En 1996 el autor británico David Irving, autor de
numerosos estudios sobre el Reich nazi, la Segunda Guerra Mundial y
Adolf Hitler en particular (suyo es un best-seller de los años setenta, La guerra de Hitler,
que en nuestro país fue editado por la Editorial Planeta), presentó una
demanda por difamación contra la historiadora estadounidense Deborah
Lipstadt y la editorial Penguin. Irving argüía que Lipstad, en su obra Denying the Holocaust
(1993), le difamaba y lo consideraba un negacionista del Holocausto.
Penguin y Lipstadt se pusieron en manos del bufete de Anthony Julius y
prepararon la defensa del caso: en el Reino Unido, a diferencia del
modelo estadounidense, en una demanda por difamación son los demandados
quienes deben demostrar unos hechos, no el demandante, algo que puede
parecer ilógico. Sea como fuere, durante tres años se preparó la defensa
del caso (o más bien la acusación implícita contra Irving) y en ella
colaboró el historiador Richard Evans, que aún no había publicado su
magna trilogía sobre el Tercer Reich. La maquinaria legal se puso en
marcha, se citaron a testigos y expertos por parte de la defensa: no
sólo Evans, también historiadores e prestigio como Peter Longerich o el
especialista en arquitectura histórica Robert van der Pelt, para
testificar sobre las cámaras de gas que Irving negó que existieran.
Irving se representó a sí mismo, sin abogados, y llevó a cabo la
acusación (o habría que decir la defensa implícita de ser un
negacionista, racista y antisemita).
El juicio duró varias semanas, creó una enorme expectativa en aquellos
primeros meses del año 2000, y más en un proceso que dirimiría un juez y
no un jurado, como deseaba la defensa de Lipstadt y Penguin.