En un temario de historia del siglo XX, el crash
de 1929 suele ser un hueso duro de roer. Entender qué pasó, cuál fue el
camino hacia el desplome de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929,
cuáles fueron las consecuencias en los primeros años treinta y cómo se
salió de la Gran Depresión, no es fácil. No es un tema que se preste a
un debate entre profanos en economía, aunque cada vez estamos más
informados al respecto. Incluso el libro clásico sobre el tema, El crash de 1929
de John Kenneth Galbraith (1954) requiere de unos ciertos conocimientos
previos de un lector que, si no está un poco avezado en cuestiones
económicas más o menos básicas, puede perderse. Sin embargo, es posible
trazar la senda que llevó al desplome del sistema capitalista en el
período de entreguerras y a su posterior recuperación. Hubo señales,
precedentes (en 1907 se produjo el anterior crash), la
posguerra afectó a las economías de los países en liza (Alemania,
especialmente) y, económicamente hablando, sólo hubo un vencedor,
Estados Unidos. Pero las actuaciones de cuatro hombres encendieron la
mecha que, mediante la década de los años veinte, conduciría a la Gran
Depresión. Los señores de las finanzas. Los cuatro hombres que arruinaron el mundo
de Liaquat Ahamed (Deusto, 2010) es algo más que un libro de historia
económica focalizado en un período de tiempo determinado (entre la
Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión). Es también una pequeña
colección de pequeñas historias personales.
Para empezar las historias
de los cuatro señores de esta imagen: Benjamin Strong Jr., presidente del
Banco de la Reserva Federal de Nueva York entre 1914 y 1928; Montagu
Norman, gobernador del Banco de Inglaterra entre 1920 y 1944; Hjalmar
Schacht, presidente del Reichsbank alemán entre 1923 y 1930; y Émile
Moreau, presidente de la Banque de France entre 1926 y 1930. Cuatro
hombres que, al frente de los bancos centrales de sus respectivos países
(Strong, si acaso, era el presidente de una de las sedes
descentralizadas de la ReservaFederal estadounidense, lo cual también le
dio bastante libertad de movimiento en comparación con sus colegas),
influyeron en una de las cuestiones esenciales de la economía monetaria
del período de entreguerras: el patrón oro. Hay que tener en cuenta que,
en aquellos años, aunque hablemos de bancos centrales (sobre todo para
simplificar), los cuatro bancos citados seguían siendo de capital
privado, respondiendo especialmente ante sus accionistas aunque también
tenían el objetivo de preservar el valor de la moneda. Por ello, hay que
insistir en la importancia que hasta esa época tuvo el patrón oro, que
ligaba el valor de la moneda a una cantidad de oro determinada. Conviene
recordar que la mayor parte del oro por entonces no estaba en
circulación, sino enterrado en depósitos bajo tierra, apilado en
lingotes en las cámaras acorazados de los bancos centrales. Estos bancos
centrales velaban por estos depósitos, tenían el derecho de emitir
moneda y, por tanto, legalmente estaban obligados a disponer de una
determinada cantidad de lingotes de oro como aval del papel moneda que
emitían. Economía básica del período de entreguerras, para entendernos.
Las consecuencias de la Primera Guerra
Mundial fueron devastadoras para un país como Alemania, que además de
perder parte de su extensión y de su población, y de pasar a ser
responsabilizada con la culpabilidad de la guerra, tuvo que soportar el
peso de unas indemnizaciones, en teoría para sufragar la devastación que
había realizado en los países ocupados durante el conflicto
(esencialmente, Francia y Bélgica). La realidad es que las
indemnizaciones fueron otro elemento más para castigar a la República
alemana en ciernes. Por el Tratado de Versalles se estipuló una cantidad
determinada, matizada en posteriores conferencias y reasignada en
varios planes (Dawes, Young). Francia, vencedora de la guerra pero
temerosa del resurgimiento alemán, impuso unas condiciones durísimas,
prácticamente imposibles de ser aceptadas y mucho menos cumplidas, y
cuando quiso aumentar la presión, en momentos en que Alemania sufría un
fortísimo proceso de hiperinflación, ocupó militarmente la cuenca del
Ruhr, uno de los pulmones industriales de Alemania. Si en 1921 se
estipuló que las indemnizaciones que debía pagar Alemania durante más de
sesenta años serían de 12.000 millones de dólares (equiparables, hoy
día, a 2,4 billones de dólares), la realidad fue que poco más de una
década después, cuando con Hitler ya en el poder se cerró el humillante
grifo, el Estado alemán apenas había pagado 4.000 millones de dólares
(casi un billón de dólares actuales). Por el camino, un régimen
(Weimar), frágil desde el principio, se hundió, y una crisis financiera y
económica transformó el mundo y no se superó sin el concurso de otro
conflicto general más devastador aún que el iniciado en 1914.
Al terminar la guerra del 14, el sistema
financiero mundial sufrió las consecuencias. Reino Unido, Francia y
Alemania estaban virtualmente en bancarrota, sus economías oprimidas por
las deudas y su población empobrecida a causa del aumento de los
precios. La libra, el franco y el marco se hundieron. Frente a estas
monedas, el dólar se erigió en la salvaguarda del sistema capitalista y,
mediante el tiempo, en el sustituto del patrón oro. Liaquat Ahamed nos
introduce en las amenísimas páginas de su libro, merecedor del Premio
Pulitzer de Historia 2010, en los esfuerzos de los cuatro banqueros
anteriormente citados por «reconstruir el sistema financiero
internacional» tras la guerra y describe «cómo, durante un breve período
de mediados de la década de los veinte, pareció que lograban su
objetivo: las monedas eran estables, el capital empezó a circular
libremente por el mundo y resurgió el crecimiento económico. Sin
embargo, bajo la superficie del rápido desarrollo urbano empezaron a
aparecer grietas y el patrón oro, que todos habían creído que actuaría
como paraguas de la estabilidad, resultó ser una camisa de fuerza» (p.
24), hasta el punto de que, poco a poco, siendo Estados Unidos el último
y con Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca, abandonaron el patrón
oro como faro macroeconómico.
Liaquat Ahamed. |
Quizá Benjamín Strong, que murió antes
de que estallara la burbuja bursátil especulativa, pudo hacer algo al
frente del Banco de la ReservaFederal de Nueva York, aunque también es
cierto que con su incapacidad a obedecer reglas económicas al margen de
la ortodoxia financiera conocida puso el pie en el acelerador hacia el
desastre. Montagu Norman se negó a apartarse un ápice de lo que
consideraba que era la esencia del sistema capitalista, o al menos una
de ellas: el patrón oro. Incapaz de escuchar a nadie ni nada que no
fuera su propio instinto, su autoridad se basaba en la larga permanencia
al frente del Banco de Inglaterra, a la postre también la causante de
su propia debilidad. Con Strong hizo buenas migas y forjó lazos de
amistad que duraron hasta la muerte de éste último. Juntos enarbolaron
la bandera del patrón oro y se negaron a realizar cambios, aunque eran
conscientes de que la fortaleza del sistema podía venirse abajo si se
insistía demasiado en castigar a la economía alemana. Hjalmar Schacht,
orgulloso e inflexible, pudo poner freno a la hiperinflación que
destruyó el marco entre 1921 y 1923 (el Rentenmark, la moneda que
sustituyó al Reichsmark durante un breve período de tiempo, fue obra
suya) y trató de imponer sus deseos al frente del Reichsbank que de
ayudar realmente a la débil República a levantarse. Si es cierto que la
República de Weimar tuvo demasiados enemigos poderosos y pocos amigos
sólidos, Schacht se alineaba entre los primeros aunque, paradójicamente,
durante su mandato en el Reichsbank estuvo al servicio de los segundos.
Tanto daba: no tuvo reparo alguno en tratar de hundir toda iniciativa
de los diversos gobiernos alemanes que trataban de paliar los efectos
del pago de las indemnizaciones. Por último, Émile Moreau, que fue el
último en llegar y también el más desasistido, tuvo la clarividencia de
prever que el patrón oro tenía los días contados.
Nunca se vieron los cuatro hombres al
mismo tiempo. En una reunión en Nueva York en 1927, se vieron Strong,
Normal y Schacht; Moreau envió a su vicepresidente, Charles Rist. No
crea el lector que estos cuatro hombres actuaban como si de una logia
secreta se tratara, moviendo los hilos entre bambalinas. No, sus
actuaciones fueron públicas, claras y manifiestas. Y en ocasiones
contradictorias. Sus relaciones personales no fueron estrechas a nivel
general: Strong y Norman fueron amigos, pero apenas soportaron a un
altivo y generalmente insoportable Schacht, que a su vez despreciaba a
Moreau, el cual tampoco es que fuera del agrado de Norman. Cada uno de
ellos fue libre atarse o desatarse de las ligaduras del patrón oro,
siendo quizá Strong quien entendía mejor su fortaleza (y sus
debilidades), actuando Norman como un ciego devoto que tampoco tenía
alternativa, despotricando Schacht de todo y de todos, y quizá
mostrándose Moreau como el más discreto (y a la postre más racional) de
los cuatro. Cuando en 1931 las consecuencias del crash
financiero de Wall Street se habían ya transformado en las devastadoras
fauces de la Gran Depresión, sólo resistía en su puesto Norman. Por poco
tiempo, eso sí.
Estamos ante un libro de lectura
poderosamente atractiva, que nos pone en situación de un modo que
cualquier profano en guarismos y teorías económicas puede seguir de un
modo asequible. Comprender las causas del crash bursátil de
octubre de 1929 (las bases de la debilidad del sistema, unidas a una
especulación bursátil desaforada), entender los mecanismos del patrón
oro de un modo eficaz, asistir a la debacle de una democracia en ciernes
(Alemania) y tratar de tener una panorámica general de una década, los
años veinte, son los objetivos (cumplidos) de este libro. Y además con
todo lo bueno de una historia bien tramada y desarrollada. Al finalizar
la lectura, llegaremos a varias conclusiones. Entre ellas, quizá la más
importante en última instancia, una que nos transporta al presente: «la
Gran Depresión fue provocada por una ausencia de capacidad decisoria,
por una falta de comprensión del funcionamiento de la economía. A lo
largo del camino que condujo a la Gran Depresión y durante el tiempo que
ésta se prolongó, nadie luchó más que Maynard Keynes por entender las
reglas del juego. Creí que si podíamos acabar con el pensamiento
«embrollado» –una de sus expresiones favoritas en materia económica–, la
sociedad quizás lograra colocar la gestión de su bienestar material en
segundo plano para dedicarse a lo que consideraba los temas centrales de
la existencia, los «problemas de la vida y de las relaciones humanas,
de la creación, del comportamiento y de la religión». A eso es lo que se
refería cuando, durante un discurso pronunciado al final de su vida,
declaró que los economistas son los «fideicomisarios, no de la
civilización, sino de la posibilidad de civilización». No hay mayor
testimonio de su legado a ese fideicomiso que el hecho de que, en los
sesenta años transcurridos desde que pronunció aquellas palabras llenas
de agudeza, el mundo ha evitado una catástrofe económica como la que le
sorprendió entre 1929 y 1933» (p. 574).
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