales –ya en sus rescriptos y en los edictos imperiales se
percibe la primera noción de la distinción entre honestiores (senadores
y caballeros) y humiliores (la plebe, en sus diversas gradaciones),
estableciendo para un mismo delito penas más duras para estos últimos–,
una mirada sesgada sobre la esclavitud (como buen estoico admirador de
Epicteto, un esclavo) y los libertos, en comparación con los sectores
más desfavorecidos entre los libres, y de comentar el hecho de que es
con Marco –y no con Cómodo o Septimio Severo, como se ha considerado en
la historiografía moderna– cuando se produce una importante devaluación
del denario y el establecimiento de tasas (la militaris annona) que
afectaban a toda la población del Imperio, incluyendo a los itálicos,
que perdieron sus privilegios fiscales, Fraschetti trata con detalle la
cuestión de los cristianos. Y aquí es donde el subtítulo «la miseria de
la filosofía» adquiere su sentido (o el sentido que quiere darle el
autor italiano). Cierto es que, en función de la documentación que
tenemos de la «tolerancia» de los emperadores precedentes –por citar
ejemplos, la carta de Plinio el Joven a Trajano y la respuesta de éste
(cartas 96 y 97) o el rescripto de Adriano a Minucio Fundano (recogido
por Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica; véase al respecto un
artículo de Cristóbal González Román)–, el cambio que suponen los
«nuevos decretos» de Marco Aurelio, emitidos en torno al año 176 (que
los gobernadores provinciales puedan expresamente buscar y castigar a
los cristianos, a diferencia de la política interior de sólo castigar si
los reos persistían en sus actitudes), choca con ese «humanitarismo»
del que hace gala el emperador en sus Meditaciones. Siendo Marco un
hombre que no daba señales de temer a la muerte, sino que se preparaba
desde bien joven, dentro de la filosofía estoica, a aceptarla y
someterse a ella, llama la atención que considere con tanto desprecio a
los cristianos, que a fin de cuentas veían también la muerte como una
liberación de los males en este mundo (y la esperanza cuando no la
certeza asumida de que en el seno de Cristo en el más allá estaba la
salvación). Para Marco, la ausencia de una «reflexión» sobre lo que
realmente significaba la muerte y el excesivo apego por lo que (él
consideraba) la «teatralidad» ante el martirio, eran elementos que le
desagradaban de los cristianos, y quizá en ellos esté la explicación de
su dureza. Fraschetti aporta el relato de los apologetas cristianos en
torno a los martirios de Justino en Roma (ejecución ordenada por Quinto
Junio Rústico, prefecto urbano y que, en su opinión, actuó a instancias
de Marco durante su ausencia en torno al año 168, los mártires de Asia
Menor (en torno a 177) y, especialmente, los mártires de Lyon (177),
recogiendo una carta de la iglesia cristiana en Lyon a sus hermanos de
Asia y Frigia (y que reproduce en su totalidad Eusebio de Cesarea). Para
Fraschetti, las actas de esos martirios demostrarían la escasa cuando
no nula piedad de Marco Aurelio respecto a los cristianos:
«La circunstancia gravísima consiste en no haber comprendido de ninguna manera los ideales profundos en los que se sostenía el cristianismo (la tendencia a una mayor justicia social, una actitud más humana respecto a la esclavitud, el mismo modo de entender y soñar un “nuevo mundo”), y haber dado crédito, por el contrario, a las acusaciones más infamantes que se les atribuían a los cristianos (el infanticidio, el canibalismo, las uniones incestuosas), así como lo creía la masa ignorante que él mismo despreciaba desde lo más profundo de su alma; y esto no puede ser considerado un título de honor para un soberano que no parecía estar muy interesado en el mundo que le rodeaba ni a los problemas que ello debería haberle suscitado, mientras que estaba dedicado más bien a las largas y extenuantes disputas filosóficas que mantenía con sus amigos más complacientes […]» (pp. 252-253).
Quizá el lector se pregunte qué grado hay de apología cristiana en
el propio Fraschetti, algo que Javier Arce descarta al mencionar en el
prefacio que el italiano no era «que me conste, practicante católico,
sino más bien escéptico, racional. Por eso se indigna ante la
persecución de los cristianos […], denunciando la hipocresía del
emperador y la de sus partidistas defensores, empezando por los
antiguos» (p. 16).
Como se puede comprobar, estamos ante un libro que es corto en cuanto al número de páginas, pero lleno de datos y numerosas interpretaciones de la figura y el reinado de Marco Aurelio. Sin duda es un libro que algunos considerarán provocador, pero que, tras su lectura, pocos podrán decir que no nos aporta una imagen más compleja y diversa de un emperador con, decía al principio de esta reseña, tan buena «prensa». Y eso ya es todo un aliciente.
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