23 de febrero de 2019

Crítica de cine: Van Gogh: de los campos de trigo bajo cielos nublados, de Giovanni Piscaglia

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

Nota: este documental llega a las salas de cine como evento cinematográfico. Exhibidores como Yelmo, Grup Balañà y los Cines Verdi en Barcelona, lo emitirán los días 25 y/o 26 de febrero, vinculado a una programación cultural especial; consúltese también en FilmAffinity para saber en qué otros cines se emitirá. 

Quieren lo exhibidores que con escasos días de diferencia podamos disfrutar en pantalla grande de una película y un documental sobre Vincent van Gogh (1853-1890), el genial pintor post-impresionista que pintó girasoles y cielos estrellados, y muchísimas cosas más (desde luego), y que para el común de los mortales es aquel señor que en un momento de furia se cortó el lóbulo de una de sus orejas (no toda la oreja). La película, Van Gogh, a las puertas de la eternidad, a cargo de Julian Schnabel y con Willem Dafoe en el rol protagonista (factores que ya predisponen a la curiosidad), se centra en los últimos años de vida (y obra) del pintor neerlandés, y sobre ella hablaremos en este espacio. El documental, objeto de esta crítica, Van Gogh: de los campos de trigo bajo cielos nublados –título en castellano que, gramaticalmente, resulta algo confuso y traduce el original italiano, Van Gogh: tra il grano e il cielo–, dirigido por Giovanni Piscaglia y con guion de Matteo Moneta, se construye como una doble biografía: la del pintor y la de Helene Kröller-Müller (1869-1939), la primera mujer europea en reunir una extensa colección privada de arte, parte de la cual se nutría de casi trescientas de las obras de Van Gogh (entre cuadros y dibujos). Una colección que se erigió, por deseo (y con gran parte de la fortuna) de Helene en un museo, finalmente construido por el Estado neerlandés en la onda de e inaugurado en 1938 en el parque nacional Hoge Veluwe, en la provincia de Güeldres: el Museo Kröller-Müller, que además de obras de Van Gogh reúne la de otros artistas del siglo XX, como Georges Braque, Pablo Picasso, Paul Gauguin, Juan Gris, Piet Mondrian y otros, y en sus jardines se albergan esculturas de Auguste Rodin, Jean Dubuffet, Henry Moore Claes Oldenbourg y otros artistas.

Ambos personajes, el artista y la coleccionista, no se conocieron en vida, pero comparten la pasión por el arte y una cierta mirada religiosa, y constituyen las dos patas sobre las que se sostiene este fascinante documental. 



Por un lado, el artista: Vincent van Gogh, hijo de un pastor protestante, fue marchante en una primera etapa de su vida y más tarde, imbuido de un fervor religioso, se dedicó a una labor evangelizadora en unas minas belgas. No pintaría sus primeros cuadros, El tejedor en el telar y Los comedores de patatas, hasta mediada la década de 1880 tras un aprendizaje autodidacta del dibujo en los años precedentes en la Academia de Bellas Artes de Bruselas, que finalmente abandonó aburrido de un formalismo academicista que no le convencía; esa etapa, fascinado por la obra de Jean-François Millet, le inspiró para dibujos de temas rurales y en escenas cotidianas. Trasladado a París en 1886, se instaló en el barrio de Montmartre y se codeó con artistas de la talla de Cézanne, Gauguin (con quien trató una estrecha amistad que finalmente se truncó), Seurat y Pissarro, entre otros. 

Seducido por los aires del sur de Francia, Vincent viajó a la Provenza en 1888: con residencia en Arles, tuvo lugar su período más fructífero en lo pictórico e intenso en lo personal, con desequilibrios psiquiátricos que le impulsaron en mayo de 1889 a ingresar voluntariamente en el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence y durante un año –aquí pintó su famosa Noche estrellada (1889)–, pero que no pudo solucionar. Volvió al norte del país y pasó sus últimos meses en Auverse-sur-Oise, cerca de París, período que reconstruye la película de animación Loving Vincent (Dorotea Kobiela y Hugh Welchmann, 2017). Los campos de trigo amarillo y con los cielos azules en el horizonte inspiraron algunas de sus últimas obras y dan nombre a este documental. Tras un intento de suicidio en el marco de una honda depresión, Vincent van Gogh falleció el 29 de julio de 1890. 

Por otro lado, tenemos a la coleccionista: Helene Kröller-Müller, nacida en el seno de una familia industrial de Essen (Alemania) y apasionada por el arte, fue de las primeras personas en reconocer el genio artístico de Van Gogh e inició una colección privada de obras del pintor neerlandés que con el tiempo acabaría por tener 90 cuadros y 185 dibujos (en número supone la segunda colección más numerosa de obras de este pintor, sólo superada por el Museo Van Gogh de Ámsterdam). Como el pintor, Helene también desarrolló una intensa correspondencia en las que mostró las dudas de su alma en relación con las circunstancias de su vida y que también canalizó (hasta cierto punto) en la religión. Quizá este elemento fuera el que la llevara a congeniar con la obra de Van Gogh y a interesarse por su vida. La fortuna familiar y de su marido le permitieron reunir una extensa colección artística y en vísperas del estallido de la Primera Guerra Mundial ya barruntó la idea de crear un museo; especialmente tras un viaje en Florencia que, como se cuenta en el documental, le animó a realizar una empresa en la que empeñaría gran parte de la fortuna familiar: el arte que acumulaba no debía quedar reducido a su placer privado, sino que debía estar a disposición del público en general. En unos terrenos que su marido Anton adquirió en lo que posteriormente sería el parque nacional Hoge Veluwe, Helene proyectó un edificio que se encargó al arquitecto Henry van de Welde, pero la Gran Guerra detuvo el proyecto durante unos años. 

Tras establecer una fundación en La Haya, Helena y su marido Anton (a quien unos desastrosos negocios en Chile afectaron a su fortuna), llegó a un acuerdo con el Gobierno neerlandés: el Estado sufragaría la construcción del museo a cambio de la donación de su colección artística, que para entonces estaba formada por cerca de 12.000 piezas. Se abrió el Museo Kröller-Müller en julio de 1938; Helene murió al año siguiente y la capilla ardiente de su ataúd se instaló en una de las salas que albergaban cuadros de Van Gogh: en su muerte, Helene seguiría “disfrutando” de la obra del pintor que tanto le había fascinado. 



De la mano de la actriz Valeria Bruni Tedeschi, como presentadora desde la iglesia de Auvers-sur-Oise, que Van Gogh pintó semanas de su muerte, el documental de Piscaglia resigue a estas dos figuras, entrelazadas por su pasión por el arte y las incertidumbres religiosas que les acompañó, y realiza una espléndida panorámica a la obra del pintor holandés: su evolución, su estilo –del talento de sus dibujos al empastado de sus obras de plenitud, con pinceladas gruesas y colores vivos–, sus miedos y obsesiones, y su final. La exposición “Van Gogh. Entre el trigo y el cielo”, realizada en la Basílica Palladiana de Vicenza con fondos de la colección de Helene Kröller-Müller y que tuvo lugar entre octubre de 2017 y abril de 2018, ha sido la excusa para realizar este documental; de hecho, su comisario, el historiador del arte Marco Goldin, es uno de las voces que participan en el documental, junto a la biógrafa de Helene, Eva Rovers, entre otros. Sus testimonios expertos y, sobre todo, los cuadros y dibujos de Van Gogh ilustran un documental que resulta de obligado visionado para estudiantes de bellas artes e interesados en la pintura en general. 

Mi consejo: no os lo perdáis.

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