19 de abril de 2023

Reseña de Él águila y los cuervos. La caída del Imperio Romano, de José Soto Chica

En el 476 de nuestra era un adolescente fue depuesto en el Imperio romano de Occidente por un caudillo bárbaro que devolvió las insignias imperiales al ya único augusto en Oriente: de este modo, mediante la acción de un jefe «bárbaro», se producía la «caída» de un Imperio Romano que tiempo en franca decadencia. Esta es la historia que la tradición mantiene, que nos han «contado» en clase, pero que, lógicamente, no es tan sencilla. La «caída» del Imperio romano –en Occidente, pues perduró casi un milenio más en Oriente–, en realidad un proceso de disolución que duró décadas y que realmente se «aceleró» tras el asesinato de Valentiniano III (455), ha quedado como un cliché historiográfico que remite a la «barbarización» del Imperio (que no fue tanta), la pérdida constante de territorios ante las invasiones foráneas y la propia idea de una «decadencia» a partir de una lectura sesgada de las fuentes del período. Pero, como José Soto Chica destaca en El águila y los cuervos. La caída del Imperio Romano (Desperta Ferro Ediciones, 2022) –un estudio que en cierto modo supone la culminación de un proceso de investigación respecto a cuestiones ya planteadas en Imperios y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura (2019) y Los visigodos. Hijos de un dios furioso (2020)–, el panorama es mucho más complicado… lógicamente.

La gran pregunta de este libro, que rastrea en detalla el período entre mediados del siglo IV y la deposición de Rómulo Augústulo, es por qué sobrevive una parte del Imperio (Oriente) y sucumbe la otra (Occidente), sobre todo cuando, siete décadas antes de que se produzca esa «caída», las cosas parecían ser al revés: Constantinopla tenía más problemas frente a los «bárbaros» o en cuanto a su fortaleza económica, que Rávena/Roma, mucho más fuerte. Qué sucedió para que se invirtieran las tornas es la historia que se cuenta en este libro. Este es, pues, un volumen en el que Soto Chica, lector detallista de las fuentes del período y a menudo crítico con algunos grandes paradigmas de la historiografía moderna –se recomienda al lector que quiera profundizar el uso de dos marcapáginas: en el texto y en las notas a final de cada capítulo–, trata de dar respuestas a lo largo de sus capítulos, matizando temas tanto generales como concretos.

José Soto Chica.
Fuente de la imagen.
Para empezar, como se plantea en el capítulo segundo, hay que conocer las condiciones del Imperio en la segunda mitad del siglo IV: sus fuerzas (económicas, sociales, militares, climáticas incluso) y sus debilidades. La etiqueta «Bajo Imperio», que durante décadas (siglos, de hecho) ha permeado el estudio del período posterior a Constantino I, enmascara con un cariz peyorativo la fortaleza de un Imperio como el romano, especialmente en comparación con su vecino sasánida, y se llegan a conclusiones catastrofistas sobre su (d)evaluación; suele ponerse más el foco en desastres como Adrianópolis en 378 ante los godos, el saqueo de Roma en 410 por los visigodos de Alarico o las correrías de los hunos de Atila en los primeros años 450, que en el hecho de que Roma, incluso en esas tesituras y las mucho más graves de las constantes guerras civiles –ya desde la de Constancio II y Juliano [II] el Apóstata en 361 y hasta las de Ricimero y Flavio Orestes en los años 470–, se recuperó una y otra vez. Y es que un imperio tan grande no decae solamente por unas debacles en el campo de batalla, sino que la decadencia se produce cuando las líneas que conducen a una gobernabilidad sólida en las provincias, a una recaudación constante de recursos y a una política con las ideas claras se quiebran y, por ambiciones personales, localismos que impiden la unidad o erráticas decisiones en la capital, ese imperio entra en una dinámica que a largo plazo conduce a su disolución. Y el Imperio Romano entró en esa dinámica de manera gradual, no a la vez, pues a cada debacle y a cada pérdida territorial hubo, hasta llegar al inevitable punto de no retorno, una recuperación.

Pero también fue una recuperación cada vez más dura, con una menguante capacidad para resistir y con menos recursos económicos –a medida que se recaudan menos impuestos por el hecho de que no puedes conseguirlos en provincias y territorios que no tienes o ya no te obedecen– y humanos –con reclutas de soldados por formar, que siempre las hubo, pero sin el tiempo necesario para crear buenos soldados profesionales–, y es lo que sucedió de manera cada vez más seguida. Adrianópolis fue un desastre, sin duda, pero tan solo cuatro años más tarde, en 382, se pudo firmar el foedus con los godos y lograr estabilizar una situación complicada y con beneficios para ambas partes; pero cuando se suceden las guerras civiles, cuando es evidente que el Imperio ya no puede gobernarse desde la unidad –y que certificaba la división de facto entre Occidente y Oriente que ya con los hijos de Constantino I se prefiguraba en las décadas centrales del siglo IV–, cuando hay provincias como África (en manos de generalísimos como Gildón o Bonifacio) cuya gestión no se controla y cuando las ambiciones personales, muy por encima del bien común, y la incompetencia de algunos emperadores lo malean todo, superar debacles ya resulta ser cada vez más complicado e inasumible.

A lo largo de las páginas de este libro, Soto Chica, con los datos que proporcionan las fuentes –que conviene interpretar y no desdeñar, como a menudo se hace para esta larga etapa final del Imperio romano– nos presenta un panorama de desastres y recuperaciones hasta el punto de que estas últimas ya no pueden remediar los primeros. Tampoco ayuda poner el foco únicamente en esos problemas, como la invasión de las fronteras septentrionales por suevos, vándalos y alanos a finales de 406 o el saqueo de Roma por Alarico el (visi)godo en 410, obviando que la primera pudo canalizarse (en la década y medio posterior) y que el segundo en realidad no fue para tanto (fue mucho más catastrófico el saqueo que realizó Genserico en 455). Pues el Imperio, sus gobernantes, encontraron soluciones a catástrofes como esas, del mismo modo que la invasión de Atila en 451, hasta llegar a la batalla de los Campos Cataláunicos, logró concitar una respuesta por parte de las autoridades militares romanas, en este caso Aecio. O con la oportunidad perdida de Mayoriano, figura que reivindica el autor desde el habitual desconocimiento de su pedigrí y bagaje familiar.

El Imperio Romano hacia el 400 de nuestra era. Fuente.

Pone especial hincapié Soto Chica en una historia narrativa, a partir (insistimos) de las fuentes (y su interpretación), y en el papel de personas concretas. Pues lo humano, en paralelo a estructuras que lo superan (lo económico, lo social, lo climático), influye en el devenir histórico. Las decisiones de quienes gobernaron y decidieron (o no lo hicieron) –de los competentes Teodosio I, Flavio Constancio, Aecio y Mayoriano (con matices en algún caso) a los desastrosos Estilicón, Honorio y Valentiniano III, que malgastaron sin cesar los esfuerzos del Imperio para seguir siendo fuerte, pasando por la influencia de mujeres como Gala Placidia (personajazo donde los haya) y en menor medida Pulqueria y Honoria– forman parte de la historia narrativa de esta época que el autor reivindica con pasión y que el lector disfrutará sin ningún género de dudas, pues es uno de los alicientes del libro. Personajes que no eran de cartón piedra, como a menudo aparecen en la ficción literaria y audiovisual: Teodosio I, por ejemplo, era un pésimo militar, pero un genio político, y mucho más flexible que la imagen monolítica e intransigente que se suele ofrecer del personaje; Aecio llega a los Campos Cataláunicos con un bagaje de décadas de trabajo (y ambición, desde luego) poniendo orden en un imperio en manos de incompetentes de la talla de Valentiniano III (como lo fue su tío, Honorio, en los dos primeros decenios del siglo V); o Mayoriano, un capaz emperador que apenas pudo desarrollar sus ideas en la década posterior al final de la dinastía teodosio-valentiniana. Y qué decir de un Estilicón y de su ambición personal por controlar un imperio ya dividido, y que conscientemente puso su propio beneficio por encima del del Imperio y a la postre dinamitó la estabilidad en Occidente y desató a un posibilista como Alarico, obligado a destruir, harto de no conseguir (también por ambición) el lugar que consideraba que debía ocupar en un Imperio de Occidente que a principios del siglo V era más sólido que su homólogo oriental.

Este libro, pues, combina un desarrollo narrativo poderoso con la interpretación de fuentes y postulados tradicionales, y apuesta también por proponer alternativas historiográficas: más que en el 476 quizá deberíamos poner el foco en la pérdida definitiva de África en 439 ante los vándalos de Genserico como una de las causas a medio plazo de la «caída» del Imperio romano de Occidente; sin el trigo, el aceite y los recursos fiscales de África –la auténtica reina en este tablero de ajedrez desde finales del siglo IV–, Occidente se vio privado de su principal sostén económico; a ello se añade la paulatina pérdida de apoyo al Estado romano de las élites en Italia (sobre todo), las Galias e Hispania (y ya antes Britania), que encontrarían en los reinos «bárbaros» sucesores de Roma nuevos espacios (y Estados) en el que seguir medrando y hacer valer su influencia. Al respecto de esto último se han publicado, dentro de la lógica promoción que acompaña a la publicación de un libro, artículos de prensa con titulares que solo buscan el clickbait y que, encima, tergiversan lo que Soto Chica realmente plantea en el tramo final de su libro como este o, peor aún, como este otro, que además manipula cifras que se dan en el segundo capítulo del volumen, y todo con una intencionalidad presentista que realmente no valora lo que está tratando el libro; los hay, como este otro, que al menos destacan la gran pregunta que se plantea el autor en el libro y a cuya respuesta le lleva el análisis de fuentes y la reflexión a partir del debate historiográfico, aunque también hay entrevistas como esta en la que quien hace las preguntas parece estar más interesado en otras muchas cuestiones actuales que en el libro y los temas que desarrolla.

En conclusión, y volviendo a lo que importa, nos encontramos con un libro sólido –el más redondo, sin duda, de los tres que ha publicado el autor en Desperta Ferro Ediciones– y con una exposición argumentada de los problemas con los que lidió el Imperio Romano (de Occidente) en su último siglo y las soluciones que se buscaron hasta que ya no hubo más tela que cortar. En la deposición de Rómulo Augústulo por Odoacro –un personaje con mucho más bagaje, como sucede con Ricimero o Flavio Orestes, que la del mero «bárbaro» que arrasa con todo– el Imperio de Occidente, que había dejado atrás el punto de no retorno, que apenas controlaba Italia (y con problemas), encontraba un final por la imposibilidad de revertir una situación ya inviable. Roma «cayó» en 476 en un lado del Mediterráneo, sí, pero incluso en esa ribera occidental el legado del Imperio siguió presente durante muchos siglos entre los reinos que le sucedieron.

PS: enlazo el podcast de la entrevista/charla que tuvimos con José Soto Chica en la sección de historia de Nits de ràdio (Onda Cero Catalunya).

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