Hablar de John H. Elliott (n. 1930) es hacerlo
sobre una de las grandes figuras de la historiografía modernista,
hispanista en concreto, de todo el siglo XX. Ayer tarde-noche, jueves 27
de noviembre de 2014, la Fundación RBA organizó un coloquio, más bien
una charla, entre Elliott y José Enrique Ruiz-Domènec, catedrático de
historia medieval de la Universitat Autònoma de Barcelona, alrededor del
tema «la historia y el oficio de historiador». Pocos historiadores
actuales, con una larga trayectoria, quizá puedan tratar este tema con
el grado de maestría y experiencia de Elliott. A sus 84 años de edad
mantiene una lucidez y una visión de la vida que provoca, sobre todo,
una sanísima envidia. Para quienes nos hemos curtido en los estudios
históricos, hemos pasado por una aula universitaria y tratado temas como
la Monarquía Hispánica de los siglos XVI y XVII y su dinámica
«imperial», la revuelta catalana de 1640 (y sus prolegómenos), el
valimiento/ministerio del conde-duque de Olivares o las conexiones entre
política y arte en la corte de los Austrias, escuchar a Elliott en
directo es volver a repasar mentalmente su bibliografía, su método
histórico y su manera de entender el estudio de la Historia. Ayer, pues,
más allá del formato de la charla y de algunas frases de Elliott,
servidor recordaba su obra.
La conversación empezó algo tarde (pasadas las ocho de la tarde,
viendo el anochecer de Barcelona desde la séptima planta del edificio
RBA, en plena Avenida Diagonal); y más allá de algunas frases para el
recuerdo por parte de Elliott, y de una presentación algo pagada de sí
misma por parte de su compañero de diálogo, en cierto modo, planeó la
propia biografía historiográfica de Elliott. La biografía, un género
denostado en los círculos intelectuales hispánicos hasta no hace
demasiado tiempo, ha formado parte de la obra de Elliott. Las vivencias
personales aderezaron anoche el relato de una vida dedicada a la
Historia. En lo que estuvo acertado Ruiz-Domènec fue en presentar la
obra historiográfica de Elliott con unos años determinados de su propia
vida, de su labor como historiador. Empezar en 1949, cuando el joven
Elliott empezó sus estudios en el Trinity College de Cambridge; un año
importante, por otro lado: fue el de la publicación de El Mediterráneo y
el mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Fernand Braudel y el
influjo de la Escuela de Annales. La magna obra braudeliana no dejó de
influenciar en los jóvenes historiadores del período, en conceptos como
la longue-durée y la importancia del medio a lo largo de varios siglos
(ideas que, en cierto modo, siguen siendo muy vigentes en tendencia
ya-no-tan-nuevas como la Big History o la World History). Elliott quiso
matizar a Ruiz-Domènec: sí, Braudel fue determinante en los estudios
históricos de la época, pero él mismo sintió más apego a la obra de
Lucien Febvre y sus estudios sobre el Franco Condado (su tesis doctoral
de 1911, Philippe II et la Franche-Comté. Étude d'histoire politique,
religieuse et sociale) le permitieron comprender, desde un ámbito más o
menos loca, las complejidades del medio y de la acción del hombre, del
gobernante, que posteriormente Elliott pudo contrastar con sus estudios
sobre Cataluña. Mientras que el enfoque marxista de los años cincuenta
no hizo gran mella en su bagaje (a diferencia de sus casi coetáneos Eric
Hobsbawm y E.P. Thompson), para Elliott fue determinante la llegada a
Barcelona en 1953, otra fecha para el recuerdo: su anuncio en La
Vanguardia buscando una habitación en algún hogar en el que se hablara
catalán, su recuerdo de la asfixia política y lingüística de la España
de la posguerra, su trabajo concienzudo en el Archivo de la Corona de
Aragón, la cercanía y la maestría a historiadores como Ferran Soldevila y
el conocimiento de la renovación historiográfica que estaba realizando
Jaume Vicens i Vives.
Fueron años determinantes para Elliott, que posteriormente
regresaría a Inglaterra para ejercer ya de profesor en Cambridge durante
diez años y, después, en el King’s College de Londres entre 1967 y
1973. De esta etapa como docente destaca un año. 1963. Un año importante
con la publicación, con escasos meses de diferencia, de dos de sus
obras más importantes, y a los treinta y tres años de edad, que se dice
pronto: La España imperial y La rebelión de los catalanes: un estudio sobre la decadencia de España. La primera,
con un título que a priori hizo que el libro interesara a la elite
intelectual franquista, fue una sorpresa pues su contenido poco tenía
que ver con la imagen romantizada de la España de los siglos modernos.
La segunda, recientemente reeditada en una versión revisada por Siglo
XXI, trató el problema de la Guerra de los Segadores, en concreto el
germen (o los diversos gérmenes) que condujeron a este conflicto. La
rebelión de los catalanes es un estudio del medio, de la Cataluña de
finales del siglo XVI y la primera mitad del XVII, de una sociedad
aparentemente tranquila, pero que pronto mostró señales de divergencia
con el gobierno de los virreyes de Felipe III y, sobre todo, con el
valimiento del conde-duque de Olivares. Hoy en día, medio siglo después,
este libro, que fue la publicación de la tesis doctoral de Elliott,
muestra un dominio minucioso de las fuentes y la documentación, el apego
por el elemento biográfico y la mirada cercana a las instituciones del
territorio y la dinámica con la corte de los Austrias. En mi segundo
curso de carrera, hace ya veinte años, su lectura fue determinante (como
lo fue La revolución romana de Syme en el ámbito clásico) en mi
formación (siempre presente) como futuro historiador. Conocer el medio,
las relaciones de poder y los problemas de comunicación entre dos
ámbitos –la monarquía compuesta (y forzada a serlo) y el territorio (y
sus peculiaridades jurídicas y constitucionales) me sedujeron, así como
el método histórico de Elliott, alejado de la historiografía romántica e
influenciada por Soldevila y Vicens i Vives. Para Elliott empezaría
también una relación muy cercana con Olivares, que duraría varias
décadas y que a la postre llevaría a la gran biografía sobre el
personaje publicada en 1986. Una biografía que se centraría en esta
figura compleja y, a la postre, derrotada y enfrentada en cambio a su
némesis victoriosa: Richelieu. La biografía comparada entre ambos
estadistas llegaría en un breve pero delicioso libro, Richelieu y
Olivares (1984), quizá un aperitivo de la magna obra sobre el valido
español, y que trataba de acercar ambas figuras a un público
anglo-estadounidense.
Pero antes de ello llegaría otro año importante en la propia biografía elliottiana: 1973, el año de la crisis del petróleo y la oferta para cruzar el Atlántico e instalarse en la universidad de Princeton. Concretamente en su Instituto de Estudios Avanzados, un centro fundado en 1930 y por el que pasaron historiadores de la talla de Andreas Alföldi y Ernst Kantorowicz, y antropólogos como Clifford Geertz. En Princeton Elliott no tuvo las obligaciones docentes de las universidades británicas, sino la oportunidad para desarrollar nuevos campos de investigación: de aquellos años (entre 1973 y 1990) surgiría la semilla para estudiar las sociedades coloniales de dos imperios en ciernes, el español y el británico en los siglos XVII y XVIII y hasta la independencia estadounidense y los procesos de emancipación hispanos de las primeras décadas del XIX. En esta época, también, Elliott trabó amistad y colaboró con un vecino de despacho, el historiador del arte Jonathan Brown, especialista en Velázquez. La conjunción de ambos fue determinante: un historiador y un especialista en arte que compartían un mismo período de estudio, el siglo XVII español. Para Elliott fue muy estimulante el trabajo en común, que daría como fruto Un palacio para el rey: el Buen Retiro y la corte de Felipe IV, publicado en 1980 (un año después en España): un estudio del arte de este palacio que Olivares potenció como segunda residencia de Felipe IV y del que apenas se conservan algunas estancias, en especial el Salón de los Reinos (que durante un buen tiempo fue el Museo del Ejército hasta su traslado al Alcázar de Toledo), y en el que las pinturas de Velázquez sobre grandes batallas y victorias (de la rendición de Breda a la toma de Bahía) conformaron un programa iconográfico y propagandístico de aquella España imperial olivariana. También en Princeton Elliott trabajó en su otra gran obra magna: la biografía del conde-duque de Olivares publicada en 1986 (El conde-duque de Olivares: el político en una época de decadencia, traducida al castellano en 1990). Una magna biografía que también nos habla de la pasión bibliófila del valido, del arte de la época, de la propaganda, del pensamiento político (de Maquiavelo a Lipsius, pasando por el tacitismo y Bodin, todos ellos influyentes en Olivares) y de la gobernanza de un imperio que, cómo no, tenía demasiados frentes abiertos. Elliott reconocía en la charla la cercanía al personaje, tras tantos años de investigación, a sus papeles y legajos (algunos de ellos publicados, en coedición con José F. de la Peña en los Memoriales y cartas del conde-duque de Olivares, en dos volúmenes, 1978-1981, el primero de los cuales, revisado y ampliado, ha sido reeditado en 2013).
Pero antes de ello llegaría otro año importante en la propia biografía elliottiana: 1973, el año de la crisis del petróleo y la oferta para cruzar el Atlántico e instalarse en la universidad de Princeton. Concretamente en su Instituto de Estudios Avanzados, un centro fundado en 1930 y por el que pasaron historiadores de la talla de Andreas Alföldi y Ernst Kantorowicz, y antropólogos como Clifford Geertz. En Princeton Elliott no tuvo las obligaciones docentes de las universidades británicas, sino la oportunidad para desarrollar nuevos campos de investigación: de aquellos años (entre 1973 y 1990) surgiría la semilla para estudiar las sociedades coloniales de dos imperios en ciernes, el español y el británico en los siglos XVII y XVIII y hasta la independencia estadounidense y los procesos de emancipación hispanos de las primeras décadas del XIX. En esta época, también, Elliott trabó amistad y colaboró con un vecino de despacho, el historiador del arte Jonathan Brown, especialista en Velázquez. La conjunción de ambos fue determinante: un historiador y un especialista en arte que compartían un mismo período de estudio, el siglo XVII español. Para Elliott fue muy estimulante el trabajo en común, que daría como fruto Un palacio para el rey: el Buen Retiro y la corte de Felipe IV, publicado en 1980 (un año después en España): un estudio del arte de este palacio que Olivares potenció como segunda residencia de Felipe IV y del que apenas se conservan algunas estancias, en especial el Salón de los Reinos (que durante un buen tiempo fue el Museo del Ejército hasta su traslado al Alcázar de Toledo), y en el que las pinturas de Velázquez sobre grandes batallas y victorias (de la rendición de Breda a la toma de Bahía) conformaron un programa iconográfico y propagandístico de aquella España imperial olivariana. También en Princeton Elliott trabajó en su otra gran obra magna: la biografía del conde-duque de Olivares publicada en 1986 (El conde-duque de Olivares: el político en una época de decadencia, traducida al castellano en 1990). Una magna biografía que también nos habla de la pasión bibliófila del valido, del arte de la época, de la propaganda, del pensamiento político (de Maquiavelo a Lipsius, pasando por el tacitismo y Bodin, todos ellos influyentes en Olivares) y de la gobernanza de un imperio que, cómo no, tenía demasiados frentes abiertos. Elliott reconocía en la charla la cercanía al personaje, tras tantos años de investigación, a sus papeles y legajos (algunos de ellos publicados, en coedición con José F. de la Peña en los Memoriales y cartas del conde-duque de Olivares, en dos volúmenes, 1978-1981, el primero de los cuales, revisado y ampliado, ha sido reeditado en 2013).
La sombra de Olivares siempre fue alargada para Elliott… pero
también la necesidad de dejarla atrás. De aquellos años en Princeton fue
la semilla de Imperios del mundo atlántico: España y Gran Bretaña en
América, 1492-1830, publicado en 2006, y cuyas primeras ideas estaban en
un libro más corto: El Viejo Mundo y el Nuevo, 1492-1650 (1970).
Estudiar las sociedades coloniales de ambos imperios en el ámbito
americano, entre el norte británico y el centro y sur español, en sus
diferencias pero también en sus interrelaciones. Un libro, en 2006
(probablemente su última obra de relevancia) que remitía también a los
imperios y a la globalización. Para Elliott, como remarcó en la charla
con Ruiz-Domènec, el estudio de la globalización en los últimos años nos
remite a la idea de no centrar la investigación exclusivamente en la
historia local («parroquial» incluso), sino en los grandes procesos que
han conformado el mundo que ahora conocemos. El oficio de historiador,
en esencia, es esa mirada sobre un mundo complejo y amplio, por un lado,
las grandes estructuras y los largos procesos; pero, por otro, el
historiador debe acercarse a la Historia con una paleta amplia de
colores, huyendo de la idea de escribir en blanco o en negro (una
obviedad, pero que por menos obvia no significa menos relevante, sobre
todo en la actualidad), y, especialmente, pensando en los matices. «La
gran obligación del historiador es matizar», aseveró, «hay que ver la
interrelación entre pasado y presente, y presente y pasado».
No poco de ello aparece en su último libro, su particular mirada hacia el oficio de historiador: Haciendo historia (2012).
La charla, como podemos comprobar, no dejó de ser el repaso a la biografía y la obra de John Elliott, interesantemente asumida como tal por Ruis-Domènec en ese sentido (no tanto en otras cuestiones que denotaban más bien un postureo personal). Elliott se nos mostró, a colegas, estudiantes e historiadores diversos, como una referencia en el campo de la investigación histórica. Una hoja de ruta, se podría decir, pero también alguien con la lucidez suficiente como para no realizar lecturas interesadas. Quizá en lo que se pueda disentir con él es en la reflexión sobre el espíritu de la Transición y la Constituión de 1978, que posibilitó el reconocimiento de un pluralismo que, en su opinión, recordaba aquella monarquía compuesta de los siglos XVI y XVII; en cierto modo, vino a sugerir Elliott (aunque sin mencionarlo explícitamente), el resultado del Estado de las autonomías tenía un primer referente en la monarquía compuesta; pero, concluyó en este aspecto, el nacionalismo del siglo XIX dirigió su camino hacia una centralización y uniformización que rompía con aquella idea de la monarquía compuesta.
La charla, como podemos comprobar, no dejó de ser el repaso a la biografía y la obra de John Elliott, interesantemente asumida como tal por Ruis-Domènec en ese sentido (no tanto en otras cuestiones que denotaban más bien un postureo personal). Elliott se nos mostró, a colegas, estudiantes e historiadores diversos, como una referencia en el campo de la investigación histórica. Una hoja de ruta, se podría decir, pero también alguien con la lucidez suficiente como para no realizar lecturas interesadas. Quizá en lo que se pueda disentir con él es en la reflexión sobre el espíritu de la Transición y la Constituión de 1978, que posibilitó el reconocimiento de un pluralismo que, en su opinión, recordaba aquella monarquía compuesta de los siglos XVI y XVII; en cierto modo, vino a sugerir Elliott (aunque sin mencionarlo explícitamente), el resultado del Estado de las autonomías tenía un primer referente en la monarquía compuesta; pero, concluyó en este aspecto, el nacionalismo del siglo XIX dirigió su camino hacia una centralización y uniformización que rompía con aquella idea de la monarquía compuesta.
La charla acabó pasadas las nueve de la noche pero quedó en quien esto escribe el legado historiográfico de quien constituye toda una autoridad en el campo de la Historia. Un legado vivo, de hecho, y esperemos que por muchos años. Y un recuerdo constante a unas vivencias personales, una manera de escribir y de pensar la Historia en el último medio siglo. John H. Elliott, toda una referencia. Obligada referencia.
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