En 2003, y como ya suele ser habitual, Pixar conquistó a niños y adultos con la historia de un pez payaso padre, Marlin, que buscaba a su hijo Nemo,
capturado por un submarinista y que, al otro lado del océano, en
Australia, quedaba “retenido” en la pecera de un dentista. Marlin movió
viento y marea (y nunca mejor dicho) para cruzar el océano y encontrar
al pequeño Nemo (que, por su parte, trataba de escapar de la pecera con
la ayuda de una peculiar banda de peces y estrella de mar, también
“habitantes” de aquella pecera). Buscando a Nemo, que ya sabe el
lector que es la película de la que estamos hablando (quizá demasiado),
nos hablaba de un padre dispuesto a lo que fuere para encontrar a su
hijo, al mismo tiempo que ambos se encontraban a sí mismos en
situaciones de peligro; el hiperprotector Marlin aprendió a confiar en
Nemo y a darle rienda suelta para que aprendiera por su cuenta acerca de
las cotidianidades de la vida. Pero nos olvidamos de alguien fundamental en esa historia: Dory,
el pez cirujano azul con un problema de pérdida de memoria a corto
plazo (vamos, lo que se dice “tener memoria de pez”). Sin Dory, su
espontaneidad, sus locuras y su voluntad de “seguir nadando”, Marlin
quizá no habría encontrado a Nemo, o quizá le habría costado mucho más.
Dory se erigía en un personaje secundario con un enorme carisma y que
caló enseguida entre los espectadores. Pues he aquí que, trece años
después, Pixar, que hasta ahora no se había prodigado por las secuelas y
franquicias (y Cars 2 es una buena muestra de los riesgos de hacerlo)1,
presenta Buscando a Dory, cinta que convierte a Dory en protagonista
absoluta y a Marlin y Nemo en lo que podrían ser unos particulares
”mejores actores (peces) de reparto”. A Dory y su pérdida de memoria a
corto plazo.