18 de febrero de 2020

Reseña de Esparta. Ciudad de las artes, las armas y las leyes, de Nicolas Richer

Nota: esta reseña parte de la lectura del original en francés, Sparte. Cité des arts, des armes et des lois (Perrin, 2018), por lo que mantenemos los títulos de los capítulos en francés.

Debe confesar quien esto escribe que, cuando ve en las librerías un volumen nuevo sobre Esparta, no puede evitar arrugar el entrecejo. «Otro libro más sobre espartanos… ¿será más de lo mismo?»,* me digo a mí mismo, como si no hubiéramos tenido suficiente con el boom del tema a raíz del estreno de la película 300 (Zack Snyder, 2007), filme que adapta el cómic (o novela gráfica) homónima de Frank Miller. Una película siempre es una oportunidad para que se publiquen libros –recordemos cuando, tres años antes, se estrenó Troya (Wolfgang Petersen, 2004) y todo hijo de Zeus se puso a comprar libros sobre el tema, se llegaron a agotar las ediciones de Heródoto en las librerías (hasta ediciones concretas sobre el episodio de las Termópilas salieron a la venta), lo cual no quiere decir que se leyeran, claro está–, pero radica un problema de fondo cuando, por un lado, el espectador/lector no tiene claro qué es un filme de corte histórico y qué un pastiche que se basa en una obra de ficción y en la que elementos de corte fantástico están presentes; y cuando, por otro, se establece una imagen idealizada, sesgada e incompleta de los espartanos, su ciudad, costumbres e instituciones. 
*Cuando leí el libro de Richer aún no había hecho lo propio con el volumen de Javier Murcia Ortuño, Esparta (Alianza Editorial, 2017) [me temo que sigue en lecturas pendientes], ni se había publicado El mito de Esparta. Un itinerario por la cultura occidental de César Fornis (Alianza Editorial, 2019) [que sí leí hace unos días], dos títulos que parecen llenar, en cuanto a obras recientes, el panorama sobre el universo espartano por una buena temporada. 
Con 300 nos podemos entretener con un producto cinematográfico bien hecho (sabiendo lo que es), que, además, visualmente «creó escuela» (para mal) e incluso una inmediata parodia –Casi 300 [Meet the Spartans] (Jason Friedberg y Aaron Seltzer, 2008)– que tuvo cierto éxito. Pero el filme establece una imagen sobre Esparta muy tendenciosa que perpetúa lugares comunes y hasta cierto punto resulta falsa. Y no pocos libros se abonaron, abusando de la divulgación, a mantener esos clichés, hasta el punto de que diálogos como «espartanos, preparad el desayuno y alimentaos bien, ¡porque esta noche cenaremos en el infierno!» ya son parte del acervo común y se cree que los espartanos de la antigüedad fueron como se presenta en el filme. 

Cierto es, también, que, en un ejercicio de ponerse en el lugar, la propia Esparta fue un cliché en los siglos después de su decadencia (remito el reciente volumen de Fornis). Se miró atrás en el tiempo, cuando Esparta ya no es que fuera una ciudad de segundo orden (empezó a serlo tras sus derrotas en Leuctra en el 371 a,C. y en Mantinea en 362 a.C. frente a los tebanos)**, sino que apenas tenía relevancia en un «nuevo» mundo, el helenístico, dominado por el reino de Macedonia (hasta la llegada de Roma) y en el que las póleis dejaron de tener influencia. Sabemos mucho de Esparta a través de coetáneos como Heródoto, Tucídides y Jenofonte, en los siglos V y parte del IV a.C., por no hablar de la filosofía política de Platón y Aristóteles o, de soslayo, algunas comedias de Aristófanes, en el período clásico. Junto a los relatos de Plutarco y Pausanias, ya en nuestra era, que revisan el pasado unos cuantos siglos después, se crea desde entonces y hasta cierto punto un tópos literario sobre los espartanos, su austeridad, su rígido sistema político y social, su cariz eminentemente militar y su oposición, en muchos sentidos, a la otra gran ciudad griega: Atenas. 
**El autor de este libro sitúa la «decadencia» espartana, al punto de ser una polis prácticamente insignificante, tras la debacle de Agis III en la batalla de Megalópolis y contra los macedonios, en 330 a.C. Ya los espartanos se mantuvieron aparte de la Liga de Corinto (336 a.C.) que, primero bajo Filipo II y después bajo su hijo Alejandro III (el Grande), reunió a las póleis griegas en la guerra declarado contra los persas. De este modo, en la ofrenda de 300 armaduras que Alejandro mandó realizar en honor de la diosa Atenea tras su primera victoria contra los persas en el Gránico (334 a.C.), se grabó una inscripción que rezaba que ese triunfo había sido conseguido por el rey macedonio y sus aliados griegos «excepto los lacedemonios», una pulla y una humillación para los espartanos. 
Los espartanos no cultivaron el arte, la literatura o la filosofía, se repetía, a diferencia de los atenienses (Atenas, la «escuela de Grecia», como decía Pericles en el discurso fúnebre recogido por Tucídides); los espartanos como defensores de oligarquías y tiranías frente al modelo de la democracia ateniense; los espartanos como férreos dominadores en el Peloponeso, ahogando a los mesenios (que no alcanzarían su «independencia» hasta después de la batalla de Leuctra); los espartanos, en concreto los espartiatas, los hómoioi (los «iguales»), como una parte de los lacedemonios que mantiene sojuzgada a una clase de esclavos, los ilotas, y domeñados a los periecos (los «habitantes de la periferia» de la Laconia); la mujer espartana como una figura «avanzada» frente a otros modelos griegos (ateniense, sobre todo) en cuanto a libertad e independencia, que también recibe una formación física y que no se limita a cuidar del hogar (y que despide a su marido o hijo con el adagio «vuelve con él [el escudo] o sobre él»); el espartano forjado duramente con una educación, la agogé (otro término que surge a posteriori), que rechazaba el individualismo (en favor de la colectividad) y la riqueza personal, y que incidía en un entrenamiento y un estilo de vida militarizados constantemente; el espartano que se sacrifica en las Termópilas (480 a.C., los famosos trescientos de Leónidas) en defensa de la ley espartana –«caminante, informa a los lacedemonios que aquí yacemos por haber obedecido sus mandatos» (Heródoto, Historias, VII, 228; traducción de Carlos Schrader, Gredos, Madrid, 1985 [Biblioteca Clásica Gredos, 82])– o que sólo se rinde por absoluta necesidad en Esfacteria (425 a.C..), durante la guerra del Peloponeso. 

Monumento a Leónidas en las Termópilas,
erigido en 1955.
Sobre todos estos aspectos y unos cuantos más (y ya nos ponemos con lo que toca), versa Esparta. Ciudad de las artes, las armas y las leyes (Edaf, 2020). Nicolas Richer es un autor especializado en el universo espartano –con obras como Les Éphores. Études sur l’histoire et sur l’image de Sparte (VIIIe-IIIe siècle avant Jésus-Christ) (Publications de la Sorbonne, 1998) y La Religion des Spartiates. Croyances et cultes dans l’Antiquité (Les Belles Lettres, 2012)–, de modo que la obra que tenemos entre manos constituye una monografía general pero sustanciosamente específica y variada sobre Esparta. Ya el subtítulo deja entrever que la cosa no se limitará a una visión «consuetudinaria» sobre los espartanos: se hablará, largo y tendido, de las artes, las armas y las leyes espartanas, sí, pero no sólo de ello. Ya desde el principio queda claro que Richer realiza una lectura crítica, minuciosa y escarbando entre líneas, de las fuentes que tenemos de los espartanos; y no es que vaya a romper mitos, pero sí a situar a los espartanos en su (amplio) contexto y destacando aspectos que suelen quedar en segundo plano. Por ejemplo, que hubo arte en Esparta, en los siglos VII y VI a.C, si no antes, y que en un momento determinado se dejó de realizar cuando se impusieron normas estrictas o una estricta interpretación de la tradición de Licurgo, el legislador espartano que dio a la polis la Rhétra, su «constitución», en torno a mediados del siglo VIII a.C; el capítulo IV (“Una cité des arts puis l’austerité”) es un espléndido pequeño estudio dentro del libro sobre el arte espartano, muy revelador. 

Y es que el libro de Richer –que plantea en el primer capítulo algunas pautas sobre el origen (y la geografía, tema esencial) de los espartanos entre, grosso modo, los siglos X y VII a.C., y deja para los dos últimos capítulos la evolución histórica de Esparta en relación con sus vecinos griegos entre los años 480 y 330 a.C.–, se erige como un estudio sistemático de los elementos que caracterizaron a la sociedad (la importante cuestión de la «oligantropía» u «oligandría»),*** la educación (la famosa agogé, yendo más allá), la religión y la cultura espartanas (son constantes las menciones a la poesía de Tirteo, poeta espartano del siglo VII a.C.), poniendo especial énfasis en los aspectos políticos (en los capítulos V y XI, especialmente): el rol de las instituciones propias, de la realeza (el papel de la diarquía real, entre Agíadas y Euripóntidas, que se declaraban descendientes de Heracles), los éforos (los «supervisores» o incluso «vigilantes»), la Gerousia o «senado» y la asamblea popular (Apella), analizando las competencias de cada uno de ellos y hasta qué punto Esparta no era una «democracia» como la ateniense. 
***Respectivamente, la falta de seres humanos y la falta de hombres. Richer incide en el capítulo VII (“Un systeme social fragilise: des femmes trop puissantes, des hommes trop peu nombreux et une monnaie nouvelle») en el principal problema de Esparta: que el número de ciudadanos espartiatas era escaso, limitado, y especialmente de hombres soldados. Por ello, por ejemplo, en Esfacteria los espartanos no se podían permitir perder a tantos hombres capaces y se apostó por la rendición de los espartiatas asediados.
Hay que destacar en el libro aspectos tratados con especial detalle por el autor en algunos de sus capítulos y que incluso devienen «nuevas» interpretaciones. Para empezar, el dominio que los espartanos, desde el siglo VIII a.C., establecieron en el Peloponeso (y que se trata con detalle en el capítulo II). Luego, la intensa «política exterior» del rey Cleómenes I en el Egeo, Asia Menor y el Ática (cuando los espartanos asediaron la ciudad, en época de Clisteres, para reponer a los tiranos pisistrátidas, en concreto Hipias). Más incidencia en el libro tiene el análisis del modelo social espartano, sobre el que el autor se plantea hasta qué punto podemos hablar de los espartiatas como los «iguales» (o los «semejantes», como matiza Richer) o hasta qué punto el «igualitarismo» de los hómoioi era tal como se relata habitualmente en las fuentes; de este modo, el autor) discute la «austeridad» y el rechazo de la riqueza personal que suele asociarse a los espartanos (y que no fue tal hasta prácticamente finales del siglo VI a.C.) y la noción comúnmente asumida de que los espartiatas fueron una «clase» social «mantenida» gracias al trabajo de los «esclavos» ilotas (capítulos IV y VI, respectivamente). 



Al tratarse de un libro sobre Esparta no puede faltar, desde luego, el elemento militar, pero Richer tiene la sutil capacidad de no limitarse a lo trillado (que se pone en solfa en el capítulo XIII) Así, el capítulo XI incide en la formación militar, la «educación», de hecho, poniendo en su contexto pertinente lo que sabemos de la agogé, de la infancia a la adultez (incluidas las mujeres), y en la conformación de un modelo educativo que exalta el valor y (lógicamente) degrada a quienes no participan de los «valores» cívicos enfocados a la milicia (y en el que los reyes estaban incluidos); por su parte, en el capítulo XII, Richer «abre» el objetivo de la cámara para situar a los «dependientes» –ilotas y periecos– en el organigrama militar, sin desatender a los aliados peloponesios y los mercenarios (incluso de espartiatas al servicio de otros, como sucedió con Agesilao II, en los años 361-360 a.C., al servicio de dos reyes egipcios que luchaban contra el dominio persa). 

El resultado es un libro brillante, crítico y analítico a partes iguales, y de lectura muy estimulante, sobre todo para lectores que ya están (estamos) algo cansados de libros que siempre abundan sobre los mismos aspectos cuando se trata de Esparta. Un libro que aporta un aparato visual –imágenes y mapas– de enorme utilidad. Un libro que ya es de referencia sobre un tema tan trillado y del que aún se pueden aportar matices y novedades. No hay nada definitivo.

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