En el 476 de nuestra era un adolescente fue depuesto en el Imperio romano de Occidente por un caudillo bárbaro que devolvió las insignias imperiales al ya único augusto en Oriente: de este modo, mediante la acción de un jefe «bárbaro», se producía la «caída» de un Imperio Romano que tiempo en franca decadencia. Esta es la historia que la tradición mantiene, que nos han «contado» en clase, pero que, lógicamente, no es tan sencilla. La «caída» del Imperio romano –en Occidente, pues perduró casi un milenio más en Oriente–, en realidad un proceso de disolución que duró décadas y que realmente se «aceleró» tras el asesinato de Valentiniano III (455), ha quedado como un cliché historiográfico que remite a la «barbarización» del Imperio (que no fue tanta), la pérdida constante de territorios ante las invasiones foráneas y la propia idea de una «decadencia» a partir de una lectura sesgada de las fuentes del período. Pero, como José Soto Chica destaca en
El águila y los cuervos. La caída del Imperio Romano (Desperta Ferro Ediciones, 2022) –un estudio que en cierto modo supone la culminación de un proceso de investigación respecto a cuestiones ya planteadas en
Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura (2019) y
Los visigodos. Hijos de un dios furioso (2020)–, el panorama es mucho más complicado… lógicamente.