22 de mayo de 2019
21 de mayo de 2019
20 de mayo de 2019
17 de mayo de 2019
16 de mayo de 2019
15 de mayo de 2019
14 de mayo de 2019
13 de mayo de 2019
11 de mayo de 2019
Crítica de cine: La tragedia de Peterloo, de Mike Leigh
Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Es probable que muchos que no conozcan al detalle la historia del Reino Unido busquen en Google la palabra Peterloo cuando la escuchen o sepan del estreno de este filme (me temo que para muchos de los hijos de la Gran Bretaña tampoco signifique demasiado hoy en día). Fue una masacre que sucedió en un espacio abierto de Manchester, St Peter’s Field (actualmente es una plaza), el lunes 16 de agosto de 1819 (este año se conmemora el segundo centenario del acontecimiento). Se había convocado a miles de personas para escuchar a un orador procedente de Londres, Henry Hunt, y los temas a tratar eran diversos: las Leyes de Cereales –Corn Laws; por cierto, qué mal traducido corn como «maíz» en los subtítulos de la película, cuando en el inglés británico significa cereal en general– aprobadas en 1815 y que imponían aranceles a la producción importada, a la vez que repercutía en los consumidores, que debían hacer frente a la consecuente subida de precios; las pésimas condiciones laborales en las fábricas de Manchester, ciudad que ya era uno de los espolones de proa de la Revolución Industrial en el Reino Unido; o el hecho de que la propia ciudad, una de las más populosas del país, no tuviera un representante en la Cámara de los Comunes –a diferencia de los llamados «burgos podridos» (rotten boroughs), vetustas poblaciones que cada vez estaban cada vez más despobladas y que desde siglos atrás eran las que tradicionalmente enviaban diputados. Las demandas de regular el mercado de cereales y de una reforma electoral que se amoldara a los nuevos tiempos (y con un sistema electoral censitario que dejaba fuera a la mayor parte de la población británica) se unieron al hambre y un aumento del desempleo, consecuencia también de la desmovilización de tropas tras el final de las guerras napoleónicas en 1815. La población británica lo estaba pasando mal, pero el Gobierno de Su Majestad –un Jorge III incapacitado (moriría en 1820) y un príncipe regente (futuro Jorge IV) abotargado y preocupado exclusivamente por sus placeres–, presidido por el conde de Liverpool apostó por la represión ante lo que consideraba un clima de creciente insurrección.
10 de mayo de 2019
9 de mayo de 2019
8 de mayo de 2019
7 de mayo de 2019
6 de mayo de 2019
5 de mayo de 2019
Crítica de cine: Leonardo V Centenario, de Francesco Invernizzi
Nota: este documental llega a las salas de cine como evento cinematográfico. Exhibidores como Yelmo, Grup Balañà y los Cines Verdi en Barcelona, lo emitirán los días 6 y 7 de mayo, vinculado a una programación cultural especial; consúltese también en FilmAffinity para saber en qué otros cines se emitirá.
Esta semana, concretamente el 2 de mayo, se cumplieron quinientos años de la muerte de Leonardo da Vinci (1452-1519), uno de esos genios que a lo largo de la historia lograron destacar en prácticamente en cualquier disciplina en la que trabajaron; para el caso del personaje en cuestión, tenemos que se dedicó a la pintura, la escultura, la arquitectura y el urbanismo, indagó en la anatomía, la ingeniería y la botánica, y cultivó también la poesía, la música y la música, y probablemente nos dejemos algo más en el tintero. Desde luego, la etiqueta de «hombre del Renacimiento» se le queda corta. Y es que Leonardo era un curioso por encima de todo y muchos de sus dibujos conservados son una buena muestra de aquellas materias del conocimiento que trabajó a fondo, llevado por esa curiosidad y por el sueño de llevar al ser humano hacia adelante. La Última Cena (c. 1495-1498) y La Mona Lisa –o La Gioconda– (c. 1503-1519) constituyen dos piezas únicas en la historia del arte y son quizá dos de sus obras que nos vienen a la cabeza cuando pensamos en su nombre; y añadiríamos a una lista de cuadros suyos obras como La dama del armiño (1490), La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana (c. 1510-1513), el San Juan Bautista (c. 1508-1513) o La Anunciación (1472-1473), pintura de su período de formación y que nos sirve para, en comparación con sus óleos posteriores, comprobar hasta qué punto evolucionó Leonardo en su arte.
4 de mayo de 2019
Crítica de cine: El bailarín, de Ralph Fiennes
Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
En español tenemos la expresión «ser un mirlo blanco» para referirnos a alguien cuya rareza brilla entre lo común; los rusos utilizan una expresión parecida, «cuervo blanco» (belaya borona) y básicamente significan lo mismo. Con algún matiz, desde luego: para los rusos, la rareza de este cuervo blanco se asimila a la originalidad, la transgresión, la irreverencia incluso. Pocos dudarán –algunos echamos la memoria atrás y recordamos sus últimos años de vida, ya enfermo de sida– que Rudolf Nuréyev (1938-1993) era la encarnación del cuervo negro precisamente por esto último: su desafío a la autoridad, su manera de transgredir las normas de una Unión Soviética que trató de atarle corto (sin conseguirlo, desde luego) a la par que reconocía e incentivaba su talento, y su carácter explosivo, tiránico incluso, hacia los demás (superiores incluidos). Alguien capaz de exigir que se le cambie de profesor en la academia de danza porque no quiere amoldarse a los métodos del que se le ha asignado (a él y al resto de bailarines). Alguien que hacía buenas migas con los extranjeros, a diferencia de los demás miembros del Ballet Kirov, que se mantenían aparte en los encuentros con otras compañías de danza. Alguien que paseaba por las calles de París y conocía de cerca sus monumentos tras retar los horarios impuestos por unos comisarios políticos de la propia compañía que le dejaban volar suelto (no sin que un par de agentes de la KGB siguieran sus pasos). En definitiva, Nuréyev era un cuervo blanco.
3 de mayo de 2019
2 de mayo de 2019
1 de mayo de 2019
Crítica de cine: Vitoria, 3 de marzo, de Víctor Cabaco
Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Para ese “revisionismo” de barra de bar muy de moda hoy en día (pónganse los ejemplos que se considere), la lucha obrera es una cosa del pasado, tan desfasada como los sindicatos. Al margen de la mala imagen (o incluso la utilidad) que puedan tener las centrales sindicales en la actualidad, negar que los avances sociales y laborales no han venido otorgados, sino que ha habido que luchar por ellos desde hace mucho tiempo, supone no ver el presente con la perspectiva que supone echar la vista al pasado y comprenderlo. Supone no conocer la historia de un movimiento obrero cuyos logros hoy en día disfrutamos todos y que afectan a nuestro día a día: la jornada de ocho horas, el día de fiesta semanal, un salario estable, las vacaciones pagadas, etc., y por poner algunos pocos ejemplos que damos por sentados, no se consiguieron por que sí, sino que fueron fruto de una lucha obrera para conseguir unos derechos laborales que la patronal (y los Gobiernos) no iba a dar tan tranquilamente, sino que había que arrancarles y negociar constantemente. Esto no es demagogia, es historia, pues también remite a derechos que hoy en día damos por seguros como los de reunión, manifestación y huelga, y más en unos tiempos en los que estos derechos estaban vedados en la sociedad española; unos derechos por los que también hubo que luchar durante la dictadura franquista. Quizá por ello una película como Vitoria, 3 de marzo, y al margen de las virtudes y defectos cinematográficos que pueda tener, deviene necesaria. Y además recupera un episodio de violencia que ha quedado impune de una Transición que aún estaba en pañales.
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