El 28 de julio de 1834 un arquitecto, historiador y arqueólogo francés, Charles Texier, enviado por el Ministerio de Cultura de su país a Asia Menor, entonces la Anatolia otomana, en busca de un asentamiento celta llamado Tavium (se consideraba una ciudad gálata), se halló frente a las ruinas de una ciudad. Restos de grandes murallas y edificios le hacen dudar de que sea Tavium: parece una ciudad mucho más grande de los datos que se tenían sobre la ciudad gálata. Aún no sabrá que se hallaba ante lo que quedaba de la capital de un imperio del que apenas se sabía poco. Parte estaba relacionado con la Biblia, que menciona a un pueblo llamado “hititas” –palabra a partir de bny-ḥt, “hijos de Heth” y de ḥty, “nativo de Heth”–, y en particular al “heteo” Urías, cuya esposa ambicionó David. Parte se relacionaba con jeroglíficos, cuyo desciframiento logró Jean-Baptiste Champollion, y que hablaban de un país asiático, Ht, al que Ramsés II derrotó (¡ja!) en Qadesh. Parte venía de pasajes en inscripciones asirias que mencionaban a una “tierra de Hatti”, con la que la tierra de Asur competía por territorios en Siria, al oeste del río Éufrates. Parte venía de algunas de las llamadas Cartas de Amarna, una serie de tablillas egipcias de mediados del siglo XIV a.C., conservadas en Akhetatón (la Ciudad del Horizonte de Atón), fundada por el “herético” Akhenatón (Amenhotep IV), y en la que se reconoce a la “tierra de Hatti” como uno de los interlocutores de peso del faraón egipcio. Referencias diversas, aunque parciales, que remitían a un imperio asiático prácticamente desconocido.