Reseña publicada originalmente en Hislibris (28 de octubre de 2011).
«¡Por los bigotes de Plekszy-Gladz!».
Inevitablemente una reseña como esta tiene un componente personal evidente. Como muchos tintinófilos (sin necesidad de caer en una cierta tintinolatría), me acerqué a los cómics de Hergé (Georges Remi, 1907-1983) en mi más tierna infancia. Lo curioso es que a día de hoy no poseo ni siquiera un ejemplar de los 23 álbumes publicados sobre las aventuras de Tintín (y eso si no contamos el vigésimo cuarto, Tintín y el Arte-Alfa, incompleto): siempre los he leído de prestado o in situ en bibliotecas de barrio o en librerías. No me preguntéis por qué nunca he tenido tal tentación (por eso no me acabo de considerar un tintinólatra); lo cierto es que nunca tuve la necesidad y si acaso he releído los diversos álbumes, sin orden ni concierto, ha sido, lo dicho, en bibliotecas o librerías. No guardo un recuerdo especial de cuándo fue la primera vez que un cómic de Tintín cayó en mis manos: debía de tener diez u once años, posiblemente fuera en la biblioteca del centro cívico de La Sedeta, un centro de enseñanza de la parte baja del barrio de Gràcia barcelonés, adonde acudía con algunos compañeros de clase al salir del colegio para echar unas canastas, chutar un balón de fútbol o, después, hacer los deberes de cada día. Siempre me sobraba un rato para leer cómics como los de Tintín, Astérix o el mítico Cavall Fort (los lectores catalanes de esta reseña que sean más o menos de mi edad recordarán este tebeo). Tintín siempre caía en uno de esos ratos; las relecturas fueron constantes, hasta el punto de que sus diálogos, en catalán (nunca me he acostumbrado a leer a Tintín en otra lengua que no fuera ésta), con los exabruptos del capitán Haddock, forman parte de mis recuerdos infantiles y juveniles.
Géorges Rémi, Hergé. |
Y no sólo los más que variopintos insultos y reniegos del capitán Archibald Haddock de la marina mercante, los comentarios más o menos simpáticos de Milú (que siempre me parecieron algo cargantes, aunque necesarios para comprender la peculiar relación con su amo) o las interjecciones de un joven Tintín (cómo olvidar su característico vatua l’olla! de la traducción catalana, a cargo de Joaquim Ventalló); también las andanzas de un reportero belga por todo el planeta, el evidente trasfondo histórico de las aventuras del personaje y, cómo no, personajes secundarios como los inefables Dupond y Dupont (Hernández y Fernández en la traducción castellana), el despistado profesor Tornasol, el insufrible Serafín Latón (Serafí Llantió para los lectores catalanes), el general Alcázar, el mayordomo Néstor o la peculiar Bianca Castafiore, el Ruiseñor de Milán (y su eterna interpretación del «Aria de las Joyas» del Fausto de Charles Gounod, «¡Ah, me río de verme tan bella en el cristal!»). Y sin olvidar a villanos y malvados como Rastapopoulos, Allan Thompson, el doctor Müller o el coronel Spönz. Y países imaginarios como Syldavia (que depende de la época en que se escribieron los álbumes era una tradicional Bélgica o una mitificada Austria) y Borduria (por las mismas razones, o bien la Alemania nazi o la Rusia soviética). Porque todo ello forma parte de un universo, el tintinesco, creado por Hergé y cuya primera presentación en sociedad, Tintín en el país de los Soviets fue en 1929. Hasta 1976 y Tintín y los ‘Pícaros’, Hergé publicó periódicamente los 23 volúmenes por todos conocidos, primero en Le Petit Vingtième, el suplemento infantil del diario católico belga Le Vingtième Siècle, luego en el rotativo Le Soir (durante los años de la Segunda Guerra Mundial) y, ya desde los años cincuenta, en los Estudios Hergé (publicados por Casterman, Editorial Juventud para las ediciones castellana y catalana).
En esta evolución cronológica, Hergé fue ganando autonomía e independencia, y de todo ello se refleja la propia evolución de Tintín y los diversos personajes: de un Tintín con rasgos y actitudes demasiado juveniles por no decir infantiles (y no sólo en el físico, sino también en la actitud moral e ideológica), que denota un anticomunismo de raíz católica y un colonialismo a la europea, pasamos ya en la década de los años treinta al Tintín que se enfrenta al autoritarismo de tono fascista de países como Borduria (es decir, la Alemania nazi) y al Tintín de los años cuarenta de la Bélgica ocupada que trata de no meterse en política; y al Tintín de los años cincuenta y sesenta, el más maduro, el que ya no es periodista activo pero que tiene como telón de fondo la Guerra Fría, los antecedentes de la carrera espacial (pisando la luna quince años antes que Armstrong y con un detallismo técnico que sorprende por su casi perfección), las aventuras con ovnis y el retorno a la América de guerrilleros como el general Alcázar. No en balde la evolución de Tintín y de su universo es también la del propio Hergé, que poco a poco se fue liberando del proteccionismo del abate Wallez (que no habría que considerar un fascista sin más, como se lee por ahí, sino un conservador católico bastante radical), director de Le Vingtième Siècle. La relación de amistad de Hergé con el líder fascista belga Léon Degrelle le puso en la picota tras la guerra, así como su relativo colaboracionismo con las autoridades alemanas que ocuparon Bélgica entre 1940 y 1944.
En cierto modo, Hergé tuvo que pasar por un proceso de «desfastización» por el modo en que sus cómics expresaron con tibieza las relaciones con un país colaborador como Alemania, aunque lo cierto es que Hergé no se destacó realmente en mostrar un apego con la Alemania nazi. Creciendo ideológicamente, dentro de un cierto y sempiterno conservadurismo, Hergé (y Tintín) pasaron a mostrarse como adalides de una cierta manera de ver el mundo, siempre opuesto a las tiranías totalitarias o a democracias capitalistas exacerbadas como los Estados Unidos, siendo Bélgica (o Syldavia en la etapa central de la obra tintinesca) el escenario de una cierta neutralidad, o quizá un cierto distanciamiento respecto la política de bloques. Así, en el díptico sobre el viaje lunar –Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna, 1953-1954– y, especialmente, en El asunto Tornasol (1956), Hergé se distancia incluso de su propio país imaginario, Syldavia, que puede ser asimilado a unos Estados Unidos que nunca le gustaron, enfrentados a Borduria/la URSS ya sea por la carrera espacial o por la creación de armas de destrucción masiva (léase la bomba atómica). Los años sesenta nos presentan a un Hergé (y un Tintín) que se alejan de la política internacional, que se relajan incluso en la imitación de una opereta (Las joyas de la Castafiore), para regresar ya en los años finales de la década a la aventura con toques paranormales (Vuelo 714 a Sídney) o a la guerrilla latinoamericana (Tintín y los ‘Pícaros’) a mediados de los años setenta, momento en el que Tintín se ha despedido de nosotros, sin anunciarlo, por no hablar de un Hergé que trabajará en los primeros años ochenta en un álbum (Tintín y el Arte-Alfa) que no llegará a ver publicado.
De todo ello, y ya es hora de menciuonarlo, trata Tintín-Hergé: una vida del siglo XX (Fórcola; reeditado en 2019, aprovechando el 90º aniversario de la publicación del primer cómic de Tintín) de Fernando Castillo, libro recién publicado y que supone una reedición, aumentada y mejorada, de una obra anterior, El siglo de Tintín (Páginas de Espuma, 2004). Todo lo anteriormente escrito no deja de ser un resumen personal de este libro, una auténtica joya para tintinófilos y tintinólatras de todo pelaje. Pues no sólo seguimos la historia de la creación de un personaje (y la biografía de su creador), sino que, como el subtítulo del libro reza, también estamos ante un viaje al siglo XX, entre 1929 y 1976 para ser exactos, en el que Tintín (y Hergé) son el doble eje sobre el que gira un universo de un cómic y de la época en el que fue escrito. Castillo, gran conocedor del personaje, ajeno a polémicas y endiabladamente ameno en su manera de contarnos una particular historia del (medio) siglo XX, nos cuenta los pormenores de cada álbum, la aparición de los diversos personajes y el cariz ideológico que subyace en cada volumen, que, como ya hemos comentado, es muy dependiente de los años en que fue escrito. Y todo ello provocando la sonrisa cómplice de todo tintinófilo (y tintinólatra) que se precie. Incluso planteándose qué habría sido de Tintín en la actualidad:
«Tras haber desaparecido Tintín en los últimos años de la década de los setenta, y muerto Hergé a principios de los ochenta, a las puertas de producirse una serie de acontecimientos que van a determinar el final de una época, ¿cómo no vamos a imaginar qué hubiese dicho y hecho el periodista al respecto en los últimos años? ¿Qué hubiera pensado del fin de la Unión Soviética y del comunismo o de la nueva crisis de los Balcanes? ¿Cómo hubiera reaccionado ante los ordenadores e Internet? ¿Qué escenarios habría recorrido ahora que la sociedad global ha acabado con todo exotismo? ¿Cómo hubiera contemplado el terrorismo generalizado que azota a las sociedades actuales o el fundamentalismo islámico? ¿Qué diría de la emigración y del narcotráfico? ¿Habríamos podido ver alguna aventura del periodista en alguno de los escenarios que han caracterizado a los años posteriores a su desaparición? ¿Qué nuevas poéticas habrían surgido?» (p. 299).
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