Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Es probable que muchos que no conozcan al detalle la historia del Reino Unido busquen en Google la palabra Peterloo cuando la escuchen o sepan del estreno de este filme (me temo que para muchos de los hijos de la Gran Bretaña tampoco signifique demasiado hoy en día). Fue una masacre que sucedió en un espacio abierto de Manchester, St Peter’s Field (actualmente es una plaza), el lunes 16 de agosto de 1819 (este año se conmemora el segundo centenario del acontecimiento). Se había convocado a miles de personas para escuchar a un orador procedente de Londres, Henry Hunt, y los temas a tratar eran diversos: las Leyes de Cereales –Corn Laws; por cierto, qué mal traducido corn como «maíz» en los subtítulos de la película, cuando en el inglés británico significa cereal en general– aprobadas en 1815 y que imponían aranceles a la producción importada, a la vez que repercutía en los consumidores, que debían hacer frente a la consecuente subida de precios; las pésimas condiciones laborales en las fábricas de Manchester, ciudad que ya era uno de los espolones de proa de la Revolución Industrial en el Reino Unido; o el hecho de que la propia ciudad, una de las más populosas del país, no tuviera un representante en la Cámara de los Comunes –a diferencia de los llamados «burgos podridos» (rotten boroughs), vetustas poblaciones que cada vez estaban cada vez más despobladas y que desde siglos atrás eran las que tradicionalmente enviaban diputados. Las demandas de regular el mercado de cereales y de una reforma electoral que se amoldara a los nuevos tiempos (y con un sistema electoral censitario que dejaba fuera a la mayor parte de la población británica) se unieron al hambre y un aumento del desempleo, consecuencia también de la desmovilización de tropas tras el final de las guerras napoleónicas en 1815. La población británica lo estaba pasando mal, pero el Gobierno de Su Majestad –un Jorge III incapacitado (moriría en 1820) y un príncipe regente (futuro Jorge IV) abotargado y preocupado exclusivamente por sus placeres–, presidido por el conde de Liverpool apostó por la represión ante lo que consideraba un clima de creciente insurrección.
Lo que había empezado como una reunión festiva de miles de personas para escuchar a un orador, Henry Hunt, se convirtió en un ataque brutal por parte tropas militares (no existía por entonces lo que hoy consideramos un cuerpo de policía), que recibieron órdenes de dispersar a la multitud reunida –habían acudido familias enteras y en aras del tono festivo pero reivindicativo los convocantes exigieron que no se llevaran armas–, mientras se arrestaba a Hunt y al resto de personas situadas en la tribuna. La carga de la caballería, con el sable desenvainado, fue feroz y también participaron soldados de infantería en formación y con la bayoneta calada. Fueron Tropas británicas contra civiles británicos. Murieron once personas (incluidas dos mujeres y un niño; siete personas más morirían más adelante a causa de las heridas, dos de ellas mujeres) y hubo varios centenares de heridos por arma blanca, disparos y atropellos de los caballos (la cifra exacta no se ha podido determinar, pues es probable que muchos de los heridos no denunciaran su estado para evitar represalias de las autoridades, que les encausarían por revuelta).
Periodistas de algunos medios presentes aquel día en Manchester escribieron crónicas de lo sucedido –la brutalidad de unas tropas que habían bebido antes de realizar las cargas; el hecho de que no se limitaran a dispersar a la multitud, sino que atacaron con los sables y las bayonetas; la irresponsabilidad de unas autoridades locales que presionaron para que se reprimiera con violencia a lo que claramente era una reunión pacífica, atemorizados por los rumores de que en realidad se preparaba una insurrección– y definieron aquella jornada como «Peterloo», comparando la masacre en St Peter’s Field con la batalla de Waterloo, que se había librado en junio de 1815; el Gobierno perseguiría también a los periodistas en los meses posteriores. El clima de violencia no cesó con la represión, todo lo contrario: la masacre alimentó la indignación de la población del norte de Inglaterra y las revueltas se sucedieron en los siguientes años. Peterloo, en cierto modo, fue una de las mechas de la lucha obrera y el movimiento político que llevaría a la Ley de Reforma de 1832 que modificaría sustancialmente el sistema electoral británico (aun manteniendo un voto censitario que permitía votar a uno de cada deis hombres).
El veterano Mike Leigh –autor de la magistral Secretos y mentiras (1996), El secreto de Vera Drake (2004), Happy: un cuento sobre la felicidad (2008) y Mr. Turner (2014), fascinante “retrato” del homónimo pintor británico, entre otros destacados filmes– escribe y dirige una película que reconstruye con detalle los prolegómenos y el día de la masacre de Peterloo y que hemos podido disfrutar en su pase por el 3er BCN Film Fest (llega a las salas de cine el 10 de mayo). A sus 76 años Leigh no ha perdido su mordiente y su lucidez a la hora de retratar al ser humano en todas sus complejidades, y en esta ocasión, como ya nos tiene acostumbrados en algunos de sus filmes, toma partido de una manera especialmente incisiva.
La tragedia de Peterloo, extensa película (154 minutos, quizá demasiado metraje, que se nota además en una primera y muy dilatada parte), ofrece una visión muy combativa de la irresponsabilidad de quienes atizaron la masacre: del secretario del Home Department (o ministerio del Interior), Henry Addington, vizconde Sidmouth (Karl Johnson) –quien, preocupado por el clima de radicalismo en el norte del país (o eso leía en la numerosa correspondencia que recibía), envía al general John Byng (Alastair Mackenzie) al norte con tropas– a los magistrados de Manchester (con el apoyo de los dueños de las fábricas), que buscan cualquier oportunidad para reprimir por la fuerza el activismo de agitadores locales como John Knight (Philip Jackson), Samuel Bamford (Neil Bell) y John Bagguley (Nico Mirallegro) en tabernas. Tabernas a las que acuden algunos de los miembros de la familia de Joseph (David Moorst), que ha regresado a casa tras su servicio en el ejército del duque de Wellington y que ha quedado traumatizado –hoy en día diríamos que sufre de estrés postraumático– en la batalla de Waterloo. Joseph regresa a un Manchester agitado, como decíamos, y busca trabajo en la zona, sin hallarlo; su padre Joshua (Pearce Quigley) y su hermano Robert (Tom Meredith), su hermana Mary (Rachel Finnegan) y su cuñada Esther (Simona Bitmate) trabajan en una fábrica textil en la ciudad; su madre, Nellie (Maxine Peak) trata de ayudar a la economía familiar vendiendo pasteles de carne que cocina en casa y que también cambia por huevos en el mercado. La familia simpatiza con los agitadores que demandan una reforma electoral (Manchester, decíamos, no tiene representantes en la Cámara de los Comunes) y leyes que mejoren las condiciones laborales. Cuando el carruaje del príncipe regente (Tim McInnerny) recibe el lanzamiento de una patata por parte de un habitante de Londres harto de la situación de pobreza que vive –una patata que la propaganda gubernamental convierte en una piedra e incluso en algo más lesivo–, lord Sidmouth suspende la ley de habeas corpus y anima a detener a los activistas.
La invitación que Bamford y un amigo hacen al famoso orador radical, Henry Hunt (Rorey Kinnear) para que pronuncie un discurso ante la población local de Manchester será la excusa también para que las autoridades de esta ciudad detengan al visitante y a los radicales, además de hacer un alarde de fuerza, trayendo a un destacamento militar (el encabezado por Byng) que se una a la milicia local. El día de la reunión en St Peter’s Field, como mencionamos, una enorme multitud que viene de diversos lugares (los hay que han salido de sus casas a las seis de la mañana) se dirige al lugar de encuentro, dispuestos a escuchar a Hunt; entre ellos estarán Joseph y su familia. El general Byng deja en manos de su subordinado, el coronel L’Estrange (Patrick Kennedy), el mando del destacamento militar, mientras una comisión de los magistrados de Manchester se reúne para escribir una orden de arresto de Hunt y los demás radicales y ordenar la disolución del encuentro; se abandona la poca moderación que podía demostrar alguno de sus miembros y se opta por el uso de la fuerza sin medida. Lo demás, ya es conocido.
Leigh se toma su tiempo, mucho tiempo, en mostrar el clima de represión de una Inglaterra cuyos dirigentes, comenzando por el primer ministro Liverpool (Robert Wilfort), no pierden el tiempo en premiar a Wellington, vencedor en Wellington con una recompensa de cientos de miles de libras, mientras desatiende las necesidades de las clases populares –por ejemplo, la secuencia al inicio del filme en la fábrica textil, con los telares mecánicos funcionando a pleno rendimiento en medio de un ruido ensordecedor que en aquellos tiempos era normal y hoy en día nos resultaría insoportable– y encarece el precio del trigo con los aranceles de la Ley de Cereales. Muestra también como la justicia se ceba con los pequeños delitos de pobres, campesinos y mujeres, mediante penas excesivas que imponen jueces que parecen vivir en una torre de marfil. Las dificultades de los trabajadores se ejemplifican en el día a día de la familia de Joseph y en los discursos que los activistas radicales –cada cual con su intensidad– pronuncian en locales y tabernas (aquí Leigh se recrea en demasía, ralentizando la trama); o en reuniones de mujeres que apoyan las peticiones de una reforma electoral («un hombre, un voto»), aunque muchas de ellas no sepan realmente de qué va la cosa (resulta muy revelador, a la par que gracioso, cuando algunas de esas mujeres responden a las que encabezan el grupo diciendo que no entienden nada de lo que han dicho). A pesar de que se dilata el metraje, hay que destacar el «ojo clínico» de Leigh describiendo las miserias de una población que lucha por sobrevivir en el día a día, el despotismo de unas autoridades que tachan de radical cualquier demanda de mejora social o política o la inopia en la que viven personajes como el príncipe regente, que tendrá el cuajo de felicitar a los magistrados de Manchester tras la masacre.
La película es la recreación de un episodio desde las diversas esferas sociales que componen este escenario y en la que se resaltan las divergencias entre los propios radicales: Hunt, un caballero, está muy lejos de aceptar el estilo de Bamford y sus adláteres a los que desprecia, aun compartiendo las mismas demandas (un clasismo que lo aleja de quienes serían sus aliados), mientras que entre los magistrados locales hay discrepancias en torno al nivel de violencia que hay que imponer sobre la «turba»; el propio general Byng deja en manos de un subordinado todo el asunto mientras él se va a presenciar una carrera de caballos (y sus hombres se emborrachan en las horas previas a la masacre). ¿Carga las tintas Leigh contra las clases privilegiadas, magistrados y patronos (que se ofenden cuando comprueban que nadie ha acudido a trabajar el día de la masiva reunión)? Quizá, pero su retrato de una sociedad no tan «democrática» como la tradición (y el imaginario colectivo) manifiestan sobre la Gran Bretaña que realizó la Revolución Gloriosa en 1689 y tiene entre sus próceres ilustrados a John Locke, David Hume o Samuel Johnson, es muy afinada, históricamente hablando.
Su ejercicio «histórico» sostiene una película que tampoco pretende sentar cátedra: su final, prácticamente abrupto, no deja otras conclusiones que las que el propio espectador pueda tomar una vez vistos los «hechos». En este sentido, su película es muy estimulante: sin un corolario, unos títulos de crédito que expliquen qué pasó después, se centra en esos hechos desnudos y en el clima que condujo a la masacre. Explica la masacre, pero no la convierte en metáfora –quizá alguno por nuestros lares sí quiera hacerlo; de hecho, en otro pase de prensa diferente a este filme escuché los comentarios de algunos asistentes que hacían paralelismos con manifestaciones populares también «reprimidas» por la fuerza no hace demasiado tiempo…–; Leigh toma partido, claramente, pero lo hace desde un ejercicio «historiográfico» que presenta los hechos desnudos sin banalizarlos ni etiquetarlos desde un subjetivismo mal entendido.
El resultado es una película larga en metraje y llena de muchos detalles de denuncia social y política que encontramos en los libros de historia. Una película extensa, sí (también lo es Mr. Turner), y que se toma sus tiempos, pero nada aburrida ni tampoco especialmente densa: el objetivo de la cámara es amplio y rica la panorámica que muestra, lo suficiente como para que el espectador se interese por ese retrato de una época. Como en la reciente Un pueblo y su rey, hay un ejercicio de reconstrucción histórica muy fiel a los hechos, acompañado de un estilo muy personal que sigue siendo perspicaz en cuanto a la descripción de perfiles humanos.
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