Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Emilio Martínez-Lázaro tenía una larga trayectoria en la comedia antes de dirigir ese díptico prescindible (por muy taquillero que sea) que es Ocho apellidos vascos (2014) y Ocho apellidos catalanes (2015). A un espectador con cierta «memoria histórica» puede que le cueste recordar El juego más divertido a finales de los años ochenta, pero puede que sí lo haga con dos de sus mejores comedias románticas en la década siguiente: Amo tu cama rica (1992, con guion propio) y Los peores años de nuestra vida (1994; qué divertido estaba Gabino Diego). Ya en este milenio tuvo un «sonoro» éxito El otro lado de la cama (2002) y Los dos lados de la cama (2005), películas en los que los intentos (meritorios en algunos casos) de los actores por cantar (ejem, ejem) topaban con un guion mejor trabado en la primera entrega que en la segunda. Alternando comedia y drama – a destacar Carreteras secundarias (1997), más bien una “dramedia” on the road, y Las trece rosas (2007)–, la filmografía de Martínez-Lázaro ha tenido en ese género hoy en día en la UVI, la comedia romántica, como uno de sus ejes principales. Por ello, Miamor perdido, recién estrenada, puede verse como una fusión entre lo más «clásico» de la carrera del director madrileño y un estilo más «actual», más de corte ochoapellidos, en algunas de sus perlas cómicas. El resultado, lo anticipamos, es una propuesta cinematográfica que no es redonda, pero que bien merece acercarse a una sala de cine.
Si escoges a Dani Rovira para protagonizar tu filme, tiene mucho ganado si lo que buscas es atraer al público; y es que además la gracia de su personaje es que no deja de ser un trasunto del propio actor. Así, interpreta a Mario, un cómico de monólogos (perdón, de stand-up comedy) que trata de labrarse un futuro con sus shows en garitos de todo tipo, y que por una de esas casualidades de la vida conoce a Olivia (Michelle Jenner), a quien literalmente atropella con su bicicleta. Ambos van borrachos perdidos y acaban de dejar a sus respectivas parejas; en el caso de Olivia tras haberle caído al muchacho un piano encima (también literalmente). Cuando Mario escucha a una beoda Olivia cantar una ranchera (malagueeeeeeeeña salerosa), queda prendado y ambos inician una relación que tarda su tiempo (por suerte, no en el metraje) hasta culminar en beso y cama. De bolo en Valencia, Mario conocerá a los padres de Olivia (¿en serio había que poner al sevillano Antonio Dechent a chapurrear palabras en catalán, perdón, en valenciano?), y ambos también tendrán su primer encuentro con un gato callejero que sólo responde a las palabras «mi amor» (léase todo junto) y al valenciano, y que deciden adoptar. La relación tendrá sus más y sus menos, finalmente predominarán estos últimos (de manera muy artificiosa en la trama) y la cosa se romperá. ¿Quién se queda el gato? A priori ninguno, pues al minino le ha dado un jamacuco y ha entrado en coma, aunque sobrevive. Olivia no lo sabe y Mario se lo queda, ocultándole la verdad. El micifú, como su coma, quedará como metáfora subyacente de una relación a lo Schrödinger, es decir, que está muerta y no muerta al mismo tiempo (como el famoso gato del experimento). Y he ahí la mezcla de comedia romántica y comedia de enredo de la que se nutre este filme, sin que sean sus únicos ingredientes… afortunadamente.
La trama de Miamor perdido está en la mejor tradición de esa comedia romántica de toda la vida –chico conoce a chica, chica conoce a chico, chico y chica se lían, chica y chico rompen, chico y chica no se olvida, chica y chico se pelean y se reconcilian… basta ya de tanta cacofonía–; el guion de Clara Martínez-Lázaro y Miguel Esteban trata de actualizarla, y así las coñas sobre los micromachismos jalonan la película al mismo tiempo que se establece una oposición argumental entre el club de la comedia (perdón, la stand-up comedy) al que se dedica Mario y el teatro de vanguardia que le interesa a Olivia, con sus tópicos en ambos casos. Que finalmente Olivia acabe creando su propia mezcla de ambos géneros en una obra que se llama igual que la película no deja de tener su gracia, sobre todo cuando ambos personajes se saltan a la torera el libreto escrito e improvisan, a lo Guerra de los Rose (sin su mala baba, eso sí) para estupefacción y diversión del público asistente a su estreno.
Más interesante resulta la voluntad nada escondida del director de sacar más petróleo de un guion que no acaba de funcionar del todo, y optar por añadirle no pocas escenas que beben de la screwball comedy (para entendernos, la comedia alocada que tan bien funcionó en los años treinta y cuarenta; ejemplo paradigmático: La fiera de mi niña con Cary Grant y Katharine Hepburn) y del slapstick (la bufonada física, o sea, te doy un golpe en la cabeza con una maza y te quedas turulato dando vueltas; para el caso que nos toca, las perradas que Mario y Olivia se hacen mutuamente). De este modo, el filme, que arranca con fuerza, entra en coma como el propio gato en su parte central y despierta con energía para encarar el tramo final, se alimenta de estos efectos de la comicidad, en general bien llevados por sus protagonistas –de Rovira ya lo sabíamos, de Jenner es una deliciosa sorpresa hacerla ver el ganso–, con alguno secundarios como Vito Sanz dándoles la réplica (a Pablo Carbonell, en cambio, le falta soltase un poco, algo que sorprende en este artista que tan bien sabe hacer humor del absurdo habitualmente). Es, pues, en esas secuencias que van y vienen en torno a Olivia, Mario y su maldita relación donde encontramos lo mejor de un filme que bucea (sin demasiada profundidad, todo hay que decirlo) en torno a la inmadurez de unos personajes que, ya en la treintena, deberían empezar a tener las cosas más claras: vamos, como la propia sociedad en la que se ubican.
El resultado es una película irregular y divertida a partes iguales, que lo fía a todo a su pareja protagonista y a la mezcla de elementos cómicos, algunos mejor cocinados que otros. Como regreso a un género, el de la comedia romántica, que parece estar tan en coma como el gato de marras, la cosa funciona bien a grandes rasgos y se nota el buen oficio de Martínez-Lázaro. Como estímulo para acercarse a una sala de cine y desconectar un poco de todo, deviene en algo ideal, especialmente en las próximas fiestas navideñas por ser la posibilidad de escapar de reuniones familiares con ración extra grande de cuñadismo. Por esto último ya se justificaría su estreno en estas fechas.
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