En 2018 Marcial Pons Ediciones de Historia publicó Alarico (365/370–410 A.D.): la integración frustrada de Javier Arce, una monografía que, como el autor incide en el prólogo, «no es una biografía de Alarico» (p. 15), y que comparte much(ísim)os aspectos con el libro que comentamos en este reseña: Alaric The Goth: An Outsider's History of the Fall of Rome de Douglas Boin (W.W. Norton, 2020). El volumen de Boin, de una brevedad similar (272 páginas, descuéntense notas y bibliografía) al de Arce (184 páginas, que se quedan en poco más de 150 de texto), tampoco parece propiamente una «biografía» del personaje, a quien se «utiliza» como excusa para realizar una amplia mirada al Imperio Romano entre, aproximadamente, las décadas de 370 y 410 de nuestra era. Si acaso, Alarico aparece en este libro como un «inmigrante», un hombre a quien los romanos habrían etiquetado como un «refugiado», un profugus; un inmigrante en una época de xenofobia, fanatismo y violencia. Y no anda nada desencaminado Boin al respecto.
«Ya es hora de que reflexionemos en profundidad y de manera diferente sobre las vidas de los pueblos marginados y muy a menudo invisibles en nuestros libros de historia», dice el autor en el final del prefacio. Los capítulos 2 a 4 –el primero se centra en el relato del saqueo de Roma en aquellas setenta y dos horas del mes de agosto del año 410 desde el punto de vista local; un saqueo que Arce relativiza en su monografía– inciden en ese deseo de poner el foco en los marginados, dentro y fuera de Roma. Alarico y los godos, y el saqueo de Roma del año 410, parecen proporcionar la oportunidad para contar una historia «diferente» de la caída de Roma, como sugiere Boin. Hay que decir que, para quien esto escribe, el resultado no cumple del todo la propuesta del autor: sí, hay una mirada de las poblaciones marginadas, en este caso, los inmigrantes «bárbaros» como los godos y sus peripecias en busca de un lugar donde establecerse y tras cruzar la frontera romana en el Danubio. Pero queda algo lejos de lo que ya trabajara, por ejemplo, con más datos, enfoque y alcance, Peter Heather en Emperadores y bárbaros: el primer milenio de la historia de Europa (Crítica, 2018; 1ª ed., 2010): los primeros capítulos de su obra giran en torno a la emigración, los «bárbaros», el colapso de las fronteras y la «caída» de Roma.
Pero pongamos en valor lo que hace Boin, pues su objetivo es más limitado que el de Heather y cercano para un público mucho más amplio; esa podría ser una primera conclusión y es uno de sus alicientes del volumen: poner el foco no en los personajes habituales sobre la época, o en los romanos en sí, sino en los «otros», los de fuera. También es cierto que a ese público puede acabar «rechinándole» lo que podría considerar(se) una descripción demasiado «buenista» de las emigraciones y la xenofobia a la que debieron enfrentarse los godos (entro otros pueblos «bárbaros») en su empeño de asentarse en el seno del Imperio Romano. De hecho, sobrevuela una mirada «presentista» de ese problema de la Antigüedad Tardía que parece querer dar una «lección» al respecto al lector actual, que puede realizar las propias comparaciones sobre el fenómeno de las migraciones y los «refugiados» a caballo de dieciséis siglos de distancia.
Busca Boin antecedentes de Alarico en el segundo capítulo y lo encuentra en la figura de Maximino el Tracio, quien acabara siendo emperador entre los años 235 y 238, y que según su biografía en la Historia Augusta (una fuente muy tendenciosa y problemática) pudo ser hijo de un godo, aunque lo más probable es que su padre fuera un tracio. Este «pionero» (trailblazer), como lo define Boin, podría ser un espejo en el que se podría reflejar Alarico y un modelo a seguir de cómo un no romano (o al menos no al cien por cien) pudo elevarse hacia el más alto puesto desde unos orígenes humildes; y alguien, que, como el propio Alarico, tuvo una mala «prensa» en su propia época, quedando una imagen de barbarie y crueldad por parte de la élite «civilizada» romana (como haría el poeta Claudiano con el propio Alarico). Resulta interesante, pero también es cierto que la cosa puede volver a «rechinar», pues los objetivos vitales de Maximino y Alarico fueron muy diferentes: criado uno en el seno del Imperio, atraído el otro por la posibilidad de establecerse en su interior y sustentar al pueblo que lideraba.
Gema de zafiro con la inscripción «Alarico, rey de los godos», con un retrato posiblemente perteneciente a «otro» Alarico: Alarico II (†507). |
*Citamos su libro: «(…) ¿qué era lo que [Alarico] pretendía al final? ¿Conseguir tierras para establecerse en algún territorio con el acuerdo del emperador? ¿O pretendía, en cambio, solo obtener un cargo elevado en la jerarquía del ejército romano que le proporcionara paga para él y para sus hombres; prestigio personal, y, además, y como tendría derecho, recibir la annona, es decir, distribuciones gratuitas de alimentos y vestimentas del Estado romano?» (p. 16).
En el capítulo décimo, Boin comenta el impacto que tuvo el saqueo de Roma del año 410, por el que los godos y Alarico quedaron etiquetados per saecula saeculorum, con los testimonios (contrarios) de Jerónimo y Agustín de Hipona (y, brevemente, sobre la elaboración de este último de la teoría de las dos «ciudades», una física y la otra espiritual, en La ciudad de Dios); y también trata sobre los godos después de Alarico y la distinción que surgirá entre visigodos (godos del oeste) y los ostrogodos (godos del este) a partir de Teodorico el Grande y la creación de su reino en Italia, ya «caído» el Imperio de Occidente, y la pervivencia de ambos «reinos».
Escultura de Alarico por Paolo Grassino, 2016, en Cosenza, en la confluencia de los ríos Crati y Busento, donde el cuerpo del rey godo fue supuestamente sepultado. |
El capítulo once se centra en un relato «arqueológico» alrededor de una casa del Aventino y la labor de Rodolfo y Mary Ellen Lanciani en su recuperación, así como menciones a estudios recientes que relativizan las destrucciones del saqueo del año 410; sería el que realizó el rey vándalo Genserico en el año 455 el que dejaría una huella mayor en el registro arqueológico. Todo ello revaloriza, hasta cierto punto, el volumen de Boin; pero también es cierto que en su monografía Arce comenta (sin entrar en un detalle demasiado academicista) las consecuencias del saqueo del año 410 en la ciudad de Roma. Menciona también este autor, como Boin, el «funeral» de Alarico en el lecho del río Busento, cerca de la actual Cosenza, con especial incidencia y detalle respecto el volumen que comentamos en este informe. Por ello, queda la duda, interpretaciones al margen que realiza Boin sobre conceptos como «inmigrantes», «refugiados» y esa historia «diferente» de la «caída» de Roma, sobre si puede «competir» con la monografía de Arce; libro que, por cierto, Boin no menciona en su libro y en el que, también para variar, impera la bibliografía en inglés, como suele ser habitual en autores de este ámbito, que parecen leer sólo en su idioma o con traducciones (sólo se cita una) al mismo.
En conclusión, estamos ante un volumen que ofrece una interpretación «diferente» de Alarico y los godos, pero son más las dudas que suscita el volumen, en comparación con otro sobre el mismo tema (y en algunos aspectos, más detallado), el de Javier Arce en 2018. Cierto es que, a cambio Boin ofrece una interesante reflexión, «presentista» si se quiere, sobre la cuestión migratoria de los «bárbaros» en la segunda mitad del siglo IV, con Adrianópolis como punto sin retorno, que es de candente actualidad. Y es que el mal llamado «Bajo Imperio», en algunos aspectos, resulta una metáfora moderna la mar de perspicaz de problemas modernos.
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