«Veía cuánto se había corrompido una estirpe gloriosa solo en tres generaciones: la de los argonautas, que habían viajado hasta los confines del mar y de la muralla de montañas inaccesibles, límites extremos para los mortales; la nuestra, que había destruido y despojado la más grande y poderosa ciudad del mundo; y, por último, la de los pretendientes que habían conquistado la despensa y las cocinas de una casa indefensa en la que comían y bebían, aprovechándose de un trono vacío, de una mujer sola y de un muchacho: hijos mimados y faltos de respeto y de humildad que habían crecido sin los padres. Pensaba, sin embargo, que también mi muchacho había crecido sin un padre, pero era, no obstante, prudente y valeroso, fiel a un recuerdo sin imagen ni voz. Por eso los pretendientes no me despertaban piedad. Habían tratado de matar a Telémaco. Todos ellos querían yacer en mi lecho, el que había encajado entre las ramas de un olivo, con mi esposa intachable. Gozar del amor con ella. Debían morir» (pp. 255-256).
Con Odiseo. El retorno (Grijalbo, 2014) se cierra el díptico –en realidad son una
sola novela, aunque luego nos la hayan presentado en dos tomos– que
empezara en 2013 con la primera parte, Odiseo. El juramento. Para el
lector de la primera novela, que narra la vida de Odiseo antes de y
durante la guerra de Troya, queda claro que en este segundo tomo, y con
ese subtítulo, el tema a tratar es el regreso a casa, a Ítaca. En pocas
palabras, la Odisea. Y esta novela recoge y resigue la trama del poema
homérico, casi canto a canto, añadiéndose una parte final en la que
Manfredi fabula sobre el último viaje de Odiseo, la última aventura, la
más desconocida… y la más etérea. Las últimas veinticinco páginas pueden
ser interpretables a voluntad de cada lector… y sobre las que no voy a
incidir.