Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Ver El árbol de la sangre, la última película presentada por Julio Medem (n. 1958), en cierto modo supone realizar un ejercicio de retrospectiva de la obra del director donostiarra, pues en este filme se perciben varias de las constantes de su filmografía: pequeñas obsesiones como las vacas, el árbol como elemento simbólico (y telurio), bien arraigado a una tierra que respira y aporta la sangre a tres familias; la propia familia como vehículo narrativo y testimonio personal (Medem dedica la película a su madre en los créditos finales; Caótica Ana [2007] ya supuso un proyecto que el cineasta emprendió como mecanismo para superar la depresión por la muerte de su hermana); la construcción de una narración que rompe a menudo los estándares de lo que es el tiempo y el espacio; la pasión sexual como obsesión y al mismo liberación; y la literatura como terreno de construcción de historias, de evasión, de redención incluso. Y es que la pulsión literaria sobrevuela a menudo el cine de Medem, evidentísima en Lucía y el sexo (2000), una de sus mejores películas. En Vacas (1992), las sagas familiares (con varias generaciones) asumieron un papel parecido al que juegan las tres familias entrelazadas, por el amor, la sangre derramada y las verdades ocultas, en esta película que presentamos. De un modo parecido, Rebeca (Úrsula Corberó) y Marc (Álvaro Cervantes), evocan, en su historia de conocimiento personal, a Otto (Fele Martínez) y Ana (Najwa Nimri) en Los amantes del círculo polar (1998), y la invención de una nueva realidad, como hace Jota (Nancho Novo) en La ardilla roja (1993), también subyace en esta ocasión. La pasión de dos mujeres en Habitación en Roma (2010) se recoge también en esta ocasión en la historia de Amaia (Patricia López Arnaiz) y Núria (Maria Molins).