4 de noviembre de 2014

Reseña de Julio César. Un dictador democrático, de Luciano Canfora (y II)


2.- La interminable guerra civil. La guerra iniciada con el cruce del Rubicón por parte de César y cinco cohortes en enero de 49 a.C. tuvo varios finales… pues hubo varias guerras civiles. No andaríamos muy desencaminados si concluyéramos que continuó incluso después de la muerte de César: para las mentalidades de la época quedó claro que Filipos (octubre de 42 a.C.) fue la tumba de la República, pero aún hubo enemigos de César –que su hijo adoptivo, «otro» César, heredó y que duraría, en cierto modo hasta Nauloco (36 a.C.) con la derrota naval de Sexto Pompeyo o incluso Actium (septiembre 31 a.C.) y la toma de Alejandría (al año siguiente), cuando los últimos anticesarianos que quedaban, y que se habían unido a Antonio, fallecieron de muerte natural (Gneo Domicio Ahenobarbo, que heredó la inimicitia de su padre, muerto en Farsalia) o la ejecución de Casio de Parma, último de los asesinos de César que quedaban con vida. Canfora dedica un capítulo a la «larga guerra civil» (el XXVI), y que trata las campañas de Tapsos (46 a.C.) y Munda (45 a.C.), muy diferentes en su concepción y en la del propio enemigo. Pero de hecho la guerra civil iniciada en el 49 a.C., y que culmina en Farsalia (agosto de 48 a.C.), es una campaña que difiere de las posteriores: «una cosa es la guerra “pompeyana”, que acaba con la muerte de Pompeyo, y es reemprendida casi tres años más tarde, por sus hijos. Otra es la guerra “republicana” de Catón. La diferencia entre las dos perspectivas –si bien ofuscada por el hecho de que el adversario que haya que vencer sigue siendo de todos modos César– se advierte mejor si se considera que, sucesivamente, entre Sexto Pompeyo y los “liberadores” (como los cesaricidas se hacían llamar) no se constituyó ningún frente. Y del 43 en adelante los cesarianos libraron dos guerras por separado. Es más, en cierto modo, la de Sexto Pompeyo será una guerra de Octaviano: una continuación de la guerra “pompeyana” en la que se habían enfrentado los respectivos “padres”» (p. 218).

La idea que introduce Canfora es interesante: una larga guerra civil, interminable en cierto modo, y que afecta a diversos rivales contra un mismo enemigo, César (y su heredero). Surge también una reflexión implícita: ¿quiénes son los rivales en liza, bajo qué nombre y cómo están agrupados? Tenemos claro que César fue el rival a batir, ¿pero cómo definir bajo una misma etiqueta a sus enemigos? Es prácticamente imposible, pues, como Canfora deja entrever, hubo una sucesión de rivales, todos ellos anticesarianos pero no necesariamente unidos por un mismo ideal o unos mismos objetivos. Que Pompeyo es el adversario de César hasta Farsalia, no queda duda, y de hecho, el primer año y medio de guerra civil, hasta esa batalla, se definen por unirse los anticesarianos bajo el escudo de Pompeyo para poder derrotarlo. Es una etapa compleja en la que César lucha en diversos y sucesivos frentes (Italia, Hispania, Grecia), con sus partidarios triunfando en alguno (Sicilia) o siendo derrotados en otro (África). Una etapa en la que César asume el rol del rebelde que sorprende a sus enemigos al conquistar con (relativa) facilidad Italia, el centro del mundo romano, asumiendo magistraturas y cargos (la dictadura) por su cuenta y riesgo y con un Senado cercenado que apenas le hace frente, mientras que (se supone) la legalidad e incluso la legitimidad institucional permanece en manos de quienes huyen de Italia: los cónsules Léntulo Crus y Marcelo, el procónsul Pompeyo y gran parte de un Senado que se traslada al otro lado del Adriático. Cuando empiece el año 48 a.C., con César como cónsul (y dictador), la legitimidad de la que gozaban sus enemigos huidos se diluirá: elegido en Roma y con el apoyo de la parte del Senado que se ha quedado en la ciudad –aunque sin Cicerón, que dudó pero finalmente se negó a legitimar el Senado que César «protege» y se marcha a Grecia a unirse a Pompeyo–, César representa la legalidad que asumieron sus enemigos el año anterior y que, convertidos en privati, formalmente se convierten entonces en los rebeldes, demostrándose errónea la estrategia de Pompeyo de abandonar Italia al enemigo.

Marco Porcio Catón (c. 95-46 a.C.), Museo
Arqueológico de Marruecos, Rabat.
Una estrategia de Pompeyo que a priori era sencilla: aislar a César en Italia, con las legiones hispanas y los ejércitos de clientes orientales, arrebatándole el grano africano y desgastándole. El problema fue que se partía de la base de que César no sabría reaccionar o se mantendría inmóvil, y si algo demostraron las campañas en las Galias es que César actuaba celeriter (con rapidez) y metódicamente. La frase de César de luchar primero con unos «ejércitos sin general» (en Hispania) antes de hacer frente a un «general sin ejércitos» (en Grecia) demostraría ser algo más que una baladronada. Rompiendo la tenaza que se cernía sobre él, César se adaptó mejor a la guerra, venciendo primero a los legados de Pompeyo en Hispania (Afranio y Petreyo) antes de dirigirse al Épiro y de ahí a las llanuras de Tesalia, cuando no pudo provocar una batalla en Dyrrachium. Pompeyo basó su estrategia en la superioridad de fuerzas y en la búsqueda de un campo de batalla perfecto para sus legiones; César se adaptó al medio y venció a Pompeyo con las armas que tenía: disciplina, movilidad, rapidez y una causa más fuerte que la defensa de un sistema corrupto, y que era la adhesión personal de sus soldados a su «causa». Pompeyo, que llevaba quince años sin entrar en combate, pronto quedó sorprendido por la rapidez de movimientos de César, perfeccionada en las campañas galas.

Pompeyo era consciente de ser considerado un simple militar al servicio de un bando que, amparándose en la legalidad y la institucionalidad republicanas, se desharían de él sin reparos. En el libro III de sus comentarios sobre la guerra civil (De bello civili), César muestra las disputas internas en el bando de los «pompeyanos»… aunque difícilmente hombres como Bíbulo (que caería pronto), Catón, Ahenobarbo, Metelo Escipión, Léntulo Crus o Bruto se considerarían «pompeyanos», especialmente en la víspera de la batalla de Farsalia, cuando Metelo Escipión y Ahenobarbo se disputaron el pontificado máximo de César… como si este ya hubiera muerto. Pompeyo era refractario a plantear batalla, a pesar de los apremios de Catón y los demás… ¿cómo definirlos? ¿Republicanos? También lo eran los que se quedaron en Italia y decidieron o bien aceptar tácitamente el dominio de César, o bien no implicarse en la guerra; o bien, como Cicerón, por ejemplo, mostrarse disconformes con el proceso bélico y que no decidieron partir a Grecia hasta pasados unos cuantos meses. hasta que partiera a Grecia). ¿Boni, por emplear el concepto acuñado por el propio Cicerón años antes? Sin duda, ellos se consideraban los defensores del sistema republicano a la antigua usanza, y de hecho sólo la animadversión hacia César unía a personajes de filiación tan diversa como Cicerón, Catón, Pompeyo… o Labieno, que traicionó a César justo después del paso del Rubicón. La derrota en Farsalia, en cierto modo, clarifica las cosas y, especialmente, la muerte de Pompeyo en Egipto: sin éste, Catón, Metelo Escipión, Afranio, Petreyo, Labieno y su aliado el rey númida Juba pueden presentarse en África, reconstruyendo un nuevo ejército, como los defensores sin fisuras de la República frente a César… y sin la incómoda presencia de Pompeyo (además de las bajas de Ahenobarbo en Farsalia y Léntulo Crus también en Egipto). La campaña de Tapso en el año 46 a.C. puede ser vista como la guerra que no fue en los años anteriores (la República contra el rebelde y usurpador), con Catón como su ideólogo; que César se vea obligado a utilizar la propaganda con especial insistencia (incluyendo la idea de que un Escipión luchando en sus filas podrá vencer, como en el pasado, al salvaje enemigo africano, Juba). La campaña hispana que termina en Munda, sin embargo, ya es diferente: los hijos de Pompeyo y Labieno son los últimos «republicanos» que pueden enfrentarse a César, que han derrotado a sus procónsules y gobernadores destinados a la región (Trebonio, por ejemplo) y que realmente ponen en un brete al dictador. Hasta entonces, incluso con Catón de no haberse suicidado en Útica, César apeló e hizo uso de su clementia… pero en Munda ya no. Munda simboliza el hartazgo de César ante una guerra que no parece terminar nunca… y que de hecho no terminó allí. Murió Labieno en combate, le trajeron a César la cabeza de Gneo, el hijo mayor de Pompeyo, pero el menor, Sexto, se escapó y pronto inició su propia guerra de guerrillas en el Mediterráneo occidental… mientras en el Adriático y el Jónico el hijo de otro enemigo muerto, Gneo Domicio Ahenobarbo, mantiene una flota, ahora «rebelde», y en Siria la rebelión de Cecilio Basso continuará hasta que Casio la reprima en el año 43 a.C. La guerra civil continuará después de la muerte de César, que a pesar de sus escandalosos triunfos sobre enemigos romanos tras Tapso y Munda, no puede cerrar la brecha creada tras el paso del Rubicón. Octaviano y Antonio heredarán estos restos de la guerra civil, incluso después de Filipos y el castigo a los cesaricidas.

3.- Clementia cesariana. Mientras que Sila usó la proscripción como método para eliminar a sus enemigos tras la batalla final de Porta Collina (noviembre de 82 a.C.), César hizo gala de una clementia que asumió como lema y programa político: clemencia para los enemigos que se le rendían y que le sirvió para lograr la conquista de Italia y para atraerse a los adversarios menos recalcitrantes o timoratos (como Cicerón) o a aquellos contra quienes había combatido y que, una vez abatida la factio paucorum, perdonar graciosamente (caso de Bruto y Casio después de Farsalia, o de Marcelo y Ligario en sendos procesos en el Senado, defendidos ambos por Cicerón, en el año 45 a.C.). La clemencia fue la carta jugada por César en la guerra de los años 49-45 a.C., aunque hasta cierto punto: no la hubo en Munda. Clemencia frente a la tendencia de sus enemigos para dejar entrever que se apelaría a ella una vez fuese (o se confiaba en ser) derrotado; así, Pompeyo no descartó la proscripción y un poder dictatorial como Sila, y Cicerón, criticando su proceder en algunas de sus cartas, incluso deja caer que Pompeyo «sullaturit animus eius et proscripturit iam diu» [tanto desea su espíritu imitar a Sila y dedicarse a las proscripciones; Ad Att., IX, 10, 6] (nótese el neologismos al más puro estilo ciceroniano: sullaturit); por no decir la frase que en ocasiones dijo Pompeyo: «Sulla potuit, egon no potero?» (Sila pudo, ¿no voy a poder yo?). Ya en una carta a Ático de marzo de ese año, Cicerón comentó: «Gnaeus noster Sullani regni similitudinem concupivit» (nuestro Gneo desea imitar el poder de Sila; Ad Att., 9.7.3). 

Denario de P. Sepullius Macer (c. 44 a.C.): en el anverso aparece el lema clementia Caesaris.

El recuerdo de las matanzas de Sila aún estaba fresco en la memoria de los protagonistas de la guerra del 49: habían vivido treinta años antes los momentos de persecución de los enemigos políticos. Y persistían resquicios de la legislación silana, en especial la espinosa cuestión de los proscritos. La represión en este ámbito significaba sobre todo la perdida de la ciudadanía de estos proscritos (y de sus descendientes), incluidos sus bienes y el nombre, además de la prohibición de acceder a los cargos públicos para sus hijos. Esta represión institucional permaneció hasta Cesar y su primera dictadura en el 49. Apenas nadie, en los treinta años posteriores a la muerte de Sila, habló en su favor: ni Cicerón siquiera, que pasó siempre de puntillas sobre el tema, interesado en la defensa del status quo de dominio senatorial. Cesar, en cierto sentido heredero de Sila, revocó esta ´ultima disposición que aún permanecía de la legislación silana. La crudelitas silana fue sustituida por la clementia cesariana, no sólo una actitud ante la vida y los horrores de la guerra, sino toda una ideología política que, sin embargo, le costó la vida a César. Pompeyo en cambio, podría haber resucitar la sullanitas si hubiera triunfado (si tenemos en cuenta el testimonio de Cicerón, claro está).

El ejemplo de Sila, con su marcha sobre Roma, la dictadura, las proscripciones, sus leyes, su retiro del poder... influyó en el discurso político-ideológico de los contendientes del 49 a.C., y en sus herederos (Octaviano y Antonio). César cruzó el Rubicón dando paso a una guerra civil y para rescatar la Republica de la tiranía de unos pocos: los boni –si empleamos el término que utilizaba Cicerón–, que buscaban su ruina y el mantenimiento de la constitución silana en su esencia conservadora; como la marcha de Sila sobre Roma, César apeló a la defensa de la libertas frente la dominatio insidiosa de sus enemigos. Por su parte, Pompeyo y los boni enarbolaron la bandera de la libertas de la República frente a un procónsul que desafiaba las disposiciones políticas del régimen y pretendía erigirse en dominus. Frente a esta dicotomía antitética, César jugó la carta de la clementia frente a sus enemigos, intentando desterrar el exemplum de Sila. Por contra, Pompeyo y los elementos más radicales de los boni, no dudaron, paradójicamente con lo anteriormente dicho, en amenazar con la proscriptio a todos aquellos que apoyaran a César o permanecieran atrás en Italia. Pompeyo sullaturit, decíamos antes, se sintió tentado de tomar el ejemplo de Sila, según cita Cicerón, y este mismo no pudo evitar comparar, con cierta renuencia, el modelo de Pompeyo con el que estaba implantando César: el perdón para los que se rendían y deponían las armas, el deseo de una concordia y el respeto escrupuloso por la constitución (à la césarienne…). En pocas palabras, el lema de Pompeyo podría ser «quien no está conmigo está contra mí; quien está contra mí está contra la República», mientras que César podía decir «quién no está contra mí, y quién es neutral, está a favor mío»; citando a Suetonio: «son admirables, por cierto, la moderación y la clemencia de que hizo gala en la guerra civil, tanto en su forma de dirigirla como cuando se alzó con la victoria. Mientras Pompeyo afirmaba que tendría por enemigos a todos aquellos que hubiesen negado su apoyo al Estado, el declaró que contaría entre los suyos a los que permanecieran neutrales y sin adscribirse a ninguno de los dos bandos» (Div. Iul., 75, 1). 

Busto atribuido a Lucio Cornelio Sila
(c.138-78 a.C.). Glyptothek, Munich.
Obviamente se trata de propaganda política: alzando la bandera y el lema «no imitaré a Sila», César se distancia de las bravatas de sus enemigos. Canfora introduce otro argumento. Citando al propio César, en una carta a Opio y Balbo conservada en la correspondencia de Cicerón –«probemos si por este medio podemos recuperar las voluntades de todos y gozar de una victoria duradera, puesto que los demás no han podido por su crueldad [crudelitas] evitar el odio [odium] ni mantener largo tiempo la victoria […]» (Ad Att., IX, 7C, 1)–, se pregunta: «¿a quién otro de hecho puede referirse el reproche dirigido a la ilusión de reforzar el poder con la crudelitas acabando por perderlo a causa del odium suscitado? Evidentemente a Mario y a Cinna: a quienes ´él conocía bien. Había seguido sus huellas por su fidelidad a aquella facción, pero sabía muy bien en qué se habían equivocado, dónde aquella facción había demostrado su falta de aliento y la estrechez de sus horizontes» (p. 274). De este modo, César se distancia de los ejemplos de su juventud: Mario, regresando a Roma a finales del año 87 a.C. e iniciando su sexto consulado a inicios del siguiente con una terrible matanza, que Cinna trató de atemperar (y Sertorio cortaría de raíz a la muerte del anciano popularis); y Sila, con las proscripciones de los años 82-81 a.C. El nuevo modelo de César apela a tender la mano abierta, a olvidar las rencillas y a colaborar todos juntos (los supervivientes de la larga guerra civil, se entiende). Cicerón, con todo, no se dejaba confundir: en la Segunda Filípica comentaba que en César hubo «genio, inteligencia, memoria, cultura, solicitud, reflexión, diligencia; había llevado a cabo en lo militar acciones que, aunque calamitosas para la República, sin embargo fueron gloriosas; pensando durante muchos años en reinar, con gran esfuerzo, afrontando grandes peligros, había conseguido lo que se había propuesto; con juegos, con monumentos, con repartos de dinero, con banquetes públicos había cautivado a la multitud ignorante; se había ganado a los suyos con recompensas, a los adversarios con fingida clemencia. ¿A qué más? En parte por miedo, en parte por resignación había acostumbrado a nuestra ciudad, entonces libre, a la esclavitud» (Fil., II, 116). Pesaba todavía la imagen de la dictadura; de hecho, tras su asesinato, los cesarianos de diverso pelaje no tardaron en abolir la dictadura, como magistratura y como símbolo, pero resucitaron las proscripciones y crearon figuras como la del triunviro que mantenía los poderes de la dictadura perpetua de César pero sin la odiosa palabra.

4.- La dictadura. En cierto modo, Sila y César, podríamos argüir, y siguiendo el modelo de los exempla de época antigua, son dos caras de una misma moneda: dos patricios de buena familia, con azarosas circunstancias a lo largo de su vida personal y política, y que alcanzaron un poder absoluto que iba más allá de lo que marcaba la tradición. Así, Sila abandonó (o le hicieron abandonar) una dictadura legibus faciendae et rei publica constituendae [para promulgar leyes y el restablecimiento del Estado] (82 a.C.) sobre cuya designación (ausencia de cónsules) y duración (hasta el año 79) hubo notables innovaciones respecto a lo que era usual según el mos maiorum; en cambio, en el caso de César (49 a.C.), también con una designación complicada (por un pretor, estando los cónsules ausentes [id est, enemigos del procónsul que había cruzado los límites de su provincia]) y una duración que fue variando: de la dictadura de duración más o menos tradicional (seis meses) –acompañada de una iteración de consulados–, paulatinamente se pasó a una reafirmación del cargo, que se reformuló para alcanzar una dirección de diez años (formalmente renovable anualmente) y, finalmente, una vigencia de por vida (dictadura perpetua). 

Denario  (c. 44 a.C.) con la inscripción CAESAR·
DICT·PERPETVO.
Con César la dictadura se convierte en una magistratura nueva, situada permanentemente por encima de las demás, y reduciendo al consulado a un cargo que se podía designar con varios años de antelación. Con Augusto, más adelante, el consulado perderá más contenido y sólo servirá como un necesario cargo honorífico que, en el caso de los cónsules epónimos seguirá dando nombre al año, pero que tendrá una escasa duración y se verá acompañado de numerosos cónsules sufectos a los que agasajar. César utilizará la dictadura por ser el cargo que mejor que mejor se amolda a sus necesidades y con una función eminentemente instrumental: potestad para convocar al Senado, imperium superior al del resto de magistraturas, facilidades para promulgar leyes, posibilidad de ignorar el veto tribunicio. El cursus honorum se convierte pues en una serie de cargos que se asemejan más a un staff burocrático y al servicio del dictator. En aras de la gobernabilidad y, tratando de impedir que se repita la dinámica de un poder ejecutivo inoperante por el obstruccionismo de algunos sectores del Senado (Catón, por ejemplo) o del veto de los tribunos de la plebe, César despoja cuesturas, preturas y consulados de su carácter de magistraturas como honores, y desarrolla una idea de gobierno autocrático (en el sentido más etimológico de la palabra, y no necesariamente en el peyorativo): un poder sin limitaciones para gobernar con eficacia.

Sin embargo, la innovación que suponía la dictadura cesariana (teóricamente bajo la tradicional fórmula rei gerundae causa, es decir, «para que se hagan las cosas») provocaba la oposición (velada) incluso en el seno de sus colaboradores: ¿de qué servía el servicio público si todo (servicio, colaboradores, honores) dependía de la voluntad de un solo hombre? Canfora lo tiene claro: «fue la “dilatación” de la dictadura lo que llevó a la crisis» (p.267), es decir, a la conjura de los idus de marzo. Por otro lado queda el subtítulo de la obra de Canfora:
«un dictador democrático», y que entendemos, no como un oxímoron, sino como una nueva concepción de la dictadura en clave canforiana, la del dictador que trataba de legislar y restaruar el Estado romano en beneficio de todos.

5.- La conjura de los idus de marzo. Trebonio, el promotor inicial de la conjura contra César, ya planeó un primer atentado en el verano del año 45 a.C. y entre los cesarianos veteranos; hombres como Trebonio y Décimo Bruto, hechuras de César, utilizado el primero como tribuno de la plebe que aprobó mediante ley la prolongación del mando de las Galias hasta el año 49 a.C. y que sirvió como legado suyo en esta guerra. Canfora incide en ello: «Es difícil penetrar en los meandros de la psicología gregaria que gira en torno a un leader que galvaniza, en torno a la propia persona, devoción, admiración, envidia y resentimiento. Estos factores pesan, junto a muchos otros: la rebelión autoritaria de César, la guerra infinita civil, la atracción que ejercen los grupos de poder aún en vida, y también la rivalidad en el ámbito del entourage del dictador, soberano dispensador de ascensos y retrocesos a los componentes de esta elite que se había constituido y que de pronto se había ampliado desmesuradamente en torno al vencedor. El cual, con sus desconcertantes aperturas, por ejemplo, a los hombres de gran relieve y estatus social-familiar como Marco Junio Bruto, ni siquiera se daba cuenta de que exasperaba o molestaba a sus hombres más fieles, aquellos que habían estado con él desde el primer momento, entre los que se encontraba ciertamente Antonio» (pp. 248-249: sí, demasiados «en torno» en este fragmento, acháquese a la traducción). De esa primera intentona, fallida pues César pudo ser advertido de ello (aunque no de sus promotores), se pasa a la conjura «republicana» de Casio y Bruto. En el asesinato de César hubo muchos hombres implicados y no todos compartían una misma filiación ideológica, pues, a fin de cuentas, ¿qué unía a Trebonio y Casio? ¿Y a Décimo Bruto con Marco Bruto? Canfora trata a fondo la conversión de Marco Bruto: de republicano que apela a la clemencia de César en las postrimerías de Farsalia, al estoico que recupera la memoria de su tío Catón (con cuya hija se casa), que encarga a Cicerón que escriba una Laus Cato (y que César replica con un virulento panfleto, el Anticato), y que poco a poco es seducido por un Casio que, en conjunción con Trebonio o uniendo sus propios esfuerzos conspiratorios a los de éste, le coloca como la figura esencial para que la conjura tenga éxito.

Canfora también analiza la «conversión» del epicúreo Casio a un estoicismo que trata de conectar con el modelo catoniano… y que le sirve para aproximarse a Bruto. Un Bruto que duda pero finalmente acepta: Canfora tiene claro que «Bruto fue implicado por ser indispensable para el éxito de la conjura sólo en la fase final, después de una labor de zapa que Casio había iniciado mucho antes, la cual se había estancado por los límites que determinaba la propia figura de Casio a los ojos de los eventuales prosélitos» (p. 292). ¿Por qué Bruto? ¿Por su filiación con el primer cónsul de la República que expulsó al rey Tarquino el Soberbio? Para Canfora, la elección de Bruto se debe a que «estaba fuera de las partes» (p. 287), es decir, de las diversas facciones que pugnaron en la guerra civil. Se unió a Pompeyo no por convencimiento (a fin de cuentas éste había hecho asesinar a su padre en la revuelta de Lépido del año 77 a.C.), sino por la influencia de Catón. César, que le tenía estima, le perdonó tras Farsalia y, más adelante, le concedió la pretura urbana (mientras que Casio recibió la pretura peregrina) y lo designa cónsul para el año 42 a.C. Bruto era la figura perfecta para concitar adhesiones a la conjura: «sólo así las dos “almas” de la conjura, la que continuaba siendo “pompeyana” [hombres como Ligario] y la parte cesariana que se había ido volviendo cada vez más hostil al dictador (Décimo Bruto, Trebonio, etc.), se alían y están unidas a pesar de las distintas matrices. Bruto es visto como la figura que ofrece garantías a unos y otros, pero sobre todo que tranquiliza a los que se disponen a “traicionar” a César» (ibídem).

Jean-Léon Gérôme, La muerte de César (c.1865-1867), Walters Art Museum,. Baltimore.

Con todo, nos preguntamos, hasta qué punto eran conscientes los conjurados de que había un «mañana», un día siguiente al asesinato, y hasta qué punto habían valorado lo que sucedería tras el magnicidio. En este sentido, y como Cicerón comentara un tiempo después –«tan insensato es ya nuestro consuelo de los Idus de Marzo; pues hemos empleado un espíritu viril, pero una planificación, créeme, pueril» (Ad. Att., XV, 4, 2)–, no hubo, o al menos no parece que hubiera, un proyecto que fuera más allá del magnicidio en sí mismo: eliminar a César. Ello me recuerda la reflexión de Richard Billows en su biografía de César –Julio César. El coloso de Roma, Gredos, 2011– y su idea de la «vuelta atrás del reloj» republicano. Una idea que no es especialmente novedosa pero que sirve para analizar la actitud política de los rivales de César y, en última instancia, de la nobilitas que se enfrentó a cualquier intento de cambio en las instituciones romanas del período. Catón, Cicerón, Cátulo, Ahenobarbo y por último Bruto y Casio pretendieron siempre volver atrás el reloj, regresar a los tiempos anteriores a los convulsos tribunados de Tiberio y Cayo Graco, cuando la Roma de entonces estaba férreamente controlada por un modo de gobierno tradicional, supuestamente fiel a los principios de la costumbre de los antepasados (mos maiorum). Sila lo intentó orgánicamente durante su dictadura (82-80 a.C.), legislando a favor de un Senado que se arrogaba bastante más que la tradicional auctoritas de la que siempre había gozado y destruyendo todo intento de reforma popularis, ya fuera en las magistraturas, los tribunales de justicia o las asambleas. ¿Cómo entender, pues, el asesinato de César por parte de algunos de aquellos que habían estado a su lado en las Galias o en Farsalia? Para Billows, la cuestión excede el mero asesinato físico de César y, paradójicamente, se limita a la muerte de éste. Bruto y Casio encuentran de su lado a Trebonio y Décimo Bruto en el momento de asestar las diversas puñaladas que mataron a César, pero poco les unía: tan sólo la necesidad de eliminar a César. Sus objetivos eran diferentes y sin embargo convergieron en un magnicidio que triunfó en lo inmediato, el asesinato, pero fracasó en sus consecuencias, pues todos ellos tuvieron que aceptar el mantenimiento del legado político de César (las acta), curiosamente porque su propia carrera política (los cargos que ostentaban o estaban a punto de ejercer) dependían de la aceptación de la política de César. El atraso del reloj republicano, por un lado, y el temor a una figura omnipotente, en la que parecía convertirse César, juntó a hombres que a priori defendían visiones diferentes de la propia República.

El propio César era consciente de lo que significaba su presencia (u omnipresencia, amparado en la figura de la dictadura) en el panorama político romano… y lo que podía significar su ausencia, más aún en el caso de una desaparición violenta, y Canfora también incide en ello: «para César, la eventual eliminación de su persona significaba […] una reanudación en grandes proporciones y con mayor virulencia de la guerra civil» (p. 306). Cicerón habría preferido que Antonio (¿hasta qué punto estuvo implicado o simpatizó, por inacción, con la conjura?) hubiese sido eliminado, pero Bruto lo había vetado. Suetonio recoge toda una serie de ideas acerca de si César no habría querido morir (Div. Iul. 81), y que por ello habría prescindido de una guardia personal o habría respondido, cuando se le preguntó en la cena de la víspera de los idus, cómo prefería morir: rápida e inesperadamente. Canfora va más allá: sin duda la conjura fue eficaz, pero los resultados no fueron los previstos: con la eliminación de César (y probablemente éste fuera consciente de ello), no llegaba el fin de la tiranía, sino el regreso a la guerra civil. «Las fuerzas en liza, que eran consistentes y socialmente relevantes, ciertamente no se iba a evaporar en el aire sólo por efecto de la desaparición del “tirano”. Con el atentado todo naufragó de nuevo» (p. 307). Los restos de los «pompeyanos» no destruidos en Munda volvieron a reunir sus fuerzas, hubo disputas y fracciones entre los cesarianos (Antonio por un lado, los cónsules Hircio y Pansa por el otro), apareció la imprevisible figura de Octaviano (el heredero de César); y también hubo divisiones entre los autoproclamados «Libertadores»: Cicerón mismo no podía dejar de lamentar la falta de un proyecto común cuando recordaba, dos meses después del magnicidio, el «espíritu viril» del atentado y la «planificación pueril» de sus consecuencias.

Termino. Estamos ante una muy sugestiva biografía (no estrictamente genérica) de César por parte de Canfora. Se añaden cuestiones no menos interesantes como el papel de los Commentarii como «versión oficial» de la guerra civil y la «disidencia» de Asinio Polión en su relato del conflicto y de la época iniciada con el (mal llamado) «primer triunvirato» (y que Canfora analiza en los dos primeros apéndices del libro). Queda la idea, en definitiva, de que el tratamiento y la crítica de las numerosas (y variadas) fuentes de la época tratada, coetáneas y posteriores, nos ayuda a comprender (o a aproximarnos lo máximo posible) a la figura de Gayo Julio César, a su persona y su faceta política y militar. Y queda también la sensación de estar ante uno de los mejores estudios (si no el mejor) sobre este personaje. Hipérboles al margen.


PS: Me ha parecido un ensayo tan interesante y que induce a tantas reflexiones que paso por alto errores de traducción como "Yunco" (por Junco), "pretoría" (por pretura), "tribunato" (por tribunado); la fijación de ceñirse al italiano original en los nombres propios y topónimos, manteniendo "Vetere" y "Célere" en lugar Vetus y Céler, o "Farsalo" en lugar de Farsalia; un criterio que no siempre se aplica, pues a Marcio Rex lo traduce como "Marcio Rey", algo que chirría bastante. O despistes como, en una nota, decir que Los negocios del señor Julio César es un "romance" de Bertolt Brecht... traducción directa del italiano romanzo, novela.

2 comentarios:

Iñigo Pereyra dijo...

Leída y disfrutada... Vaya reseña. Interesantes las conclusiones y sobre todo los razonamientos presentados. La guardaré con gusto.

Oscar González dijo...

Gracias. ;-)