Habíamos dejado el 5º volumen de
la saga con las cenizas de un cuerpo decapitado en una playa de Pelusium. El
lector seguidor de la saga, y el aficionado a la historia, sabe perfectamente
de quién se trata. El 6º volumen comienza con su antagonista (adversario,
rival, pero no enemigo), Cayo Julio César, dirigiéndose hacia el sur del ya
Mare Nostrum, a tierras egipcias, en persecución del derrotado; y ya de paso, a
cobrar ciertas deudas que los Ptolomeos tienen con Roma y a poner un poco de
orden. Es curiosa la llegada de César y su escaso séquito (en comparación con
el que se supone que debe tener el nuevo amo del mundo) a Alejandría: nadie les
recibe, nadie les espera. Ninguno de los dos reyes, Ptolomeo XIII y Cleopatra
VII, peleados entre sí, está en Alejandría. Y pasan los días, mientras el
pueblo alejandrino, propenso al tumulto, a la rebelión y a la violencia (como
la dinastía ptolemaica bien sabe), comienza a actuar con la mosca detrás de la
oreja. Finalmente llegan los asesinos del Gran Hombre hasta entonces: el
mayordomo Poteino, el tutor Teódoto, el general Aquilas. Y con ellos la cabeza
del Gran Hombre, confiando en satisfacer a César. Pero a César no le satisface
el envenenado regalo. ¿Cómo se atreven esos bárbaros egipcios a asesinar a
quien fuera su yerno, a cortarle la cabeza, a quedarse con su anillo? ¡Que
Júpiter maldiga su estampa, que caiga la cólera de Roma sobre ellos!
El caballo de César de Colleen McCullough (2002) es un volumen cuyo clímax es el asesinato de César. Debe serlo. El lector sabe que llegará, inevitablemente. Conoce de sobra la historia: en los idus de marzo del año DCCX Ab Urbe Condita, o 44 a.C., Cayo Julio César, dictador perpetuus, fue asesinado por un grupo de senadores, veintitrés para ser exactos, que lo apuñalaron hasta la muerte, en pos de un ideal: salvar a Roma de un tirano, de quien pretendía erigirse en rey, de quien había sepultado la libera res publica en Farsalia, Tapsos y Munda y ahora pretendía viajar a la conquista del vasto imperio parto con una diadema real en sus sienes. Este es el final lógico de la saga, se podría decir. Pero curiosamente cuando se produce la escena, no menos impactante por ser más conocida (y con alguna que otra divergencia respecto a lo comúnmente transmitido), al volumen le quedan trescientas páginas más. ¿Qué pasará ahora?, se dirá el lector. ¿Cómo continuar con una novela, con una saga, cuando el gran héroe ha muerto? Bien, quizá éste sea el menor de los problemas, pues para el lector hispano el gran problema, el enorme defecto de este volumen, es su traducción. Su edición en castellano, si me apuran. Quizá no recuerde un libro con tantos errores de traducción, con tanta falta de criterio precisamente a la hora de traducir, con tantas erratas tipográficas, con tanta desidia en la corrección, con tantos argumentos para que el lector tire el libro por la ventana, se maldiga por haber pagado 22,5 € (en 2003) y clame contra el cielo. Porque, además, el libro no se lo merece. No es el mejor de la saga, ni de lejos; los cinco anteriores son superiores. Pero no se merecía este maltrato, pues es una buena novela. Muy buena en sus primeros dos tercios; el tercio final, ya sin César, no está a la altura, y no porque falte el héroe, sino porque las guerras civiles de los años 44-42 a.C., con la derrota republicana en Filipos de colofón, son pesadas, excesivamente dependientes del relato de Apiano y Dión Casio, erráticas y, a ratos, aburridas.
Cayo Julio Cesar Dictator |
Pero no sucede lo mismo con las
casi seiscientas páginas anteriores. César vencedor, pero no un César infalible.
Si acaso los errores cometidos en la guerra alejandrina lo demuestran; si acaso
el permitir que Catón, Labieno, Metelo Escipión, Afranio, Petreyo, los hijos de
Pompeyo y gran parte de los republicanos supervivientes a Farsalia se refugien en la provincia de África y
forjen la resistencia. Una resistencia a la postre inútil, como Tapsos y, un
año después en los campos hispanos, demostraría. Pero César ya no tuvo rivales
de peso. La oposición sana, necesaria y deseable que todo político romano debía
tener para dar peso a su preeminencia, no existe. Y César se lamenta. Y también
considera que tiene ante sí una tabula rasa. Empezar de cero. Remodelar Roma.
Construir un nuevo orden. Sin la oposición cerril de los boni. Pensando en un imperio mediterráneo, no en una ciudad-Estado.
Una nueva Roma, un mos maiorum
adaptado a los nuevos tiempos. Pero César no es consciente de que tantos
cambios no pueden ser aceptados por enemigos perdonados (pero no olvidados),
aliados dubitativos y compañeros de armas que se sienten desplazados ante el
nuevo Gran Hombre. Y es en la forja de la conjura que finalmente asesinó a
César donde destaca lo mejor de este volumen: McCullough se centra en los
mariscales (disculpen el anacronismo) de César, en Décimo Bruto y en Cayo
Trebonio en concreto. En hombres elevados por César desde una aurea mediocritas como Décimo, o creados
prácticamente de la nada como Trebonio. Hombres para quienes César lo ha sido
todo y les ha dado todo, pero que no pueden perdonarle que incluso en la hora
del triunfo disponga de ellos como subalternos, nunca en igualdad de
condiciones. La conjura surge de ambos lugartenientes de César, del despecho,
del sordo rencor, de un orgullo herido. Casio y Marco Bruto son relumbrones,
nombres que den más prestigio a la empresa, pero no son el alma de la conjura.
Es interesante como la esencia de la conspiración surge de los hombres más
leales a César. De sus más fieles seguidores.
Joven Cayo Octavio |
Quizá al lector también le llame
la atención el papel de un Marco Antonio desafiante ante César, especialmente
patán, salvaje, dispuesto incluso a asesinar a César en un momento y, surgida
la chispa de la conjura, a no denunciarla, a aprovecharse de ella. La
interpretación literaria de la conjura y de sus meses previos nos muestra a un
Antonio que ha roto con César, que de hecho ya lo había hecho años atrás,
promoviendo el motín al regreso de César de Egipto y Anatolia (veni, vedi, vici). Quizá también le
sorprenda la imagen de una Cleopatra alejadísima del tópico de la belleza
hollywoodiense, de los ecos del cine, de unja literatura que la ha mitificado.
La relación entre César y Cleopatra es intensa, pero no romántica, y el primero
asume más el rol de un hermano mayor, de un tutor a menudo complaciente, más
que el de un amante deslumbrante. MCullough ya mostró en César una Cleopatra
frágil, a la que le falta madurar, y en este volumen (y el siguiente), veremos
a una reina de Egipto inconstante, errática en su gobierno, inmadura en muchos
aspectos.
Todos estos elementos, y desde
luego algunos más, convierten este 6º volumen, al menos en dos tercios del
mismo, en una muy buena novela (a pesar de su atroz edición castellana). César
debe morir para que la
Historia venza. Y de su muerte surge la guerra civil, la
discordia, los ejércitos recorriendo Italia de norte a sur. Un heredero:
repelente Cayo Julio César Octaviano (aka Cayo Octavio), pronto Divi Filius;
frente a él, un león, un Antonio que ve llegado su momento; y frente a ambos,
magnicidas y neutrales, asesinos y hombres como Cicerón que creen reverdecer
sus laureles. Pero en este tercio final, la novela pierde intensidad. La
ausencia de César, a pesar de su hiperpositiva imagen, del empacho que puede
tener el lector ante tal atracón de perfección (y, de hecho, tampoco es tanto),
se echa de menos. Un personaje total como él no puede desaparecer sin más y que
su ausencia no sea percibida. También es cierto que para este lector que
escribe, el período de tiempo desde los Idus de Marzo hasta Filipos tiene menos
interés, es complejo por la sucesión de ejércitos en liza, por el número de
rivales por el poder, por el caos que conlleva.
Y es, sin embargo, un período
esencial: la forja de un triunvirato legalizado e institucionalizado, que no se
romperá hasta mediados de los años 30
a.C., preludio de la guerra civil definitiva. En este
tercio de la novela, Casio y Bruto me llegan a hastiar, especialmente en el
episodio final; tengo la sensación de que McCullough ha alargado en exceso ese
tramo final. Y entiendo sus motivos para terminar en Filipos, a finales del 42 a.C., y para finalizar la
saga ahí (probablemente en sus intenciones no estaba escribir un 7º volumen).
Muerto César, muertos sus asesinos, muerta la República en sí, la saga
ha llegado a su lógico final. La
Roma que se disputan los Mario, Sila, Pompeyo, Craso, Clodio,
César, Antonio… es otra. Y aunque aún no ha aceptado la idea de un solo
gobernante, va camino de ello.
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