3 de marzo de 2021

Reseña de Schadenfreude. The Joy of Another’s Misfortune, de Tiffany Watt Smith

En el tercer episodio de la tercera temporada de Los Simpson (FOX: 1988-), titulado “Cuando Ned Flanders fracasó”, el protagonista de la serie, que siempre le ha tenido ojeriza a su «vecinillo», fantasea con el fracaso de la tienda para zurdos que éste ha abierto en el centro comercial de Springfield: primero lo imagina andrajoso y con los bolsillos vacíos, después llorando ante su negocio cerrado y finalmente ve una tumba con su nombre; en ese momento se dice a sí mismo que su deleite es excesivo (too far, en el original) y vuelve a la imagen de Flanders lamentándose ante la persiana de su negocio arruinado (secuencia en YouTube). Se complace maliciosamente –pues esa es la definición que da el Diccionario de la RAE para «regodearse»–, pero sin pasarse demasiado; a fin de cuentas, tampoco es plan de desearle la muerte a nadie, pero si a esa persona le pasa alguna pequeña desgracia, pues, oye, no hay mal que por bien no venga y además me alegra el día. 

Esa secuencia de la exitosa serie animada estadounidense es mencionada un par de veces por Tiffany Watt Smith en Schadenfreude. The Joy of Another’s Misfortune (Profile Books, 2018) para ilustrar el regodeo por el mal ajeno, el Schadenfreude en alemán (que, desde luego, suena con más empaque en el original alemán; por ejemplo, aquí). Ella misma empieza el libro enumerando «las veces que me complací con cosas malas que les pasan a otras personas», una lista que aparece a menudo a lo largo del volumen como hechos reales, imaginados o supuestos. Ver a personas darse un trompazo (nos) hace gracia,* sobre todo cuando vemos como alguien juega al límite con lo posible: como cuando un skater trata de bajar por la barandilla de unas largas escaleras y se pega un buen golpe. En esos momentos es inevitable que pensemos «se lo tiene merecido»; de hecho, lo estamos «deseando» desde el primer momento que vemos esa secuencia. Que el resultado sea el esperado, el golpetazo, nos llena de una maliciosa alegría por un brevísimo instante y que lleguemos a la conclusión «eso te pasa por hacer el tonto». 

*Homer Simpson disfruta muchísimo con ello, como en el 18º episodio de la 6ª temporada (“Ha nacido una estrella”) en el que Marge organiza un festival de cine en Springfield. Se presentan películas de todo tipo, incluida un gag en la que el Señor Topo recibe un balonazo en la entrepierna; un remake de esta secuencia, con George C. Scott recibiendo ese golpe, acabará por derrotar a la superproducción que el señor Burns presentará unos meses después en los Óscars, tras no ser premiado en Springfield.

En su libro, que como The Book of Human Emotions, está concebido y escrito para un público anglosajón, la autora explicita en la introducción cinco situaciones por las que el regodeo se utiliza (en ese ámbito anglosajón): el «placer ventajista» que sentimos cuando observamos un infortunio que no hemos causado nosotros o los planes de alguien no acaban saliendo como se esperaba; la «emoción furtiva», el atisbo de placer que no esconde nuestra mezquindad cuando el empeño de alguien fracasa desastrosamente; el «derecho a regodearnos» por el «castigo merecido» que alguien que se ha comportado con petulancia, hipocresía o al margen de la ley se ha ganado; el «alivio» ante el fracaso de los demás que atenúa nuestra propia incompetencia; y, como en el caso de Homer Simpson ante el fracaso del negocio de Ned Flanders, la «alegría» por las molestias y metidas de pata de los demás, sin que por ello deseemos que les pase algo grave. En realidad, cuesta muy poco «trasplantar» esta variedad de emociones ante el regodeo a un lector hispano: las comprenderá perfectamente, lo cual, a diferencia del otro libro de Watt Smith, es un aliciente de cara a la publicación en castellano. 

Y es que no hay que irse muy lejos para regodearse (si la cosa se queda en eso) por el mal ajeno. No hay como mirar la sección de comentarios de un medio digital muy visitado para leer opiniones que abundan en el regodeo por algo que le ha pasado a una figura pública. Pocos placeres llegan tan lejos como leer una crítica destructiva de una película o de un libro (o el fracaso comercial de ambos). Se dirá que en estos casos –y de alguna manera también incide la autora del libro– más que regodeo ante el fracaso de alguien, lo que hay es «envidia» o «malevolencia». La de veces que habremos escuchado en una conversación de amigos o conocidos «qué mal me cae X… se lo tiene merecido», cuando se dice que esa persona no ha conseguido el premio que se daba por cantado (o esta mismo persona pensaba que tenía ya prácticamente ganado), cuando se dice que han entrado en su casa y le han robado o cuando se ha lesionado; esto último, pensado y dicho por el forofo de un equipo de fútbol en referencia al jugador estrella del equipo rival es habitual (no hace falta ir demasiado lejos y coger el ejemplo de Tom Brady que menciona Watt Smith en el capítulo 2). Todos tenemos un amigo que en las redes sociales va más allá del mero regodeo ante la derrota del equipo rival. No son pocos los espectadores que van a ver El Chiringuito de Jugones (en el canal Mega) la misma noche que el Real Madrid cae eliminado en alguna eliminatoria de la Champions League sólo para ver la cara de tristeza y absoluta derrota de los tertulianos del equipo contrario, como el madridista Tomás Roncero; curiosamnete, ante una derrota del eterno rival, el F.C. Barcelona, no tenemos tantas ganas de ver la cara de amargura de algún tertuliano forofo de este equipo. Muchos esperan con ganas que aquel concursante que les cae mal en un talent show como es Masterchef (TVE) sea eliminado; de hecho, vemos cómo el resto de compañeros se regodean desde la galería con las críticas de Jordi Cruz o Samanta Vallejo-Nájero ante un plato desastroso. 

Del mismo modo apelamos a la «justicia poética» cuando un político que ha hecho algo reprensible «recibe su merecido», ya sea con una derrota electoral, una condena por corrupción o el archivo de una causa judicial que ha promovido (no hablemos ya cuando la causa se ha promovido en su contra y prospera). No son pocos los que auguran (desean ardientemente, incluso) una debacle electoral de, por ejemplo, Podemos en las próximas elecciones generales del mes de abril; hay medios como OkDiario o Periodista Digital que hacen del regodeo en torno a este partido y sus titulares suelen abundar en torno al mal que se les desea a Pablo Iglesias y sus huestes o a aquellos personajes públicos de izquierdas que merecen un «zasca» continuo (el medio que dirige Alfonso Rojo es especialmente insistente en ello). 

El regodeo implica, comenta Watt Smith, una «ausencia de empatía» (p. 14), lo cual supone ir más allá de la mera antipatía o incluso la «tirria». Los habrá que no desearán que el mal vaya demasiado lejos, pero no le harán ascos a la idea de un «equilibrio (moral) de la balanza», algo relacionado en cierto modo con la envidia: «si yo no tengo éxito, que tú tampoco lo tengas». No es estrictamente desearle el mal a la otra persona ni alegrarse porque no ha logrado lo que se proponía: es el consuelo de quienes no han podido alcanzar algo y se satisfacen pensando que al menos los otros tampoco lo consiguieron, idea que desarrolla la autora en el capítulo 5, por ejemplo. 

¿Por qué nos regodeamos ante la desgracia ajena? ¿Nos convierte eso en «malas personas»? Son preguntas generales que no encontrarán una respuesta directa en este libro, pero sí algunas menciones indirectas: por ejemplo, está claro que no es bueno mofarse de las desgracias graves, pero ¿puede haber un «buen regodeo»? (capítulo 4). ¿Puede el karma ser la respuesta a las malas acciones y, por tanto, permitirse el regodeo … o es quizá rizar demasiado el rizo? (capítulo 3). ¿Y hablar de «justicia divina» o incluso «poética» para quienes las personas «que se lo merecen»? (y además han hecho méritos con su petulancia y mal comportamiento; capítulos 3 y 4). ¿Hasta qué punto nuestro cerebro está «construido» para reírnos ante un pequeño accidente televisado? (o el caso de los bebés que se ríen cuando ven algo le pasa a alguien cercano en el capítulo 1). ¿Celebrar la derrota del equipo contrario está feo o se puede «justificar»? (capítulo 2). ¿No merecen acaso los que tienen poder y llegan demasiado lejos «pagar» por sus acciones? (capítulo 8). ¿Hasta qué punto me siento «reconfortado» ante las consecuencias de la incompetencia de mi jefe o la bronca que se lleva aquel compañero en la oficina que ha logrado la promoción que a mí se me niega? (capítulo 7). ¿No resulta «frustrante» que mis hermanos o mi pareja se lleven unos parabienes que no se me conceden también a mí? ¿Y acaso no me «consuela» que a los demás les pasen cosas peores que a mí? (capítulo 5). En última instancia, ¿es acaso la envidia lo que explica que «celebre» el fracaso de alguien famoso? (capítulo 6). 

No estamos ante un libro estrictamente de autoayuda o de psicología, pero, como ya sucede con su monografía sobre las emociones humanas, hay bastante de ello. La autora, como menciona en la introducción (pp. 16-17), ha buceado en lecturas y ha hablado con neurocientíficos, psicólogos, ha leído a (o ha tomado de) algunos filósofos y «se ha dado cuenta» de que el regodeo ocupa un espacio en su interior más grande de lo que había imaginado; se podría decir que, con la lectura de estas páginas, de un modo u otro compartimos esa misma sensación: todos nos regodeamos de alguien por algo, sin que por ello le deseemos ninguna desgracia catastrófica (menos aún un mal físico o la propia muerte). En ese sentido, el libro nos ayuda a conocernos (mejor) a nosotros mismos y a ser conscientes de ese «lado oscuro» que albergamos y que no reconocemos ni nos alegra reconocer. No cambiará (a priori) los motivos por el que nos regodeamos de alguien, pero sí nos ayudará a entender por qué lo hacemos. 

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