En sus últimos años de vida, Iósif Stalin preparó
su testamento político. De hecho, era la puesta al día de Historia del
Partido Comunista (bolchevique) de la URSS: Compendio redactado en los
años treinta y al que desde 1950 dedicó notables esfuerzos, dedicación y
tiempo –en medio de la Guerra de Corea, la formación tutelada de las
«democracias populares» en Europa del Este y Asia y los diversos choques
que conforman la etapa inicial de la Guerra Fría–, y confiaba en que
fuera un libro de lecciones de economía política (o de cómo concebía él
dicha materia). Supervisando a un grupo de autores a su exclusivo
servicio, el libro era su particular Biblia y pretendía ser la
culminación de un largo proceso: Karl Marx había prefigurado los
principios del socialismo, Vladimir Lenin proporcionó una «teoría de la
revolución» y Stalin confiaba en quedar como el genio que le dio sentido
pleno a todo ello, y, especialmente, una aplicación práctica en todo el
mundo. En sus propias palabras, el libro desvelaría «cómo escapamos de
la esclavitud del capitalismo; cómo transformamos la economía según los
criterios del socialismo; cómo nos ganamos la amistad del campesinado; y
cómo convertimos lo que poco antes era un país débil y pobre en una
nación rica y poderosa» (citado en p. 455). La realidad, sin embargo,
distaba de ser tan esplendorosa: si la Unión Soviética había alcanzado
el «éxito», lo cierto era que se logró recurriendo a la violencia y la
eliminación sistemática de «contrarrevolucionarios» de diverso tipo,
condición y especialmente etiquetación: burgueses, industriales, kulaks,
militares, prácticamente la globalidad de la población soviética, cuyos
sacrificios en la construcción del «socialismo en un solo país» y en
una «Gran Guerra Patriótica» significaron millones de muertos (alrededor
de 26 tan sólo en la Segunda Guerra Mundial). Stalin murió antes de
poder leer la versión definitiva del libro y, una vez desaparecido de la
escena y convenientemente «denunciado» en el XX Congreso del PCUS, se
dejó que pasara al olvido.