La Historia quizá no recuerde
que un español estuvo en Waterloo: la batalla que acabó con Napoleón Bonaparte
y sus Cien Días. Fue el general y diplomático Miguel-Ricardo de Álava y
Esquivel (1772-1843), quien actuó como improvisado segundo al mando del duque
de Wellington, comandante supremo de las fuerzas anglo-neerlandesas. He de
reconocer, con no demasiado rubor, que desconocía la figura del general Álava.
Un hombre de guerra, sí, un marino, participante en la batalla de Trafalgar, combatiente
en la guerra hispánica de 1808, conoció a Wellington en Portugal en 1810 –iniciándose
una estrecha amistad–, y juntos lucharon en Talavera, Ciudad Rodrigo (cuyo
ducado fue el premio que acabaría recibiendo el inglés) y Vitoria. Al regreso
de Fernando VII a España, Álava fue apresado para, tras un breve cautiverio,
recibir el encargo de crear la nueva embajada española en el naciente reino de
los Países Bajos, fusión de las ya caducas Provincias Unidas y los territorios
valones que Francia se engullera en las primeras guerras revolucionarias
(1794). En realidad, la embajada en Bruselas no dejaba de ser un apéndice del
auténtico trabajo de Álava: defender en París los intereses de una monarquía
española ninguneada por los vencedores de 1814, a pesar de ser España el
escenario vietnamizado (permítaseme
el anacronismo) de Napoleón.