Hubo un tiempo en el que la luz de la
civilización se apagó, la ley y la paz quedaron en el olvido, el hombre
volvió a la cultura de sus ancestros y un nuevo faro (con una nueva fe)
iluminó los campos entonces sombríos y anegados de sangre y muerte.
Podría parecer que tras la caída de un imperio, como el romano, el mundo
se detuvo: las ciudades se abandonaron, el hambre y el caos camparon a
sus anchas. Roma cayó, dicen, y con ella la civilización. Como materia
de leyendas y cuentos, esta idea resulta muy evocadora, casi romántica,
como si en el devenir de los tiempos la decadencia y la caída formen
parte del guion escrito por el cosmos (los imperios, como los grandes
hombres, «ascienden y caen, ascienden y caen…»); todo lo que estuvo
arriba debe caer para que de sus cenizas surja un nuevo reino, una nueva
ciudad, una nueva nación. Roma cayó en el año 476, ese hecho forma
parte de los anales de la historia que nos han repetido machaconamente:
un joven emperador, apenas un niño, fue depuesto por un líder bárbaro,
que no osó ponerse las vestiduras imperiales, sino que las devolvió a la
«otra» Roma (Constantinopla). Italia sería campo de batalla durante
unos años, entre hérulos y ostrogodos, prevaleciendo finalmente estos
bajo la égida de Teodorico el Amalo, que formó un reino en una parte del
extinto Imperio Romano de Occidente, mientras que visigodos ocupaban la
mayor parte de Hispania tras la derrota ante los francos de Clodoveo en
Vouillé; de esta manera se establecieron tres grandes entidades
–ostrogodos, visigodos y francos–, con otras menores (burgundios,
suevos, vándalos) en las antaño provincias, diócesis y prefecturas
romanas.
«Compartimentos estancos», se podría decir, cuando más bien las
cosas no son tan sencillas: sí, Roma cayó en el año 476, desapareció la
autoridad imperial en Occidente y surgieron los reinos bárbaros. Pero no
se pasa sin más de un mundo «romano» a otro «bárbaro»: la «caída de
Roma» se alargaba desde varias décadas atrás, un largo siglo de hecho
(nunca una «caída» duró tanto). Adrianópolis (378) significó el
establecimiento de los bárbaros mediante un pacto (foedus) en
territorios de la pars orientalis del imperio, pero la división oficial
del imperio entre Occidente y Oriente no se produjo hasta la muerte de
Teodosio (395): entonces Arcadio reinó desde Constantinopla y Honorio
desde Rávena (o la capital que ocupara en Occidente). La historiografía
ha hecho hincapié en muchas causas para la decadencia de Roma, desde la
creciente barbarización a la imposición del cristianismo como religión
única, pasando por la crisis militar, factores económicos o incluso
sociales. Después de Teodosio, oficiales bárbaros o de origen bárbaro
ligeramente romanizados controlaron el ejército y la corte de Rávena
(Estilicón, por ejemplo), permitiendo las migraciones de pueblos
germánicos, empujados a su vez por tribus procedentes del este (avaros,
hunos). Así, mientras los visigodos amenazaban la estabilidad imperial
en Oriente, hasta que fueron enviados/decidieron marchar a Italia y
saquearon Roma en el año 410, pueblos germánicos como los vándalos,
alanos, burgundios y suevos (entre otros muchos) atravesaron el Rin a
finales del 406 y ocuparon paulatinamente el sur de la Galia e Hispania
(al tiempo que los francos se establecían en el norte de la Galia); en
Britania la autoridad romana desapareció paulatinamente a principios del
siglo V ante las invasiones de tribus germánicas como anglos, sajones y
jutos, que ocuparon la mitad oriental de la isla, la leyenda del rey
Arturo pudo forjarse en aquellos años. «Roma» establecía pactos para
contener a estos pueblos en la parte occidental del imperio… pero «Roma»
se vería progresivamente impotente y reducida a Italia durante la mayor
parte del siglo V, siendo las invasiones de Atila el huno la que a la
postre pondría fin a una débil autoridad, cada vez más vacía de
contenido. Galia, Hispania, África… diversos pueblos germánicos se
establecieron, pelearon entre sí –a veces con el apoyo de «Roma», pronto
sin él– y crearon las bases de posteriores reinos estables. El proceso
fue largo, azaroso y diverso; no hubo causas únicas, ni necesariamente
«compartimentos estancos» con los que categorizar lo que estaba
sucediendo. «Roma» siguió existiendo incluso después de su «caída»: a
fin de cuentas, existía «otra» Roma que durante el siglo VI trató de
restaurar la autoridad imperial (renovatio imperii, Justianiano
mediante) en la pars occidentalis del imperio, y aún perduraría durante
casi un milenio más (de una manera u otra): el recuerdo de Roma no se
esfumó y una «tercera Roma» (Moscovia/Moscú) recogió el testigo y su
legado.
¿Pero qué sucedió en las provincias romanas mientras la(s) capital(es) se hundían, las ciudades se abandonaban y la autoridad de los descendientes de Teodosio, y de quienes los heredaron, se evaporaba? ¿Qué pasó en Hispania, por ejemplo? Vándalos, alanos (halaunios) y suevos, grosso modo, entraron en Hispania y la ocuparon, primero con pactos (foedi) con la autoridad romana de turno, luego sin ellos, en torno a 408-411: los suevos ocuparon la mayor parte de la Gallaecia e instalaron su capital en Braccara Augusta (Braga); vándalos (asdingos y silingos) y alanos se establecieron en la Carthaginense y la Bética, con desigual presencia e intensidad. Teóricamente existía una autoridad romana delegada en Tarraco (un comes Hispanorum como Asterio), mientras los visigodos de Ataúlfo y Walia hacían sentir su dominio desde Tolosa, en la Galia, y a menudo asaltaban el norte de la Tarraconense. Asterio trató de recuperar la mayor parte de Hispania (respetando un foedus con los suevos en la Gallaecia) de manos de vándalos y alanos, y en torno a los años 418-420 derrotó a estos, forzándoles a huir a la Bética, de donde los vándalos partirían para establecer un reino propio en el norte de África, con Cartago como capital. Los ejércitos, de uno u otro signo, corrieron por las tierras hispanas, quedando la población local («hispanorromana») al albur de los saqueos, las razias y las correrías de bandas armadas, ordenadas o desordenadas, durante años… y con el corolario del hambre y la ruina. La Hispania «romanizada», en torno a los años 416-420, que es cuando transcurre la novela Interregno de José Vicente Pascual (Ediciones B, 2015), a la que por fin llegamos, amable lector, asistió como pudo a unos momentos de cambio y aceptó forzosamente a nuevas y distintas autoridades, mientras que para los aspectos más mundanos (la agricultura, el comercio a corta y media distancia, la vida religiosa, las artes) las cosas se mantenían más o menos igual… que siempre.
Norte de Hispania en el perìodo que se relata en Interregno (clickar para agrandar un poco más). Fuente del mapa: blog de José Vicente Pascual. |
Acostumbrados a las categorizaciones (los «compartimentos
estancos»), se tiende a ver Hispania como un todo monolítico que, tras
una larga resistencia a la conquista romana la acabó aceptando de modo
paulatino y se sometió a la autoridad de emperadores, procónsules y
prefectos. La romanización caló, impregnó la vida de los diversos
«hispanos»; pero en un proceso del que se venía desde siglos atrás
(contactos culturales con fenicios, griegos y cartagineses) y que se
mantendría otros siglos más con los romanos, iberos y celtiberos de
Hispania mantuvieron los rescoldos de su antigua (y poliédrica) cultura a
la vez que asumían el legado de Roma. Los campos se siguieron labrando
de un modo similar a como se había hecho siempre, las minas se siguieron
explotando hasta que se agotaron, las vías y calzadas comunicaron ahora
mejor los diversos territorios de la península Ibérica y el comercio
siguió expandiéndose (con el hecho de que el aceite bético podía llegar a
Roma o a la frontera germana); el latín se mezcló con lenguas
prerromanas que paulatinamente desaparecieron, las religiones animistas
perduraron de una manera local e íntima, los cultos romanos se
establecieron y respetaron, llegó la fe cristiana que a su vez tuvo sus
complejas (e irritantes para muchos) peculiaridades. Hispania se
«romanizó» pero también mantuvo un sustrato anterior que se
difuminó/moduló/diversificó en contacto con Roma: una cultura ancestral,
milenaria, basada en cultos animistas, en el contacto pleno con la
naturaleza, en deidades no necesariamente antropomórficas.
A nivel «político», las estructuras romanas se impusieron, ya fueran en provincias, diócesis y finalmente una amplia prefectura con el norte de África; pero mientras Roma imponía su orden, también delegaba el poder en amplios territorios del interior en reyezuelos, señores y líderes para mantener la estabilidad y la paz (ello explicaría, entre otros factores, que una sola legión mantuviera el orden en la península durante varios siglos). Por supuesto simplifico, pues la «historia» de Hispania tuvo muchas más aristas, pero para el caso que nos toca, el relato de un trozo de Hispania, de una ciudad como Hogueras Altas en la frontera entre el flamante reino suevo y la Carthaginense teóricamente gobernada a distancia por un delegado imperial; para el caso que nos toca, la «historia» de Vadinia, una amplia zona en torno a los Picos de Europa y con brazos que pueden llegar a la costa cantábrica en el norte o los áridos campos de Soria en el este (las ruinas de Numancia) o la parte septentrional de la meseta castellana; para el caso que nos toca, decía, Interregno (nunca un título fue tan bien buscado) es una «historia» que transcurre en un período de transición, a un lado y otro de la línea que separa el relato «histórico» de la narración «fantástica», que en cierto modo resulta «lógica» en esos tiempos: las primeras décadas del siglo V, cuando se forjan las leyendas de Arturo en Britania, de los nibelungos en el Rin, de los godos en el norte de Europa, de la Roma que languidece en Italia o que muta en Constantinopla. De qué modo, sino, podría tener «sentido» la «historia» que nos cuenta –el «cuento» como razón de ser, de hecho– José Vicente Pascual. Pues en el interregno, en el intersticio, es cuando y donde suceden grandes relatos: legendarios, épicos, fantásticos, «históricos».
Sería hasta cierto punto un spoiler resumir la(s) trama(s) de esta voluminosa novela. Tres partes, tres momentos, de hecho tres grandes historias jalonan la novela, y se cierra con un epílogo que sabe a prólogo: la historia de Berardo, Marcio, Egidio, Irmina, Erena, Hermipo o Walburga en una primera parte, con Hogueras Altas, la gran ciudad de la Vadinia que, a remolque de los tiempos que corren, decide el paso de un señorío a un reino; un reino acosado por la cercana presencia sueva, las correrías de alanos y vándalos, la lejana autoridad (y recuerdo) romanos. Pero cuando parece que la novela termina en una primera parte llega una segunda, con un rey, unos exiliados, unos ejércitos en danza y otra ciudad (Horcados Negros) y un final… que es sólo un punto y aparte para una tercera parte, con hasta cinco ejércitos luchando por el oro y derramando la sangre en el asalto a una ciudad, que en evocación de la Troya homérica, aglutina los deseos y los miedos, el orden y el caos, la vida y la muerte… la luz y la oscuridad. No, estimado lector, no te voy a contar más de esta novela: cógela, ábrela y lee. Déjate llevar por un «reparto» coral, con personajes muy bien perfilados y con una estructura polifónica de la novela que, a poco que vayas degustando, comprobarás que es una combinación de «cuentos», «historias» y «leyendas» en la que lo claramente histórico se mezcla con elementos fantásticos y mitológicos: ninfas de los bosques y los ríos, fantasmas y voces de ultratumba, dioses olvidados y escondidos, elementos del animismo (los árboles, las pieles de lobo), la fe cristiana (una y trina o prisciliana y herética). Saborea el estilo del autor: rica en vocabulario, su prosa fluye como las aguas de un río y en ellas hay un poso de erudición que no está reñida con una viveza y un brío cuando conviene y con una intimidad y un recogimiento cuando se siente.
En esta novela seguimos la ruta de los ejércitos romanos (y «bizantinos») y de los «bárbaros» (Hermerico el suevo, Walia el godo, bandas de vándalos y halaunios) que hacen frente al bandidaje local (los bagaudas o los Sin Nombre, también los Olvidados); entre todos ellos, finalmente, destaca la autoridad local de Hogueras Altas y sus aliados en Garganta de Cobre, en Hierro Quebrado o en la despreciada Luparia. Qué decir de Horcados Negros, ombligo de un mundo que desaparece, legado de un pasado que existió. Qué decir de Berardo y Marcio de Hogueras Altas, de Irmina de Vadinia… o de Egidio de Horcados negros, personajes con una carga psicológica que trasciende la aparente simplicidad de su comportamiento. Qué decir del juego que establece el autor al introducir personajes extrapeninsulares, históricos o legendarios: de Asterio el romano y Walia el godo a Hermod de la lejana y salvaje Gottwissen. Sangre, sudor y semen que decía el maestro Gisbert Haefs y que podemos encontrar en la novela de José Vicente Pascual. La introspección de Irmina y su contacto con entidades animistas, el coraje y el «viaje iniciático» de Egidio, la ambición de Marcio y Erena, la nostalgia por un pasado mejor en Berardo, la nobleza de Walburga, la oscuridad en Teodora y Hermod, la voz de Hidulfo, la extraña hermandad de Domenico el gigante y Genebrando el «tesorero», el resentimiento en Agacio, el aprendizaje con Castorio… son numerosos los personajes ficticios que acompañan a los históricos, y también son muchos los referentes literarios que de una manera u otra el lector puede percibir: de la materia artúrica a la epopeya de los nibelungos, de la épica homérica a las novelas de Tolkien o un relato fantástico que en ocasiones me recordaba novelas como Santiago: un mito del futuro lejano de Mike Resnick u Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute, por poner un par de ejemplos concretos.
En definitiva, estamos ante una novela que convierte el cuento en razón de ser,
sin que necesariamente la sucesión de relatos construyan per se un único
texto. Pascual crea un detallado miocrouniverso vadiniano, un mundo que
se sitúa en los intersticios temporales y geográficos de algo que huele
a verosimilitud, a algo que existió, que pudo o no pudo ser así, pero
que despierta ecos de un tiempo en el que un territorio se vio afectado
por muchos cambios y catástrofes; una época en la que parecía que la
civilización retrocedía. Pero ya había una «civilización» en Vadinia,
una mitología propia, una manera de entender la relación con el entorno y
aceptar de una manera u otra la llegada de lo «nuevo». Interregno
empieza y acaba por ser esa novela que afortunadamente se escapa de la
mera etiqueta de «histórica», que se libera de corsés y «compartimentos
estancos», y que reflexiona sobre el paso del tiempo, el legado que
permanece y el recuerdo narrado como testamento de un mundo que fue… que
en realidad es.
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