The Trammps - Disco Inferno
Disco: Disco Inferno (1976)
—Soy un patricio romano de la gens Julia, y mis ancestros han servido a Roma desde los tiempos del rey Numa Pompilio. Yo, a mi vez, he servido a Roma: como flamen Dialis, como soldado, como pontífice, como tribuno de los soldados, como cuestor, como edil curul, como juez, como pontífice máximo, como praetor urbanus, como procónsul en Hispania Ulterior y como cónsul senior. Todo in suo anno. Me he sentado en el Senado de Roma exactamente durante un poco más de veinticuatro años, y he podido ver cómo su poder se debilitaba como inevitablemente la vida obliga a debilitarse a un hombre muy anciano. Porque el Senado es un hombre muy, muy anciano.
»La cosecha viene y va. Abundancia un año, hambruna el siguiente. De modo que he visto los graneros de Roma llenos y también los he visto vacíos. He conocido la primera dictadura auténtica de Roma. He visto a los tribunos de la plebe reducidos a meras cifras, y los he visto campando por sus fueros. He visto el Foro Romano bajo la tranquila y fría luz de la luna, blanqueado y silencioso como una tumba. He visto el Foro Romano bañado en sangre. He visto la tribuna erizada de cabezas de hombres. He visto la casa de Júpiter Optimo Máximo caer en llameantes ruinas, y la he visto volver a levantarse. Y he visto el surgimiento de un poder nuevo, el de los soldados empobrecidos, sin concesiones y sin tierras, que después de licenciarse han de mendigarle a su patria una pensión, y con demasiada frecuencia he visto cómo esa pensión se les negaba.
«–Roma es nuestro rey, señor Orobazus, aunque la nombremos con una forma femenina y digamos «ella». Los griegos se supeditaban a un ideal, vosotros os subordináis todos a un hombre, vuestro rey, pero los romanos nos subordinamos a Roma y sólo a Roma. Nosotros no doblamos la rodilla ante ningún ser humano, señor Orobazus, del mismo modo que no nos doblegamos ante ningún ideal abstracto. Roma es nuestro dios, nuestro rey, nuestra vida. Y aunque todos los romanos se esfuerzan por acrecentar su reputación y ser más grandes ante sus compatriotas, en último extremo todo va dirigido a acrecentar Roma y a la grandeza de Roma. Nosotros, señor Orobazus, adoramos un lugar, no a un hombre. No un ideal. Los hombres pasan por la tierra en un vuelo, y los ideales se esfuman conforme soplan los vientos filosóficos, pero un lugar es eterno mientras los que viven en él lo amen, lo cuiden y lo engrandezcan. Yo, Lucio Cornelio Sila, soy un gran romano, pero al final de mi vida todo lo que haya hecho será para engrandecer el poder y la majestad de donde he nacido: Roma. Hoy estoy aquí, no por cuenta propia, ni por cuenta de otro hombre, sino por cuenta de ¡Roma! Si firmamos un tratado, quedará depositado en el templo de Júpiter Feretrius, el más antiguo de Roma, y allí se conservará sin que sea mío ni siquiera lleve mi nombre. Un legado para la grandeza de Roma.
[…]
–¡Pero un lugar, Lucio Cornelio -adujo Orobazus-, no es más que un conjunto de objetos! Si es una ciudad, es un conjunto de edificaciones; si un santuario, un conjunto de templos; si un paisaje, un conjunto de árboles, rocas y campos. ¿Cómo un lugar puede generar ese sentimiento, esa nobleza? Miráis un conjunto de edificaciones, pues ya sé que Roma es una gran ciudad, ¿y qué es lo que hacéis en consideración a esos edificios?
–Esto es Roma, señor Orobazus –replicó Sila, tendiendo la vara de marfil y tocando el musculoso antebrazo, blanco como la nieve––. Esto es Roma –añadió apartando los pliegues de su toga para mostrar la equis curvada de la silla plegable–. Esto es Roma, señor Orobazus –repitió, extendiendo el brazo izquierdo, cubierto de pliegues de la toga, y tocando la tela y haciendo una pausa para mirar aquellos pares de ojos clavados en él desde abajo–. Yo soy Roma, señor Orobazus, igual que todo aquel que se llame romano. Roma es un cortejo que se remonta a mil años, en tiempos en que un huido de Troya llamado Eneas puso pie en las playas del Lacio, originando una raza que fundó hace seiscientos sesenta y dos años un lugar llamado Roma. Durante un tiempo, esa Roma fue gobernada por reyes, hasta que los romanos repudiaron el concepto de que un hombre pueda ser más poderoso que el lugar que le ha visto nacer. No hay ningún romano más grande que Roma. Roma es el crisol de los grandes hombres. Pero lo que son y lo que hacen es para gloria de ella, son su contribución a ese cortejo que continúa. Y yo os digo, señor Orobazus, que Roma perdurará mientras los romanos la quieran más que a sí mismos, más que a sus hijos y más que a su propia fama y triunfos. –Hizo otra pausa y respiró hondo–. Mientras los romanos quieran más a Roma que a un ideal o a un solo hombre.» (pp. 261-262)