Quizá Mike Leigh sea uno de los directores
británicos de cine (y teatro, que fuera del Reino Unido se nos escapa)
más interesantes de las últimas décadas. Su cine no es fácil ni se
podría incluso decir que sea "entretenido" (si por tal entendemos "cine
de palomitas"), pero es enormemente sensible. Sus dramas contemporáneos,
con personajes atormentados, una mirada a las clases medias-bajas y una
pátina de pesimismo vital en el que brota tímidamente la esperanza
pueden espantar a espectadores que simplemente buscan evasión en una
sala de cine. Secretos y mentiras (1996), quizá su mejor película (y una
de mis favoritas), es una magnífica aproximación a una familia que,
tras esos secretos y mentiras del título, buscan la felicidad y la
redención por encima de todo; ideas que plantearía de nuevo en Todo o
nada (2002), duro drama familiar y social que ahondaba aún más en esa
aproximación al lumpen y a la desesperación. Con Mr. Turner, Leigh se
aparta de sus temas habituales para acercarse a un drama histórico, un
biopic peculiar y (gracias sean dadas) diferente: los últimos 25 años de
vida (y obra) de John Mallord William Turner (1775-1851), el "pintor de
la luz", el hombre que prefiguró en tierras británicas, y dentro del
Romanticismo, la llegada del Impresionismo. Un pintor excéntrico,
desagradable, obsesionado por la naturaleza y el modo en el que ésta
cambia, por sus efectos en la humanidad, por la luz, por encima de todo.
"El Sol es Dios", clamó antes de morir, apagándose su propia luz.
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La película destaca, además de por la excelente interpretación de Spall
(que merecidamente ganó un premio en el Festival de Cannes de este año),
por una cuidada puesta en escena (unos decorados e interiores muy bien
logrados), y especialmente por la fotografía y la composición y
utilización de la luz. La luz que siempre obsesionó a Turner, que le
hacía pintar de esa manera tan innovadora, tan personal y en ocasiones
tan poco apreciada por sus coetaneos (la reina Victoria desdeñaba suas
cuadros e, indirectamente, con sus críticas, alimentó el desprecio que
la obra de Turner despertó entre los estetas de la época en sus últimos
años de vida). Hay planos y encuadres que reflejan perfectamente algunos
de los cuadros de Turner (algunas escenas de mar, su alabadísimo cuadro
El Temerario remolcado a dique seco,
1839). Leigh nos muestra constantemente a Turner buscando paisajes,
escenarios naturales, horas del día en las que la luz es esencial e
incide de un modo determinante en la naturaleza (y en el hombre). No es
inmune a los cambios tecnológicos e incluso siente curiosidad por la
fotografía, acudiendo a un estudio para que le hagan un par de
daguerrotipos; sin duda la curiosidad no está exenta de cierto
escepticismo (muy propio de la época) ante un nuevo medio que, en su
opinión, no capta la verdadera esencia de la luz. También el
ferrocarril, en plena expansión, llama su atención: los efectos de la
velocidad, el humo y cómo se crean nuevas texturas en la naturaleza se
reflejan en otra de sus obras principales (Lluvia, vapor y velocidad,
1844). En algunas de estas secuencias (y cuadros), Leigh nos ofrece una
mirada intensa sobre el arte de Turner. Un arte que para él debía ser
patrimonio de todos los británicos (la Tate Gallery posee actualmente
unos veinte mil cuadros del pintor), que estaba más allá de las críticas
(en ocasiones muy esnobistas) de los críticos de su época (es
interesante la manera en que Turner pasa de ser una estrella a un
defenestrado ídolo a lo largo de la película).
No es una película que pueda "atrapar" a cualquier espectador. De ritmo
dosificado y pausado, para muchos será lenta (se hace larga, es cierto,
pero no es para nada aburrida ni pesada). Nos muestra, sin necesidad de
seguir los parámetros del biopic habitual, a un pintor extraño (que
posiblemente fuera consciente de ello), de maneras rudas e incluso
desagradables; un hombre atormentado por la obsesión por el arte (capaz
de amarrarse al mástil de un barco, según una anécdota probablemente
apócrifa, para poder ver una tormenta en alta mar y luego poder pintarla
sobre un lienzo). Nos aproxima a un período en el que algunos avances
tecnológicos (el barco a vapor, el ferrocarril, la fotografía
incipiente) comenzaban a cambiar la mentalidad de la gente y a modular
la vida cotidiana; una época en la que se dejaban atrás aberraciones
como la esclavitud, aunque podían seguir existiendo actitudes de poder
entre las personas. Un tiempo en el que el arte clásico comenzaba a dar
un viraje hacia las vanguardias de la segunda mitad del siglo XIX. Hay
un momento en el que Turner podía percibir esos cambios, aunque desde
otra perspectiva en una visita a la Royal Academy ve cómo pinturas de
los prerrafaelitas comienzan a llenar las salas y el espectador capta en
su mirada la extrañeza por el nuevo estilo y su no disimulado rechazo
por un estilo que podía considerar amanerado y exagerado en cuanto a la
manera de reflejar las actitudes humanas: él, que siempre fue un pintor
de la naturaleza, se sentía desconcertado ante esas pinturas. De un modo
similar a cómo sus coetáneos podían sentirse ante sus propias
pinturas...
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