12 de febrero de 2019

Crítica de cine: White Boy Rick, de Yann Demange

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

A mediados de los años ochenta del pasado siglo XX la ciudad estadounidense de Detroit, la “capital automovilística” del país en los años cincuenta, ya empezaba a ser una sombra de su pasado. La urbe que había contado con casi dos millones de habitantes en sus años dorados no levantó cabeza desde la crisis del petróleo de principios de los setenta y en 1990 apenas superaría el millón de residentes (actualmente son unos 680.000, aproximadamente). La criminalidad aumentó al mismo tiempo que entraban en crisis las grandes fábricas de automóviles (una crisis periódica, al ser este sector uno de los más fluctuantes en la economía estadounidense), y el tráfico de drogas y de armas se extendió por las calles al mismo tiempo que la ciudad entraba en barrena en cuanto a sostenibilidad económica (tocaría fondo con la bancarrota municipal de 2013). El cine de finales de los años ochenta se haría eco del fracaso de Detroit como ciudad y del auge de la criminalidad, con el caso paradigmático de RoboCop (Paul Verhoeven, 1987). Una oleada de delitos que en los años ochenta fue especialmente virulenta, con bandas organizadas de blancos y negros que pugnaban entre ellas por hacerse con el control de las calles. Precisamente es esta guerra urbana el escenario en el que transcurre la trama de White Boy Rick, cinta Yann Demange que no puede evitar sucumbir a sus propios deméritos y sin que sus virtudes, que no son demasiadas, logren brillar.
 
Y eso que el punto de partida es la mar de interesante: la historia real de Richard Wershe, Jr. (Richie Merritt), Rick para familia y amigos, el chico blanco que da título al filme y que entre los 14 y los 17 años de edad pasó de camello de barrio al servicio de una banda de mafiosos negros de medio pelo a un particular capo local y, cágate lorito, confidente del FBI. Finalmente lo trincaron (disculpe el lector la jerga), acusado de posesión de más de 8 kg de droga (el límite que marcaba la ley del estado de Michigan en esos momentos para la cadena perpetua), y fue encarcelado tras un juicio en el que ni juez ni jurado que tuvieron en cuenta su colaboración con la agencia federal (que se hizo el longuis) o su edad (era menor). Se chupó treinta años y finalmente fue liberado en 2017, para permanecer en custodia de los US Marshalls en una prisión de Florida por un delito de coches robados que se produjo mientras cumplía condena y del que se declaró culpable para proteger a su padre (ya fallecido) y su hermana; saldrá de prisión, a priori, en noviembre de 2020. De ahí a realizar una película ha habido un paso; una película que obvia esto último, desde luego, y que presenta a Rick Wershe como el preso por crímenes no violentos más longevo de la historia del país. 



Hijo de un obrero de la industria de coches en paro, Richard Wershe, Sr. (Matthew McCounaghey), reconvertido en vendedor ilegal de armas a pequeña escala, con una hermana adicta al crack (Bel Powley), una madre ausente y unos abuelos residentes en la casa de enfrente (Bruce Dern y Piper Laurie en papeles muy testimoniales), la vida de Rick no habría pasado más allá de sus orígenes en una familia de clase media-baja en crisis y los chanchullos típicos de barrio. Cuando a los 14 años de edad empieza a codearse con el clan de Johnny “Lil’Man” Curry, casado con la sobrina del alcalde de la ciudad y capo de una banda organizada, el FBI se pondrá en contacto con él y trabajará como confidente de los agentes Alex Snyder (Jennifer Jason Leigh) y Frank Byrd (Rory Cochrane), y el policía local Mel Jackson (Bryan Tyree Henry). Mientras tanto, la vida de Rick, que debería estar en clase y no vendiendo drogas en la calle, se convertirá en una montaña rusa, a pesar de los consejos de su padre de que se mantenga a cubierto. Pero el dinero fácil y rápido y la erótica del poder (criminal) seducirán más a Ricky que los discursos bienintencionados de su viejo (y su sueño de abrir un videoclub). Podemos imaginarnos cómo acabará todo para el muchacho. 

La película de Demange transcurre con el piloto automático puesto y sin excesivos alardes. Todo suena a ya visto, de las películas de Sidney Lumet (Serpico, por ejemplo) a lo mejorcito de Martin Scorsese (Uno de los nuestros, Casino), con ese rollo a lo auge y caída de un criminal que inevitablemente recuerda a American Gangster de Ridley Scott; lo único que llama la atención es que el protagonista es un adolescente y que su padre lo interpreta un Matthew McCounghey que parece dotar a su rol con ese aura de “quiero ganar un (segundo) Oscar”. Él está bien, Jennifer Jason Leigh está bien y la ciudad de Detroit brilla como protagonista en crisis de fondo (se retrata muy bien esa miseria en unos barrios medio abandonados y unos suburbios anodinos). La secuencia inicial de padre e hijo en una feria de armas tiene su qué y nos abre un apetito que no se llega a saciar: ni director ni guionistas son capaces de trascender lo más manido del género y el filme se resiente de esa falta de ambición y de la propia indefinición del filme, especialmente en un tramo final que intenta pasar lo carcelario y apenas apunta nada sólido. Como tampoco resulta sólida la interpretación de Merritt como Rick, sin apenas expresión ni emoción. 

El resultado es una película que pretende ser trascendente y se queda en el intento. ¿Pretendía denunciar el abandono de Rick por parte de los agentes de la ley? Si es así eso no cuadra con el interés por mostrar al muchacho como un hampón suertudo, aunque no violento, y por la seducción que los atajos fáciles que pronto se apodera de él. Rick distingue claramente lo legal de lo ilegal, incluso a su tierna edad, pero ello no le impide tirarse de cabeza a la vida de camello y luego jefe (hasta cierto punto) de una pequeña banda local. Si la caída de Rick y su condena pretendían provocar una cierta empatía a en el espectador, no parece que lo consigan, si se trata de hacerlo apelando a su edad o a colaborar con unos agentes federales que le ponen en el camino del delito y lo abandonan después, sí, pero con el consentimiento nada forzado del muchacho. Si no fuera por algunos de sus actores y por un cierto presupuesto (que no se ha recuperado con el taquillaje netamente estadounidense), el filme no pasaría de ser una cinta televisiva algo pasada de moda y con un drama social más apuntado sobre el papel que trabajado con la cámara. 



Afortunadamente para la película, la amenidad consigue enmascarar en parte un filme que intenta ser muchas cosas a la vez y apenas logra destacar en alguna. Pero nos tememos que la cosa se quedará ahí y puede que merecidamente.

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