Las elecciones británicas de 2010 plantearon un
escenario nuevo: romper el bipartidismo endémico y clásico entre
conservadores y laboristas con la entrada en liza de un tercer actor,
también antiguo, pero hasta entonces irrelevante en la política de
Westminster: los liberales demócratas liderados por Nick Clegg. Los
tories, con David Cameron al frente, confiaban en arrebatar Downing
Street a unos laboristas desgastados tras trece años de gobierno y con
un primer ministro, Gordon Brown, exhausto. La campaña electoral, en
abril, demostró que la «vieja política» que tories y laboristas llevaban
practicando desde décadas (cuando no un siglo) atrás era cosa del
pasado… o así parecía serlo cuando alguien joven, carismático y con
cierta telegenia como Clegg lo decía en la pequeña pantalla. ¿Era Clegg,
hijo de un banquero de procedencia rusa, educado en Cambridge y con una
mirada cercana a Europa (había sido eurodiputado) el cambio
revolucionario que necesitaba el Reino Unido? ¿Era, en cambio, Cameron,
descendiente de Guillermo IV, eslabón entre los viejos tories y una
nueva generación de conservadores (con George Osborne al frente, hasta
entonces canciller del Exchequer «en la sombra»), el cambio que
necesitaba Britain tras diez años de blairismo y oros tres de un Gordon
Brown que no levantaba cabeza? Pero la pregunta más determinante era:
¿podía el Reino Unido gobernar sin un Gobierno con mayoría absoluta, tal
y como las encuestas predecían?