Las dos primeras secuencias de La gran belleza
de Paolo Sorrentino ya nos deja claro qué vamos a ver en las casi dos
horas y media de película: si la primera nos traslada al Gianicolo, uno
de las colinas a las afueras de la Roma histórica (y con unas vistas
estupendas, como todos los que han/hemos viajado a Roma habrán podido
comprobar), en el que la belleza visual de lo que se muestra (con un
cierto manierismo en la forma), la siguiente escena rompe con ese
escenario casi bucólico: una fiesta en el que se mezclan personajes de
diversas edades, al son de la música más chillona y la estridencia que
cada uno puede aportar, y que nos recuerda que la Roma (por no decir
Italia) de hoy es pasto de vulgaridades berlusconianas que van más allá
de un magnate y político... y que, en el fondo, no anda muy alejada de
personajes y situaciones del cine de Federico Fellini, ya sea en La Dolce Vita, Giulietta de los espíritus, La strada o ese homenaje particular a la Urbe que es Roma
(1972), que es inevitable evocar. Pero quedarse en la herencia de
Fellini (más que el homenaje o la reminiscencia) sería no ver las
múltiples y personales virtudes de la película de Sorrentino, que no se
limita a seguir la senda trazada por el gran Federico. No, La gran belleza tiene espíritu y, valga la redundancia, grandeza propia.