Hubo un tiempo en el que la luz de la
civilización se apagó, la ley y la paz quedaron en el olvido, el hombre
volvió a la cultura de sus ancestros y un nuevo faro (con una nueva fe)
iluminó los campos entonces sombríos y anegados de sangre y muerte.
Podría parecer que tras la caída de un imperio, como el romano, el mundo
se detuvo: las ciudades se abandonaron, el hambre y el caos camparon a
sus anchas. Roma cayó, dicen, y con ella la civilización. Como materia
de leyendas y cuentos, esta idea resulta muy evocadora, casi romántica,
como si en el devenir de los tiempos la decadencia y la caída formen
parte del guion escrito por el cosmos (los imperios, como los grandes
hombres, «ascienden y caen, ascienden y caen…»); todo lo que estuvo
arriba debe caer para que de sus cenizas surja un nuevo reino, una nueva
ciudad, una nueva nación. Roma cayó en el año 476, ese hecho forma
parte de los anales de la historia que nos han repetido machaconamente:
un joven emperador, apenas un niño, fue depuesto por un líder bárbaro,
que no osó ponerse las vestiduras imperiales, sino que las devolvió a la
«otra» Roma (Constantinopla). Italia sería campo de batalla durante
unos años, entre hérulos y ostrogodos, prevaleciendo finalmente estos
bajo la égida de Teodorico el Amalo, que formó un reino en una parte del
extinto Imperio Romano de Occidente, mientras que visigodos ocupaban la
mayor parte de Hispania tras la derrota ante los francos de Clodoveo en
Vouillé; de esta manera se establecieron tres grandes entidades
–ostrogodos, visigodos y francos–, con otras menores (burgundios,
suevos, vándalos) en las antaño provincias, diócesis y prefecturas
romanas.