Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Suele decirse que cuando un actor o una actriz realizan un cambio físico importante es que buscan un Oscar. En 2003 Charlize Theron se llevó el Oscar a mejor actriz por su papel de la asesina en serie y ex prostituta Aileen Wuornos en la película Monster (Patty Jenkins); un papel para el que la actriz sudafricana cambió radicalmente su aspecto físico para parecerse al personaje: engordó quince kilos, se puso prótesis e incluso utilizó una dentadura falsa. El resultado fue hacerla casi irreconocible. Se “afeó”, se dijo de manera muy injusta, para ganar un Oscar, obviando los muchos matices del personaje, y lo logró. Un año antes, Nicole Kidman también cambió su aspecto para meterse en la piel de Virginia Woolf para el filme Las horas (Stephen Daldry); ganó el Oscar. Pero ese cambio físico (se oscureció el pelo y utilizó una prótesis en la nariz) no fue tan radical como el que tres lustros después ha realizado para interpretar a Erin Bell, la protagonista de Destroyer. Una mujer herida (Karyn Susama), la policía en horas bajas para quien parece ser cierto el adagio que Paul Thomas Anderson escribió en Magnolia y que dice que puede que hayamos acabado con el pasado, pero él no ha acabado con nosotros.
Erin llega a la escena de un crimen: el cuerpo de un hombre que ha recibido varios impactos de bala. Nadie sabe quién es, pero Erin observa el cadáver y les dice a los agentes de policía que conoce la identidad del muerto. En la comisaría recibe un sobre: dentro hay un billete de 100 dólares manchado con tinta morada, el tipo de tinta que suele utilizarse para evitar que los atracadores de un banco hagan uso de los fajos de billete sustraídos. Es un billete que formó parte de un atraco realizado años atrás por parte de una banda en la que Erin y un compañero policía, Chris (Stan Sebastian), se habían infiltrado para seguir los pasos de su líder, Silas (Toby Kebbell). Los recuerdos de aquella operación vuelven, mientras Erin está convencida de que Silas ha vuelto. La búsqueda del criminal será paralela a la redención que la propia Erin ansiará por lo sucedido tantos años atrás.
Estamos ante una policía de género criminal muy oscura, algo lenta y en cierto modo (a tenor de su resolución) bastante tramposa. La oscuridad del personaje es pareja a la frialdad de una trama que se va mostrando, mediante flashbacks, como un rompecabezas para el que conviene que el espectador tenga paciencia. Una secuencia de atraco, filmada con brío y que en algunos aspectos evoca aquella secuencia magistral del asalto a un banco y la persecución de los atracadores en Heat (Michael Mann, 1995), añade un plus de interés a un filme que pone toda la carne en el asador con el papel de Kidman, que, además de envejecerse y “afearse” prematuramente, le echa ganas –“huevos”, se diría burdamente si fuera un hombre y se llamara Charles Bronson– y juega con dos versiones de un mismo personaje: la, en cierto modo, amoral policía del pasado y la detective del presente que está de vuelta de todo y trata de cerrar los cabos sueltos; incluidos los maternales con una hija con la que apenas se ha relacionado, Shelby (Jade Pettyjohn), al cuidado de su ex marido, Ethan (Scoot McNairy).
Las pistas del caso llevan a Erin a seguir el rastro de la banda de Silas, empezando por uno de sus miembros, Toby (James Jordan), también en horas muy bajas, siguiendo por Dennis Dfranco (Bradley Whitford), el antiguo abogado de Silas (y testaferro encargado de blanquear su dinero), y terminando con Petra (Tatiana Maslany), la antigua novia de Silas, aún en el otro lado de la ley. Los encuentros con estos personajes permiten que Kidman se luzca con una diversidad de registros a los que añadirá el de la mater dolorosa con Shelby en una escena en una cafetería en el tramo final y el de amante de su compañero de trabajo un poco antes. Y es que la Kidman no trata únicamente de buscar nominaciones a premios –la logró con los Globos de Oro, no fue posible con los Oscars– a base de feísmos y resolución: pone todo su talento al servicio de un papel complicado pero jugoso, seguramente digno de una película de más altura, y se desnuda figuradamente en un personaje con más aristas de lo que la máscara física parece esconder. Pues Destroyer no es un mal filme, ni de lejos, pero se le ven las costuras y el espectador no tarda en atar cabos y en avanzarse incluso a la propia trama; la secuencia final, algo efectista, incluso recuerda al inicio/final de la serie Perdidos.
El resultado es una película estimable y que se observa con un tibio interés, con algunas secuencias más que prescindibles (curiosamente todas aquellas en las que aparece el “malo” de la función) y otras mucho más interesantes (cuando Erin toma la iniciativa, pase lo que pase); un filme que probablemente no deje huella en nuestra retina, pero que tampoco desmerecerá ni el tiempo que le dediquemos ni la entrada de cine que paguemos por ir a verla. Una película que muestra una cara anodina y fea de la propia ciudad de Los Ángeles, de los secretos que oculta en sus callejones y rincones sucios, así como de aquello que dejamos olvidado en la memoria… hasta que el pasado vuelve para acabar con nosotros.
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