La literatura histórica sobre Gayo Julio César es
prácticamente inabarcable: multitud de biografías, monografías,
artículos académicas, etc., y eso sin contar la masa de novelas
históricas, de desigual calidad. César es una de las figuras esencial
(si no la esencial, junto a su sobrino-nieto Gayo Octavio, futuro
Augusto) para comprender la historia romana, sobre todo la transición de
un sistema republicano a uno de cariz unipersonal (el Principado
augústeo). La mitificación alrededor de sus victorias militares y su
genio político, junto a la memoria de su asesinato (William Shakespeare
mediante), han calado tan hondo en el lector interesado en el período
que resulta inane publicar algo «nuevo» sobre el personaje y su fatídico
destino. También sobre el final de la República (de la vieja y libera
res publica) se ha tratado con especial detalle en muchos y variados
libros (la lista sería larga). Por tanto, las primeras noticias sobre
este libro de Barry Strauss, The Death of Caesar. The Story of History’s
Most Famous Assassination (Simon & Schuster, 2015) se las toma el
lector avezado en la materia con un cierto (y lógico) escepticismo,
sobre todo si atendemos a noticias alrededor de este libro publicadas
recientemente en la prensa española (Guillermo Altares, “Ni Bruto, ni Casio: Décimo es el nombre clave en la muerte de César“, en El País, 9
de marzo de 2015).
Barry Strauss. |
La realidad es que, como suele decir la frase hecha, nihim novum sub
sole… pero ese «algo» resulta interesante. The Death of Caesar de Barry
Strauss no aporta nada sustancialmente nuevo o diferente que no se haya
leído en las fuentes clásicas o en la literatura especializada. Strauss
comienza el libro con el retorno a Roma, en el otoño del año 45 a.C.,
de cuatro hombres desde Milán: César, que regresa de derrotar a los
pompeyanos en Hispania; Marco Bruto, hasta entonces gobernador de la
Galia Cisalpina; Décimo Bruto, que hizo lo propio en la Galia
recientemente conquistada [Gallia Comata], y Gayo Octavio, sobrino-nieto
del dictador y, sin que nadie lo descubriera hasta la lectura de su
testamento tras los Idus de marzo, heredero de César, de su nombre, su
fortuna y, como es de suponer, su clientela política. Estructurado en
tres partes, el libro traza primero la dictatura perpetua de César en
los meses previos a su muerte y el ejercicio de lo que, en el mundo
antiguo y también en la óptica de Strauss, se veía como un poder
tiránico; a continuación analiza (y en cierto modo recrea) la conjura
contra César y el asesinato (y en cierto modo su «escenificación») del
dictador; y, por último, las consecuencias políticas y militares (la
guerra entre Antonio, Octaviano y otros líderes cesarianos entre sí y
contra los autoproclamados «libertadores» o asesinos de César).
La pregunta, a tenor del artículo de prensa que se hace eco de ello,
es qué aspectos novedosos trata Strauss en su libro y, en consecuencia,
si hay agua en esa piscina. La respuesta es que uno se puede tirar a
esa agua, pero tendrá la sensación de que, a despecho de lo que dijera
Heráclito, ya se ha bañado anteriormente en ella. Fundamentalmente
Strauss se basa en las principales fuentes sobre la conjura y el
asesinato de César, así como sus consecuencias (la etapa final de una
República que ya no era libre ni siquiera en el nombre), y relata lo que
ya es conocido de sobra por el lector interesado en la materia. Lo que
consigue hacer, sin embargo, es presentarlo de una manera amena,
analítica (dentro de lo que cabe en cuanto al margen que le dejan las
fuentes clásicas) y con detalle. La parte central del libro es sin duda
la más interesante: la creación de la conspiración (conspiraciones, en plural, según
Luciano Canfora en su biografía Julio César. Un dictador democrático,
publicada en castellano por Ariel en 2000, reeditada en 2014), alrededor
de Gayo Casio, Marco Bruto y Décimo Bruto. Sobre este último es donde
quizá se pueda enfatizar el aspecto de la «novedad», aunque con matices:
en realidad, la lectura a fondo de Nicolás de Damasco, el autor de la
antigüedad que potencia la figura de Décimo Bruto (el Decio de la obra
teatral de Shakespeare) aporta matices en cuanto a este personaje, pero
en esencia poco más. Canfora ya trataba en su libro antes mencionado, y con un
trabajo de pico y pala en las fuentes del período, cómo la conjura en
realidad fue la consecuencia de reunir a dos grupos de personas
dispuestas a acabar, aunque por motivos diversos, con la vida de César:
por un lado, Casio (el epicúreo y militar, enemigo celoso y visceral de
César, aunque buscara y aceptara su perdón), y Bruto (el estoico,
sobrino de Catón, el alma «republicana» e incluso filosófica de la
conjura); y por otra, la de aquellos cesarianos desencantados y
alarmados con el proceder tiránico (o absolutista, valga el anacronismo)
de César, es decir, hombres como Gayo Trebonio o Décimo Bruto,
criaturas suyas, colaboradores en la guerra de las Galias y la guerra
civil, auténticos «mariscales» de su ejército, que veían como sus
méritos eran devaluados, sus ambiciones postergadas y sus propósitos
políticos (si es que los tenían) blanqueados por la política de
clemencia y perdón de César respecto sus enemigos pompeyanos o meramente
republicanos.
Fotograma del último episodio de la 1ª temporada de Rome (HBO/BBC/RAI, 2005). |
Strauss destaca la figura de Décimo, por quien César
sentía algo más que simpatía y afinidad, como epítome de aquellos entre
los cesarianos que no veían otra salida para la supervivencia de la
República y para dar salida a sus propias ambiciones que la muerte del
dictador. Con Casio, Bruto, Décimo, representantes a su manera de
diversos perfiles en la Roma del momento (pompeyanos, republicanos,
cesarianos moderados), la conjura aglutinaba a diversos sectores dentro
de la élite política y militar romana que, a medida que César engordaba
sus poderes con honores y decretos, temían que la existencia del
dictador ponía en peligro la supervivencia política del régimen. Al mismo tiempo, el autor añade un extra al papel esencial de Décimo en la conjura por tener acceso a gladiadores, estraégicamente apostados en Roma el día del asesinato, de modo que pudieran utilizarse como fuerza de choque en caso de que las «fuerzas del orden» (en manos de Lépido, magister equitum del dictator) mostrara resistencia. Sea como fuere, esos gladiadores no entraron en liza, la mención al respecto en Nicolás de Damasco (Vida de Augusto, 27) pasa inadvertida (como el rol de los propios gladiadores) y en los días inmediatamente posteriores al magnicidio hubo discusiones políticas que dejaron al margen al brazo armado romano, es decir, las legiones.
Una de las virtudes del libro es el sólido estudio de fuentes, como se percibe en la lectura de las numerosas notas. Como destaca Strauss, sobre la dictatura perpetua de César, la conjura (o conjuras), el magnicidio y los días posteriores contamos con cinco fuentes principales, y el autor las trata con detalle. Por orden cronológico son Nicolás de Damasco (1), Suetonio (2), Plutarco (3), Apiano (4) y Dión Casio (5). Cicerón, coetáneo a los hechos, trató las consecuencias inmediatas del asesinato de César en numerosas cartas, pero no contamos con su correspondencia sobre los días y semanas previos al asesinato; la primera carta a Ático posterior al asesinato se data el 7 de abril de 44 a.C. (6); dentro de su correspondencia contamos también con cartas a y de Marco Junio Bruto, Décimo Junio Bruto y Gayo Casio Longino (7); por último, en cuanto a Cicerón, hay diversas menciones en sus Filípicas, catorce discursos escritos y pronunciados (excepto el segundo, publicado pero no pronunciado públicamente) entre septiembre de 44 a.C. y abril de 43 a.C. (8). Veleyo Patérculo (9) y Tito Livio (los fragmentos o Períocas del libro 116 de su Historia romana desde la fundación de la ciudad) (10) también mencionan la conjura y el asesinato de César. El estudio de estas fuentes, de sus puntos en común y de algunas y notables divergencias (relativas al asesinato en sí en la curia senatorial), nos permite también conocer (hasta donde es posible, no siendo inmune el autor a una cierta especulación que el mismo reconoce en ocasiones) a los integrantes de la conjura, su background y, quizá, el número aproximado de senadores que rodearon a César en la Curia Pompeya y lo cosieron a puñaladas en aquellos infaustos idus de marzo.
César (Rex Harrison), rodeado y apuñalado en la Curia Pompeya, en la película Cleopatra (Joseph L. Mankiewciz, 1963) |
En este sentido, pues, el libro –insistimos, sin aportar nada
radicalmente nuevo, tan sólo algunos matices en detalles concretos–
resulta sólido en cuanto a la narración, análisis y formulación de unas
conclusiones sobre la conjura y el asesinato de César. Recoge mucho
Strauss de otros autores (de Ronald Syme a Matthias Gelzer, pasando por
Christian Meier y, subrepticiamente, Canfora), resigue día a día las
consecuencias inmediatas del asesinato (entre los propios idus, el 15 de
marzo, y hasta el día 20, fecha que las fuentes dan para datar el
funeral público del dictador), y que constituye también otro aliciente
del libro (al situar a los diversos peones en el tablero). La parte
final del libro se dedica a la narración de las guerras civiles
posteriores a la muerte de César y que el autor finaliza en Filipos
(octubre de 42 a.C.), dejando un capítulo final para la figura de
Augusto, el heredero de César finalmente victorioso, y el balance del
magnicidio como proceso histórico per se: éxito en lo inmediato (el
asesinato de un tirano), fracaso en el tema de fondo (la salvación de la
República). Resulta en cierto modo «romántico» una mención final al
funeral de Junia Tertia, viuda de Casio y hermanastra de Bruto, y que
falleció a finales del año 22 d.C., y cuyo funeral (tolerado por
Tiberio, sucesor de Augusto e hijo de un republicano que apoyó a los
«libertadores») simbolizaba el final de la memoria viva de los hechos
acaecidos sesenta y seis años antes. De este modo, y enlazando con el
principio del libro (los cuatro hombres que regresan a Roma, todos ellos
determinantes en los sucesos anteriores y posteriores al magnicidio),
se cierra un círculo: la muerte de Junia supone la desaparición de uno
de los últimos testimonios de aquella fecha, aunque con ella sólo moría
una persona, perdurando la idea de republicanismo (ya que no de
república).
Marco Antonio (Marlon Brando) muestra el cadáver de César a los ciudadanos romanos en el Foro, en la película Julius Caesar (Joseph L. Mankiewicz, 1953) |
Quizá esta última idea sea más discutible, pues en torno al asesinato de César no estuvo únicamente la defensa de la República libre, sino que los celos y las ambiciones personales también jugaron un papel esencial entre los conspiradores. Cicerón mismo se lamentaría de las consecuencias del asesinato: «tan insensato es ya nuestro consuelo de los Idus de Marzo; pues hemos empleado un espíritu viril, pero una planificación, créeme, pueril» (Ad. Att., XV, 4, 2); a lo que se añadía que los «libertadores» pactaron, apenas dos días después de los idus, que se respetarían los decretos de César, lo que significaba a su vez conservar los mandos militares y provinciales (y las promesas de consulados para los años 42 y 41 a.C.) que el dictador había estipulado antes de morir. El republicanismo se erigiría en idea y proyecto por el que luchar, pero no es menos cierto que Bruto, Casio, Décimo, Trebonio y el propio Antonio necesitaban la ratificación de las acta Caesaris para poder disfrutar de mandos militares y provinciales… y disputarse entre ellos el gobierno de la República. Strauss, a su vez, deja entrever que un triunfo de los «libertadores» no garantizaba sin más un retorno al sistema republicano, pues las guerras civiles engendrarían problemas que no se podían solucionar con una «vuelta atrás del reloj». La idealización de Bruto, Casio y Décimo, de los conspiradores «republicanos», no debería dejar a un lado que, con ejércitos de por medio y la pugna por una victoria postrera, al final quedaba la idea de que habría sólo una persona con un poder absoluto. Strauss, en este sentido, prefiere la idealización y carga las culpas en la deriva absolutista de César como causa última de la conjura.
Notas
(1) Nicolás de Damasco, Vida de Augusto, edición, traducción y comentarios de Sabino Perea Yábenes, Madrid, Signifer Libros, 2006; los capítulos 19-28 están dedicados a la conjura y el asesinato de César.
(2) Gayo Suetonio Tranquilo, Vida del Divino César, en Vidas de los doce Césares, I, edición de Antonio Ramírez de Verger y Rosa Mª Agudo Cubas, Madrid, Gredos, 1992 (Biblioteca Clásica Gredos, 167); la parte final de la vida de César, incluida la conjura y el asesinato, se tratan en los capítulos 75-89 del libro I, dedicado a César.
(3) Plutarco de Queronea, Vida de César, en Vidas paralelas, VI: Alejandro-César, Agesilao-Pompeyo, Sertorio-Eumenes, edición y traducción de Jorge Bergua Cavero, Salvador Bueno Morillo y Juan Manuel Guzmán Hermida, Madrid, Gredos, 2007 (Biblioteca Clásica Gredos, 363); los capítulos 57-69 están dedicados a las reformas de César en su última dictadura, la conspiración, el asesinato, la lectura del testamento y el destino final de los asesinos en Filipos.
(4) Apiano de Alejandría, Guerras civiles [Romaikia], libro II, en Historia romana, II: Guerras civiles (I-II), edición de Antonio Sancho Roya, Madrid, Gredos, 1985 (Biblioteca Clásica Gredos, 83); capítulos 106-148, sobre la etapa final de César, la conspiración, el asesinato y el funeral público.
(5) Dión Casio, Historia romana: libros XXXVI-XLV, edición de José Mª Candau Morón y Mª Luisa Puertas Castaño, Madrid, Gredos, 2004 (Biblioteca Clásica Gredos, 323); el libro XLIV trata la dictadura última de César, la conjura y el asesinato.
(6) Carta a Ático nº 255 (Ad Att., XIV, 1); las cartas a Ático posteriores al asesinato de César y hasta la muerte del propio Cierón, han sido editadas en castellano por Miguel Ángel Rodríguez-Pantoja Márquez en Marco Tulio Cicerón, Cartas a Ático: II (cartas 162-426), Madrid, Gredos, 1996 (Biblioteca Clásica Gredos, 224).
(7) Marco Tulio Cicerón, Cartas, III: A los familiares (cartas 1-173), edición de José A. Beltrán, Madrid, Gredos, 2008 (Biblioteca Clásica Gredos, 366), y Cartas, IV: A los familiares (cartas 164-435), edición de Ana-Isabel Magallón García, Madrid, Gredos, 2008 (Biblioteca Clásica Gredos, 374).
(8) Al respecto de las Filípicas ciceronianas contamos en castellano
con dos excelentes ediciones: la edición de María José Muñoz Jiménez en
Marco Tulio Cicerón, Discursos, VI: Filípicas, Madrid, Gredos, 2006
(Biblioteca Clásica Gredos, 345); y la de José Carlos Martín en Marco
Tulio Cicerón, Discursos contra Marco Antonio o Filípicas, Madrid,
Cátedra, 2001.
(9) Veleyo Patérculo, Historia romana, edición de Mª Asunción Sánchez Manzano, Madrid, Gredos,2001 (Biblioteca Clásica Gredos, 284), en los capítulos 56-58.
(10) Edición castellano de Antonio Diego Duarte Sánchez disponibles en su espacio web. También la edición de J.A. Villar Vidal en Tito Livio, Períocas. Períocas de Oxirrinco. Fragmentos, Madrid, Gredos, 1995 (Biblioteca Clásica Gredos, 210).
2 comentarios:
En mi opinión, con la excepción de Shakespeare y los jacobinos, jamás ha habido una idealización de Bruto y los Libertadores. Sí ha habido en cambio una idealización de César (y luego de Augusto) como gobernantes geniales y sin mácula. En cuya comparación todos sus contemporáneos son obtusos, mezquinos y egoístas.
Sí que la hubo en la larga "transición" de la República al Principado romano. El caso del senador e historiador Cremucio Cordo, en época de Nerón, que enalteció en sus escritos a Bruto y Casio ("los últimos romanos", los llamó). Sus obras fueron quemadas públicamente; como protesta inició una "huelga de hambre" que le llevaría a la muerte.
Al respecto de este y otros ejemplos sobre Bruto y Casio, recomiendo el breve pero sustancioso libro de Greeg Woolf, 'Et Tu Brute? A Short History of Political Murder' (Harvard University Press, 2007).
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