Bill Condon nos lo pone fácil para llevarnos a
una sala de cine: una película protagonizada por Sherlock Holmes, cómo
no nos va a seducir de esta manera. Recientes en la retina otros
Sherlock Holmes en las versiones para cine de Guy Ritchie con un
atrabiliario Robert Downey Jr. y para televisión a cargo de la BBC con
un actualizado Benedict Cumberbatch, Condon ofrece, a partir de la
adaptación de la novela corta de Mitch Cullin, A Slight Trick of the Mind (Un sencillo truco de la mente,
aunque la edición castellana recoge el título de la película), una
visión crepuscular del más famoso de los detectives privados: nos
situamos en 1947, Holmes tiene 93 años y su estado de salud es frágil,
tanto en cuerpo como en mente. Y es que ver a Sherlock Holmes con
lagunas de memoria (de las que es consciente y recoge puntualmente en un
diario, mediante trazos de pluma, o apuntando los nombres de personas
en los puños de las camisas para no olvidarlos cuando habla con ellas)
puede resultar chocante, acostumbrados como estamos a su prodigiosa
memoria y sus dotes de deducción. Pero ya veremos cómo estaremos
nosotros a los 93 años… Holmes (Ian McKellen) se ha retirado a una finca
en Sussex, cerca de los celebérrimos acantilados de Kent, y se dedica a
la apicultura, en compañía de un ama de llaves (espléndida Laura
Linney) y de su inquieto y perspicaz niño, Roger (Milo Parker). Pero la
memoria, aunque quebradiza, es persistente, al menos en apariencia, y el
recuerdo de un caso, sucedido casi treinta años atrás, atormenta a
Holmes: fue su último caso, tras concluirlo se retiró de la escena
pública. Una generación después (y en otros tiempos), Holmes trata de
resolver el caso, ya que intuye que entonces no lo hizo… o al menos lo
hizo en falso.
Digamos de entrada que el guion es lo más endeble de esta película. La
trama parece sencilla, pero al mismo tiempo es tan frágil como la
memoria del anciano Holmes. Un caso, sí, no hay más del que tirar. Pero
Jeffrey Hatcher, que adapta la novela de Cullin, parece tener un
especial interés en complicarlo, ralentizarlo o incluso deconstruirlo.
Los flashbacks a lo cercano (Holmes acaba de regresar de un viaje a
Japón, donde conoció a un fan suyo, o mejor dicho a su madre, y parece
que hay algo que no ha quedado tampoco solucionado) y a lo lejano (aquel
caso en los años posteriores a la Gran Guerra) trufan una trama que se
retuerce quizá sin necesidad. Japón significa una visita a Hiroshima, a
los horrores de la bomba atómica y sus consecuencias sobre una ciudad y
una población devastadas; lo inimaginable para quien, en muchos
sentidos, está anclado en un pasado victoriano del que es prácticamente
uno de los últimos testigos: ni Watson (que toma los aires de Arthur
Conan Doyle y ha escrito las novelas y relatos sobre las aventuras del
detective, para pesar de éste), ni la señora Hudson ni el inspector
Lestrade están vivos. El pasado, en aquel Londres de cuando Sherlock
Holmes era una rutilante figura pública, a su vez significa reflexionar
sobre el paso del tiempo. En una secuencia, que es todo un juego de
espejos metanarrativos (la ficción se refleja en otra que en una
realidad que no existe), el anciano Holmes acude a un cine a ver una
película sobre sí mismo y el caso que le trae ahora por la calle de la
amargura. Porque aquel caso tiene más aristas de lo que parece… aunque
Holmes ahora apenas las recuerde. La memoria es traidora… pero la
ficción (volvemos a los espejos y la metanarración) puede acabar siendo
la solución, si no mejor, al menos la más consoladora. Porque debe haber
una resolución, debe cerrarse un caso y, quién sabe, incluso toda una
vida.
Como en Dioses y monstruos (1998), Condon recupera una figura que todo lo fue pero en la vejez ha quedado prácticamente olvidada (en aquella película fue el director de cine James Whale, también interpretado por McKellen) para reflexionar (más que puramente “narrar”) sobre la memoria finita, el inexorable paso del tiempo y el ocaso de quien todo lo fue… y ahora no es más que una sombra. Del mismo modo que Whale miraba el crudo presente en compañía de alguien mucho más joven, que le servía de bastón y acicate (el personaje de Brandan Fraser en aquella otra cinta), ahora también Condon echa mano de alguien mucho más joven, infantil, que ayuda al anciano a situarse en el mundo que le toca vivir siendo anciano. El proceso de reconocimiento (permítaseme la pedantería: de anagnórisis) de quien uno es, de lo que le rodea, y de lo que uno fue, es otro recurso narrativo en una película en la que, precisamente, lo de menos parece ser la trama. Pues el peso fundamental recae en un personaje, Sherlock Holmes, y en un actor, Ian McKellen, que llenan (los dos) el interés del espectador y la pantalla. Nos interesa ese Holmes, con esas lagunas de memoria y con esa inquietud por resolver lo que (doblemente) dejó abierto en el pasado. Porque al final hay dos casos, como el espectador poco a poco percibirá, y por tanto es obligatorio, ineludible, que haya dos resoluciones. Pero quizá no sean las que uno espera.
Como en Dioses y monstruos (1998), Condon recupera una figura que todo lo fue pero en la vejez ha quedado prácticamente olvidada (en aquella película fue el director de cine James Whale, también interpretado por McKellen) para reflexionar (más que puramente “narrar”) sobre la memoria finita, el inexorable paso del tiempo y el ocaso de quien todo lo fue… y ahora no es más que una sombra. Del mismo modo que Whale miraba el crudo presente en compañía de alguien mucho más joven, que le servía de bastón y acicate (el personaje de Brandan Fraser en aquella otra cinta), ahora también Condon echa mano de alguien mucho más joven, infantil, que ayuda al anciano a situarse en el mundo que le toca vivir siendo anciano. El proceso de reconocimiento (permítaseme la pedantería: de anagnórisis) de quien uno es, de lo que le rodea, y de lo que uno fue, es otro recurso narrativo en una película en la que, precisamente, lo de menos parece ser la trama. Pues el peso fundamental recae en un personaje, Sherlock Holmes, y en un actor, Ian McKellen, que llenan (los dos) el interés del espectador y la pantalla. Nos interesa ese Holmes, con esas lagunas de memoria y con esa inquietud por resolver lo que (doblemente) dejó abierto en el pasado. Porque al final hay dos casos, como el espectador poco a poco percibirá, y por tanto es obligatorio, ineludible, que haya dos resoluciones. Pero quizá no sean las que uno espera.
Mr. Holmes es una película interesantísima en su planteamiento,
aunque débil en su representación fílmica, que atrae al espectador por
el juego de espejos (ficción/realidad, verdad/ficción, pasado/presente) y
sobre todo por la capacidad de un Ian McKellen que aporta verdad en su interpretación; pero no una verdad
en el sentido de algo indubitable, claro y que no da lugar a dudas (lo
que precisamente no son los recuerdos), sino a algo que es conforme con
lo que consideramos que debe ser: y lo que debe ser, o lo que al menos
nos parece que debe ser (ah, las vueltas que podemos dar a las
palabras…) es este Sherlock Holmes. Creíble, atractivo, poderoso… aunque
también frágil, volátil y, por qué no, algo mendaz.
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