«Yo he ofendido a esos aspirantes a patricios del Senado al mejorar la imagen de Roma a los ojos del resto del mundo y al añadir enormes riquezas a la bolsa de Roma. Porque yo no soy uno de ellos. Nunca he sido uno de ellos. Senador, sí. Magistrado, sí. Cónsul, sí. ¡Pero nunca he sido uno de ese mezquino, corto de miras y vengativo grupo de hombres que se llaman a sí mismos los boni, los hombres buenos! Los cuales se han embarcado en un programa destinado a destruir el derecho del pueblo a tomar parte en el gobierno, se han embarcado en un programa para asegurarse de que el único colectivo de gobierno que quede en Roma será el Senado. ¡Su Senado, muchachos, no el mío! Mi Senado es vuestro servidor, su Senado quiere ser vuestro amo.
[…]
Ese pequeño grupo de hombres y el Senado que ellos están consiguiendo manipular han impugnado mi dignitas, mi derecho al honor público a través del esfuerzo personal. ¡Quieren destruir todo lo que yo he hecho, llaman traición a lo que he hecho! ¡Y al querer destruir mi dignitas, al llamarme traidor, están destruyendo también vuestra dignitas y están llamando traición a lo que también vosotros habéis hecho!
[…]
¿Quién puede igualar a mis muchachos? ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Vosotros sois los mejores soldados que han levantado nunca una espada y un escudo en nombre de Roma! ¡Así que aquí estoy, y aquí estáis vosotros, en el lado de un río en el que no deberíamos estar, y de camino para vengar nuestra mutilada, nuestra despreciada dignitas!
Yo no iría a la guerra por ningún motivo menor que éste. Yo no me opondría a esos idiotas senatoriales por ningún motivo menor que éste. Mi dignitas es el centro de mi vida. ¡Es todo lo que tengo en mi vida! ¡No permitiré que me la quiten! Ni permitiré que os quiten la vuestra.» (pp. 497-499)
César (1998) es el volumen más militar
de toda la serie Masters of Rome de Colleen McCullogh Y
quizá ello no debería llamar la atención, pues en los anteriores libros el
elemento militar estaba muy presente, directa o indirectamente. Si hasta ahora
no había comentado nada en detalle, no por ello debemos dejar de lado las
campañas contra cimbrios y teutones en El
primer hombre de Roma, la guerra itálica en La corona de hierba, la guerra sertoriana en Favoritos de la
Fortuna o las campañas de Lúculo en el Este en Las mujeres de César; y eso tirando por
lo más llamativo. Pero es cierto que en el quinto volumen lo militar, desde los
combates, las batallas, los asedios o los castigos a la población civil sale a
la palestra de forma destacada. No en balde César fue considerado uno de los más
importantes vires militares de la
historia romana, superando a Cayo Mario, Escipión el Africano o a emperadores
como Trajano.
El quinto volumen recoge un
período histórico más corto, entre noviembre del 54 a.C., con el regreso de
César de la segunda (e igual de infructuosa que la primera) campaña en
Britania, y finales de septiembre del 48 a.C., con el asesinato de Pompeyo el Grande
en Pelusium por orden de unos consejeros del rey Ptolomeo XIII, que no desean
enemistarse con el Gran Hombre, el vencedor de Farsalia, el amo de Roma: un
Cayo Julio César que ya ha entrado en la leyenda. Años muy intensos, con la
gran rebelión de la Galia
liderada por el arverno Vercingetórix (con una imagen muy distinta a como estamos acostumbrados a verlo) y el asesinato de Publio Clodio en las
afueras de Roma, ambos en el año 52
a.C.; el camino hacia la guerra civil, con unos cerriles
boni encabezados por Catón, Bíbulo y
Enobarbo (o Ahenobarbo, a ver si los diversos traductores afinan con el
criterio), dispuestos a hundir en la miseria y el exilio forzado a César, y
utilizando a un envidioso Cneo Pompeyo Magno, viudo ya de la hija de César,
como escudo contra el conquistador de las Galias; y, por supuesto, el estallido
de la guerra civil, con César cruzando el Rubicón en enero del año 49 a.C., provocando la huida
de los boni a Grecia y la extensión
del conflicto por prácticamente todo el Mare Nostrum. César acaba siendo el
vencedor absoluto, obligado a cometer un acto inconstitucional (la invasión de
Italia) que se resistía a realizar, pero que era consciente que haría si le
forzaban a ello. Pues por encima de todo estaba su dignitas, intraducible palabra latina que sintetiza todos los
valores éticos y morales, el prestigio, la reputación, la gloria que un hombre
como César, un patricio de la gens Iulia,
poseía, y que se negaba a dejar que fuera pisoteada. No pasando por encima de
Roma, sino pasando por encima de quienes se habían apoderado de ella, los boni.
César es también la gran fuente,
pues contamos con su Comentarios,
tanto para la guerra gálica como para la guerra civil. Para este último
conflicto, además, contamos con la
Historia romana de Dión Casio, el relato de las guerras civiles de Apiano y, especialmente, con la riquísima
correspondencia de Cicerón, llena de detalles precisamente para los años 50 y
principios del 49 a.C.,
período en que Cicerón estuvo ausente como forzado gobernador de Cilicia
(envalentonando su de por sí presuntuoso ego con su exigencia de un triunfo por
la campaña de Pindenissus… una ciudadela tomada después de un asedio de casi
dos meses). La correspondencia con Ático nos muestra que Cicerón estuvo muy al
tanto de lo que sucedía en Roma. De todo ello el volumen de McCullough es muy
deudor, un lector avezado lo percibe claramente. Pero ahí está también el
talento de la autora para manejar y dosificar la información a su alcance y
para crear, con un estilo ya muy personal, una novela que no pierde intensidad
en ningún momento. La parte dedicada a la gran rebelión gala del año 52 a.C. se lee con brío y
pasión, prácticamente el lector se encuentra en la toma de Avaricum, las
marchas por territorios arvernos y eduos, y el asedio en Alesia.
Cayo Julio César |
Roma se nos aparece como una
ciudad fantasmal, domeñada despóticamente por una facción de senadores
dispuestos a destruir a César, incapaces de comprender que éste no es un nuevo
Sila, ni lo será jamás, que invadirá Italia, pero que no traerá la
proscripción. Es la clementia la
principal arma con la que César, acompañado apenas por dos cohortes, cruza el
Rubicón. La clementia Caesaris, tópos literario opuesto a la crudelitas silana (que el propio Pompeyo
no desdeñó del todo). La clemencia jugó sus cartas y finalmente triunfó. Pero
también ayudaron la improvisación, la incompetencia y, en el fondo, la creencia
de que César no invadiría Italia, asumida por parte de unos boni (y de Pompeyo) que pensaron que
César se arredraría y prácticamente se vería forzado al exilio. McCullough, con
Cicerón en la retina, insiste en esta idea: qué mal preparados estaban los
autoproclamados republicanos, enalteciendo, por supuesto, las virtudes
militares de César, la celeritas, esa
rapidez que le hizo célebre ya en las Galias. El recuerdo de la crudeza de la
guerra civil de los años 83-82
a.C. en Italia impulsa a Pompeyo a trasladar el
escenario bélico a Grecia, al Oriente de hecho, donde la mayoría de reyes del
levante asiático son clientes suyos; atrapando a César en una tenaza con las
legiones hispanas a un lado y los aliados orientales por otro, Pompeyo
deja Italia a su adversario, sin
considerar precisamente que César no se quedaría de brazos cruzados. Con esa
rapidez característica, rinde las legiones de Afranio y Petreyo en Hispania,
fuerza la toma de Massilia, que imprudentemente le ha desafiado, y pone un pie
en Sicilia (aunque Curión fracasa en Africa). Vence a un ejército sin cabeza en
Occidente para luego enfrentarse a un general sin ejército en Oriente. Y el
resultado es Farsalia, que apenas se perfila en una página, estando McCullough
más interesada en pintarnos el retrato de un estado mayor de Pompeyo en el que
todos, de Catón a Ahenobarbo, agobian y deprimen sin cesar a un comandante en
jefe al que consideran un simple instrumento. Derrota y, en cierto modo,
liberación de Pompeyo. Pero, ¡ay, Egipto!...
Cneo Pompeyo Magno |
César es omnipotente y
omnipresente en la novela, su sombra es muy alargada y McCullough,
arrebatadoramente enamorada del personaje, lo pinta con colores muy favorables.
Pero no se olvida de los matices, los colores grises, las sombras de un
político y general que siempre tiende la mano a la negociación y la
conciliación, pero que no perdona la testaruda y ciega resistencia, ya sea de
galos o de romanos. «Ellos lo
quisieron; después de realizadas tantas empresas me hubieran condenado a mí,
Cayo César, si no hubiese pedido auxilio al ejército», evoca Suetonio en su
biografía del personaje, cuando muestra a César delante de los muertos y
heridos de Farsalia. Por su dignitas
luchó César, no hay que olvidarlo, por ella sería capaz de ir al infierno si
hiciera falta. Pero recordando también que «la crueldad es un pobre consuelo en
la vejez», como César comenta en diversos momentos en la novela, y de ahí la
clemencia.
La novela termina con un cuerpo decapitado
en una playa y dos esclavos quemando estos restos en una pira funeraria
improvisada. Un gran hombre muere vilmente asesinado, el Otro va de camino
dispuesto a ofrecerle el perdón. Pero no podrá encontrarlo vivo. Y la guerra
continuará, muy a su pesar. Porque, inevitablemente, la República romana ha
descubierto que sólo puede quedar un vencedor. O César o nadie.
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