25 de agosto de 2015

Crítica de cine: Mr. Holmes, de Bill Condon

Bill Condon nos lo pone fácil para llevarnos a una sala de cine: una película protagonizada por Sherlock Holmes, cómo no nos va a seducir de esta manera. Recientes en la retina otros Sherlock Holmes en las versiones para cine de Guy Ritchie con un atrabiliario Robert Downey Jr. y para televisión a cargo de la BBC con un actualizado Benedict Cumberbatch, Condon ofrece, a partir de la adaptación de la novela corta de Mitch Cullin, A Slight Trick of the Mind (Un sencillo truco de la mente, aunque la edición castellana recoge el título de la película), una visión crepuscular del más famoso de los detectives privados: nos situamos en 1947, Holmes tiene 93 años y su estado de salud es frágil, tanto en cuerpo como en mente. Y es que ver a Sherlock Holmes con lagunas de memoria (de las que es consciente y recoge puntualmente en un diario, mediante trazos de pluma, o apuntando los nombres de personas en los puños de las camisas para no olvidarlos cuando habla con ellas) puede resultar chocante, acostumbrados como estamos a su prodigiosa memoria y sus dotes de deducción. Pero ya veremos cómo estaremos nosotros a los 93 años… Holmes (Ian McKellen) se ha retirado a una finca en Sussex, cerca de los celebérrimos acantilados de Kent, y se dedica a la apicultura, en compañía de un ama de llaves (espléndida Laura Linney) y de su inquieto y perspicaz niño, Roger (Milo Parker). Pero la memoria, aunque quebradiza, es persistente, al menos en apariencia, y el recuerdo de un caso, sucedido casi treinta años atrás, atormenta a Holmes: fue su último caso, tras concluirlo se retiró de la escena pública. Una generación después (y en otros tiempos), Holmes trata de resolver el caso, ya que intuye que entonces no lo hizo… o al menos lo hizo en falso.

Canciones para el nuevo día (1762/991): "Heroes"

Måns Zelmerlöw - Heroes



Disco: Perfectly Damaged (2015)


12 de agosto de 2015

Reseña de Interregno, de José Vicente Pascual

Hubo un tiempo en el que la luz de la civilización se apagó, la ley y la paz quedaron en el olvido, el hombre volvió a la cultura de sus ancestros y un nuevo faro (con una nueva fe) iluminó los campos entonces sombríos y anegados de sangre y muerte. Podría parecer que tras la caída de un imperio, como el romano, el mundo se detuvo: las ciudades se abandonaron, el hambre y el caos camparon a sus anchas. Roma cayó, dicen, y con ella la civilización. Como materia de leyendas y cuentos, esta idea resulta muy evocadora, casi romántica, como si en el devenir de los tiempos la decadencia y la caída formen parte del guion escrito por el cosmos (los imperios, como los grandes hombres, «ascienden y caen, ascienden y caen…»); todo lo que estuvo arriba debe caer para que de sus cenizas surja un nuevo reino, una nueva ciudad, una nueva nación. Roma cayó en el año 476, ese hecho forma parte de los anales de la historia que nos han repetido machaconamente: un joven emperador, apenas un niño, fue depuesto por un líder bárbaro, que no osó ponerse las vestiduras imperiales, sino que las devolvió a la «otra» Roma (Constantinopla). Italia sería campo de batalla durante unos años, entre hérulos y ostrogodos, prevaleciendo finalmente estos bajo la égida de Teodorico el Amalo, que formó un reino en una parte del extinto Imperio Romano de Occidente, mientras que visigodos ocupaban la mayor parte de Hispania tras la derrota ante los francos de Clodoveo en Vouillé; de esta manera se establecieron tres grandes entidades –ostrogodos, visigodos y francos–, con otras menores (burgundios, suevos, vándalos) en las antaño provincias, diócesis y prefecturas romanas.

Canciones para el nuevo día (1753/982): "Pata pata 2005"

Lucrecia - Pata pata 2005



Disco: Mira las luces (2006)