"Siempre hay algo auténtico oculto en toda falsificación".
Virgil Oldman (Geoffrey Rush) es el mejor en su especialidad, como
tasador, subastador y experto en antigüedades. Es capaz de distinguir
una falsificación de una aparente obra maestra auténtica. Es frío,
mecánico, incluso tiene un punto de misantropía: siempre lleva guantes,
evita tocar a las personas, se limita a no dar señales de afecto o
incluso de empatía. No es un hombre sin sentimientos, sino alguien que
se ha ejercitado durante años para mantenerse por encima de lo que
considera mera sensiblería o incluso parloteo banal. Evalúa, tasa y
vende obras de arte con un criterio que nadie le discute. Su vida es
aparentemente rutinaria, metódica, aburrida. Lejos de ser cierto, en
realidad Virgil atesora en lo más profundo de su intimidad un amor por
el arte, sí, pero también por el propio sentimiento en sí, encerrado en
una habitación en la que, sin más muebles que una butaca, se sienta para
contemplar su vasta colección de cuadros y retratos de mujeres. Los
mira y contempla con la pasión de quien nunca ha pasado de la
adoración juvenil o incluso pueril. Ese sanctasanctórum es el último
refugio de Virgil: su muro no de lamentaciones, sino de fascinante
adoración, sentado en su butaca, los libros apilados en el suelo, todo
dispuesto para colocar su última adquisición y dejarse llevar por la
belleza de los trazos pictóricos, por los colores, por el simbolismo de
las imágenes. Por las mujeres que nunca ha conocido y que sabe que no
conocerá.