Puede suponer una osadía trasladar un texto
teatral a la gran pantalla y hacerlo en un siglo XXI que parece haber
olvidado el valor de la palabra. La palabra que Federico García Lorca
convirtió en imagen —cuchillo, caballo y luna—, en pensamiento y en
color (rojo sangre). La palabra de quien, ya fuera en verso o en prosa,
mostró en Bodas de sangre la
tragedia del alma humana, el miedo y el deseo en un mismo cuerpo, lo
atávico y lo "actual", lo sensitivo y lo sensorial. No me pongo
nostálgico (mucho menos "carca"), pero en estos tiempos en los que el
cine en muchas ocasiones no es más que un receptáculo visual que acaba
por estomagar incluso al espectador entregado, volver a los clásicos es
toda una aventura; y se podría decir que lo es más al tratar de
trasladar al lenguaje cinematográfico un texto como el de Lorca, tan
"literario" pero al mismo tiempo tan evocador. Un texto en el que junto a
la palabra se evoca la imagen —cuchillo, sangre, caballo, barro, luna,
penumbra—, y en el que la propia cadencia de los versos, de la rima
asonante, comulga con la propia imagen, de manera que ambos elementos,
como la pasión que ata a la Novia y a Leonardo, se unen de manera
inextricable. Alegorías al margen, reivindicar a Lorca desde una
pantalla de cine, decía, supone toda una proeza. Y una alegría para los
sentidos.