Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Francia, 1770. Una pintora, Marianne (Noémie Merlant) posa para unas jóvenes aprendizas en lo que parece una clase de dibujo. Al finalizar la clase, una de las “alumnas” le pregunta por un cuadro colgado en la pared, lo cual lleva a Marianne a apelar a sus recuerdos. La acción se traslada inmediatamente a una localidad costera de la Bretaña a la que llega Marianne en barca, cargada con sus bártulos. Se dirige a una casa señorial en la que sólo está una jovencísima criada, Sophie (Luàna Bajrami), que atiende sus primeras necesidades. La llegada de la señora, una condesa (Valeria Golino), revela el propósito de la estancia de Marianne: debe pintar un retrato de su hija, Heloïse (Adèle Haenel), un cuadro que servirá para fraguar su matrimonio con un hombre de buena cuna en Milán al que la joven no conoce. Un matrimonio de conveniencia, queda claro, y al que Heloïse, aun queriendo, no puede oponerse de otra manera que con el silencio. Por este motivo, la condesa le pide a Marianne que se haga pasar por dama de compañía de su hija, vaya con ella en sus paseos matutinos y, de este modo, a hurtadillas, se fije en los detalles de su rostro y en la privacidad de su habitación por las tardes la pinte a partir de lo que ha quedado en su memoria reciente. Y así comienza una relación distante, con una Heloïse a menudo malhumorada; una recopilación de detalles por parte de Marianne, una sucesión de miradas furtivas, insistentes, disimuladas, paulatinamente fascinadas… y también una historia de amor y deseo que, desde luego, no puede acabar en un final feliz para las dos jóvenes.