Las dos primeras secuencias de La gran belleza
de Paolo Sorrentino ya nos deja claro qué vamos a ver en las casi dos
horas y media de película: si la primera nos traslada al Gianicolo, uno
de las colinas a las afueras de la Roma histórica (y con unas vistas
estupendas, como todos los que han/hemos viajado a Roma habrán podido
comprobar), en el que la belleza visual de lo que se muestra (con un
cierto manierismo en la forma), la siguiente escena rompe con ese
escenario casi bucólico: una fiesta en el que se mezclan personajes de
diversas edades, al son de la música más chillona y la estridencia que
cada uno puede aportar, y que nos recuerda que la Roma (por no decir
Italia) de hoy es pasto de vulgaridades berlusconianas que van más allá
de un magnate y político... y que, en el fondo, no anda muy alejada de
personajes y situaciones del cine de Federico Fellini, ya sea en La Dolce Vita, Giulietta de los espíritus, La strada o ese homenaje particular a la Urbe que es Roma
(1972), que es inevitable evocar. Pero quedarse en la herencia de
Fellini (más que el homenaje o la reminiscencia) sería no ver las
múltiples y personales virtudes de la película de Sorrentino, que no se
limita a seguir la senda trazada por el gran Federico. No, La gran belleza tiene espíritu y, valga la redundancia, grandeza propia.
En realidad, el cine italiano de toda la vida, del neorrealismo de
Rossellini, Visconti o De Sica tiene tanta influencia en esta película
como las comedias de Alberto Sordi, Marcello Mastroianni y Sophia Loren, o
Ugo Tognazzi. Sería pedante (y ya voy camino de ello en lo que llevo
escrito...) rastrear ese cine que en manos de Fellini podía llegar a la
acidez y la sátira más descarnada, y que ahora parece inexistente, o más
bien algo devaluado, en manos de tipos como Nanni Moretti (dejemos a un
lado el histrionismo de Roberto Benigni). Pero es evidente, y
perdonadme la cacofonía, está muy presente. No es casual que el
protagonista (¿o quizá el maestro de ceremonias?) de La gran belleza
sea un personaje como Jep Gambardella (Toni Servillo), escritor y
entrevistador, autor de una novela que queda en el recuerdo lejano de
muchos; ave nocturna ("cuando ustedes se levantan, yo me voy a dormir"),
que de noche en noche, de paseo en paseo por las calles de una Roma
apagada, de fiesta en fiesta, de palazzo en palazzo,
nos muestra una ciudad, una Roma diferente a la que el turista ("el
habitante más feliz de la Roma de hoy") está acostumbrado. A su manera,
Jep es testigo, juez y al mismo tiempo jurado de la Roma que le rodea:
una ciudad que no es generosa con sus moradores (ese Romano, autor
teatral, que acaba "decepcionado"), que esconde sus tesoros más valiosos
en palacios de ancianas principesse
que juegan a cartas, mientras un tipo con bastón y un maletín lleno de
llaves los enseña de noche. Una ciudad que no se muestra como la típica
estampa de monumentos e iglesias, sino que se callejea, se husmea en
rincones y lugares más desapercibidos. Sorrentino, con todo, no se
dedica a hacer un catálogo de sitios y lugares ocultos, una visita
testimonial para turistas exigentes; esta es una película sobre Roma,
sí, pero también sobre personajes y sobre la búsqueda de esa grande bellezza
que Jep conoció de joven, cerca de un faro que iluminaba su rostro
cuando ya era casi de noche, y que cuarenta años después sigue
persiguiendo.
Personajes, decía; eso es lo interesante de la película de Sorrentino.
Personajes histriónicos como Lello, que con su traje a medida parece un
Sazatornil a la italiana; Romano, el autor teatral a quien nadie
escucha; Dadina, la editora enana que le da trabajo a Jep y conserva en
su escasa estatura más sabiduría que una pléyade de personas de estatura
normal; Ramona, que a sus cuarenta y dos años sigue practicando el streap-tease
en el local de su padre, y que encuentra en Jep un cicerone personal y
un amigo que necesariamente no quiere acostarse con ella; Viola, la
señora preocupada por la salud mental de un hijo, Andrea, de melena
larga y mirada perdida; Stefania, la escritora y colaboradora de
programas de televisión que mira por encima del hombro a Jep y los demás
amigos que se reúnen en casa de éste... hasta que escucha la "verdad"
de su propia vida; ese cardenal que huele a papable y cuyo tema de
conversación son recetas de cocina; Sor Maria, "la Santa", anciana que
supera el siglo, idolatrada (y cosificada) por todos, y cuyo lema no es
preocuparse por la pobreza, sino vivirla (y eso incluye alimentarse
raíces y dormir en el suelo); esos condes Colonna que viven humildemente
en un piso y alquilan su presencia en ceremonias y actos de postín,
metáfora muy felliniana de la decadencia de un estatus (y que tiene como
corolario a esa condesa que acude de noche a un palacio-museo que
perteneció a su familia y recuerda su infancia en la audioguía para
turistas de una estancia que ya no le pertenece)... Son muchos los
personajes que aparecen en esta película de mirada poliédrica, con un
Jep que se debate entra el (aparente) dolce far niente
de un hombre que da la imagen de dedicarse simplemente a entrevistar
personas y acudir a fiesta, y la melancolía de un tiempo, un lugar, un
espacio mental que ya no se estila en este presente de ruido y
vulgaridad.
La gran belleza es una película que se ve como una sucesión de estampas y
al mismo tiempo es la preciosa historia de un personaje como Jep,
alguien que juega con la etiqueta de la indolencia, que cae en la
contradicción personal (la secuencia del funeral) y que nos emociona con
su mirada. Grande el trabajo de Toni Servillo, tan grande como el
propio personaje y al servicio de una historia que atrapa al espectador
en la butaca ya con las primeras imágenes... para sacudirlo con lo que
sería injusto etiquetar como un baile de freaks y situaciones que son muy reales, muy romanas e incluso muy italianas
(toma topicazo). Queda en Sorrentino el talento de coser esa serie de
lugares, personajes y pequeños dramas para definir una película que hace
honor a su título: una gran belleza.
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