Cuando se publicó la traducción
castellana de Antonio y Cleopatra en el otoño de 2008, comenté en otra reseña
que no creía a Colleen McCullough cuando dijo al final del 6º volumen que si no
terminaba tras Filipos, no lo haría nunca. Bien, en cierto modo pienso de modo
parecido, aunque menos categóricamente. Cuando no pude esperar a la traducción
y leí este 7º volumen en inglés, recién publicado en el Reino Unido, un año
atrás, me llamó la atención que, faltando a su costumbre al final de cada toma,
la autora no hubiera incluido una nota. Y quizá no lo hizo porque este tomo
final no era lo que ella hubiera querido; posiblemente fue un encargo
editorial, que la presionó, cinco años después de la publicación del 6º
volumen, para que terminara la saga como, en teoría, debía acabar: con la
victoria final de un solo hombre, Cayo Julio César Octaviano, o, mejor dicho, Imperator Caesar Divi Filius.
Posiblemente para Colleen McCullough el final de El caballo de César, con la cabeza de Bruto hundiéndose en el fondo
del mar Adriático, era el final lógico de una saga en la que asesinado el
héroe, unas trescientas páginas atrás, con un panorama diferente y con la
desaparición de todo un elenco de personajes, su aventura literaria había
finalizado. Seis volúmenes, casi cinco mil páginas, un repaso a la historia
romana entre los años 110 y 42
a.C., tres generaciones reconstruidas,… era suficiente.
Pero faltaba el epílogo que el lector siempre busca, el final auténtico de la
historia: la restauración en falso del sistema republicano y la virtual
entronización de Augusto el autócrata, el único autócrata.
Básicamente, lo que comenté en
aquella reseña lo sigo manteniendo, así pues no incidiré demasiado en ello.
Pero el tiempo pone las cosas en sui lugar y me parece que esta novela, este 7º
volumen, ha mejorado sensiblemente, al menos en mi perspectiva de las cosas. La
espera fue larga, cinco años, y en esta ocasión me ha quedado un poso
desagradable tras esa nefasta traducción española del 6º tomo. Por ello, la
traducción del 7º y definitivo volumen, recuperando Planeta las riendas de la
serie, sigue siendo muy mejorable pero en comparación con la del tomo
precedente sabe a gloria… y no debería. En este tomo el lector asiste al
paulatino enfrentamiento entre Octavio y Marco Antonio, cada uno en su esfera:
la gloria (y el espejismo) de Oriente para Antonio, el trabajo arduo y
escasamente valorado y recompensado para Octavio (Lépido que se quede en África
y no moleste). Marco Antonio el patán versus Octavio el racional, que sin embargo
también tiene su lado emocional (aunque no demasiado, no crean). Marco Antonio
el hombre que cuando se enamora lo hace a fondo, aunque sea de alguien tan
calculador, maquiavélico y escasamente sentimental como una Cleopatra de Egipto
que sólo piensa en Cesarión. Pero el pequeño César también tendrá su opinión
propia, como la imposible madre pronto descubre. Entre los personajes
interesantes de esta entrega de la serie están Polión (no Pollio, querido
traductor), Mecenas, Agripa (aunque idolatre demasiado a Octavio) y Ahenobarbo.
Los secundarios muchas veces se llevan la palma; no lo consiguen, en cambio,
las mujeres de este volumen: ni Octavia, muy perfecta, muy plana, ni una
bastante insoportable Livia Drusila (no Drusilia) muy diferente de la que pergeñó
Robert Graves en Yo Claudio, pero con
ese poso de ambición inherente a la leyenda del personaje.
El camino hacia la guerra civil
de los años 31-30 a.C.
es progresivo; ambos triunviros juraron no enfrentarse entre sí, no más guerras
para Roma, para Italia. El modo en el que Octavio, no necesariamente
predestinado a enfrentarse a su primo, prepara el camino hacia la guerra es
interesante, paso a paso, primero Sexto Pompeyo el pirata, luego la Reina de las Bestias, la
dueña de ese inmenso tesoro en Menfis que tan bien le iría a (y que tanto
necesita) Roma. Un Octavio que es César, su heredero, que se ha quedado en Roma
haciendo el trabajo sucio, creando su facción, acostumbrando a los romanos a la
presencia de un autócrata con ropajes y actitudes republicanas. La lejanía de
Antonio, que apenas pisa el suelo italiano en tres ocasiones (y una sola de
ellas en la capital) en diez años, su incomprensión de la política activa, su
incapacidad para trabajar a largo plazo, su pereza, su pérdida de influencia en
los reyes-clientes orientales que le rodean y suplican, pero que también están
dispuestos a abandonarlo cuando sea necesario, son crecientes. McCullough
incide también en la debilidad del personaje: en sus depresiones, en su pérdida
de memoria, en su reducción a la condición de juguete en manos de una mujer, ¡y
además una mujer extranjera! El volumen prácticamente empieza con un Antonio
maltratando a su esposa Fulvia, a la que echa en cara que lo haya ridiculizado
delante de sus soldados en Italia asumiendo un rol masculino que no le
pertenece; en el tramo final de la novela, Cleopatra hará lo mismo, pero
Antonio ya es un hombre acabado. A la contra, Octavio crece, madura (nació
prácticamente maduro en la particular creación del personaje por parte de
McCullough), se rodea de hombres leales, aprende sobre la marcha, conoce a
fondo sus puntos fuertes y disimula sus carencias. Sabe que el trabajo lento,
paso a paso, le dará el premio final. Y lo consigue, aunque tenga que pasar por
encima de la sacrosantidad de las vírgenes vestales y les arrebate el
testamento de su rival.
De este modo, la novela puede
leerse como la evolución de un personaje y la involución de otro. Y, al mismo
tiempo, el aprendizaje por parte de la propia Roma de que los tiempos han
cambiado, el viejo sistema republicano ha muerto, por mucho que se mantengan
las formas y se nombren cónsules que apenas duran meses (o días) en el cargo,
dejando paso a otros nombres que ansían ahora el honor de una magistratura
vaciada de contenido y de poder real. La evolución de Roma, de sus
mentalidades, hacia la autocracia llevará a una decisión esencial: llegado el
momento, ¿qué carta tomar? ¿La del heredero de César o la del soldado que
sirvió con César? ¿La nueva élite creada por Octavio o los restos de un conglomerado
de senadores, caballeros, asesinos de César, soldados y viejas glorias que
tratan de convencer al amo de Oriente de que envíe a su esposa egipcia a casa y
se haga con el mando absoluto? ¿Occidente versus Oriente? Sería quizá algo
reduccionista llegar a esta conclusión: Egipto no es más que la excusa, Actium
es la batalla idealizada por la propaganda de los Virgilio y Horacio de turno,
y la muerte de la Reina
de las Bestias debe ser convenientemente coreografiada.
Hacia el final del volumen nos queda
la sensación de que, tras siete novelas, hemos cerrado (una vez más) un
riquísimo ciclo. La orfandad nos asiste, qué podremos leer ahora que nos depare
tantas horas de entretenimiento y placer. Siempre nos quedará el consuelo de
volver a repasar la saga, de volver a maravillarnos por la erudición de Colleen
McCullough. Mientras, a seguir esperando que otra serie de novelas nos mantenga
en vilo…
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