21 de noviembre de 2014

Reseña de Los filósofos de Hitler, de Yvonne Sherratt

¿Hubo filósofos al servicio del Reich nazi? Podríamos plantearnos en primer lugar si la filosofía pudo dar argumentos al régimen que condujo al Holocausto e incluso podríamos llegar a la conclusión que la propia pregunta es tendenciosa. Pero también podríamos pensar que el antisemitismo que condujo a Auschwitz fue el caldo de cultivo necesario para que se llegara a la puesta en práctica de la aniquilación física de la población judía europea. Otra cuestión sería preguntarnos por la filosofía en concreto. Pues, ¿influyó la filosofía de Kant, Schopenhauer o Nietzsche en el Holocausto? La respuesta es categórica: no. ¿Pero se surtieron los nazis de la obra de estos y otros pensadores para dotar su programa teórico y práctico de contenido ideológico y de un sustrato filosófico? Ahí podemos decir que sí. El antisemitismo estaba presente en el contexto histórico de los pensadores ilustrados y del Novecientos, e incluso hombres como Kant tenían una mirada sesgada sobre los judíos. De ahí a afirmar que Kant tenía un pensamiento antisemita hay un trecho, pero todo hombre es hijo de la época que vivió, del mismo modo que Platón y Aristóteles pertenecieron a unos tiempos en los que la esclavitud no era discutida ni rechazada (y no es esta una analogía muy lograda, lo sé). Cierto es que la ciencia ayudó a los nazis con experimentos eugenésicos y médicos, sirvió para construir artilugios militares con objetivos catastróficos (aunque a la postre las «bombas mágicas» V1 y V2 no sirvieran de nada), y se realizaron experimentos con víctimas que serían eliminadas mediante programas de eutanasia. La jurisprudencia se puso al servicio del entramado nazi desde antes de las Leyes de Núremberg (1935) y hubo juristas que edificaron «legalmente» el estado totalitario de Hitler. Pero, ¿la filosofía pudo ponerse al servicio de un Estado que pervertía el conocimiento y destruía las propias raíces del pensamiento racional? Para responder a estas preguntas, Yvonne Sherratt, en Los filósofos de Hitler (Cátedra, 2014), se acerca a una serie de personalidades y trata de sintetizar argumentos e ideas que han sido tratados en libros independientes.

Yvonne Sherratt.
Pero si en el principio fue el verbo, quizá tengamos que ir a parar al propio Hitler. Sherratt plantea en una primera parte del libro el sustrato del que bebieron el líder nazi y sus lectores. Hitler fue un compulsivo lector. Leía mucha filosofía de la Aufklärung alemana y de los autores del siglo XIX. Mucho Kant, Goethe, Hegel, Fichte, Schopenhauer, Schiller, Wagner y Nietzsche. Pero también mucho Lagarde, Gobineau, Spengler, Langbehn, Von Treitschke y Chamberlain sacó argumentos que confirmaran su pensamiento antisemita, estatalista y xenófobo. Es difícil, sin embargo, calibrar qué pudo entender de Kant o Nietzsche; la idea del «superhombre» y la crítica moral del cristianismo de éste último no cabe duda que fueron tergiversadas por el líder nazi, y de Kant se quedó con algunas ideas sobre los judíos, sobre su religión o sobre el hecho de que el filósofo de Königsberg considerara a los judíos irracionales, inmorales e ineptos, pero su concepción de la razón se alejaba a años luz de la de Kant, por mucho que gustara de citarlo en discursos oficiales. Es fácil comprender, sin embargo, cómo Hitler y sus secuaces se entusiasmaron por conceptos darwinianos como la lucha por la supervivencia y la selección natural, aunque llevándolos mucho más allá de lo que el biólogo y naturalista inglés hubiera imaginado. En los primeros capítulos de su libro, Sherratt dilucida qué tomó Hitler y de dónde, cómo forjó el mejunje de ideas y conceptos abstractos en su Mein Kampf, escrito durante su período de reclusión en Landsberg tras la intentona golpista de noviembre de 1923. Cómo se convenció a sí mismo de ser un genio singular, alguien que, citando a Ian kershaw, «combinaba las cualidades del “programador” y del “político”. El “programador” de un movimiento era el teórico que no se preocupaba de las realidades prácticas, sino de la “verdad eterna”, como habían hecho los grandes líderes religiosos. La “grandeza” del “político” consistía en la exitosa aplicación de las ideas del “programador”» (citado en p. 41). Cómo escogía de aquí y allá lo que le interesaba para fundamentar su pensamiento sobre los judíos y sobre la propia cultura alemana. Citando a quien fuera su amigo Ernst Hansfstaengl, Hitler «no era tanto un productor de licores como un genial cocktelero. Tomó los ingredientes que le ofreció [la tradición alemana] y los mezcló con su personal alquimia, obteniendo como resultado un cóctel que todos querían beber» (citado en p. 57). 

Hitler admirando un busto de Friedrich Nietzsche, 12 de abril de 1931. Bayerische Staatsbibliothek, Fotoarchiv Hoffmann, Múnich.

Junto a Hitler y la manipulación del pensamiento de muchos autores encontramos a sus necesarios colaboradores. Alfred Rosenberg, el autoproclamado filósofo del nazismo, es uno de ellos. El ideario de Rosenberg era lo suficientemente abstruso para que el propio Führer considerase su libro, El mito del siglo XX (1934), «esa cosa que nadie puede entender, escrita por un báltico de mente estrecha que piensa de una manera terriblemente complicada» (citado en p. 102). Pero Rosenberg podía actuar como un perfecto burócrata encargado de apartar de las universidades alemanas a filósofos e historiadores judíos, tarea a la que dedicó un enorme empeño antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Rosenberg y hombres como Alfred Bäumler y Ernst Krieck, purgaron las cátedras universitarias, del mismo modo que Goebbels erradicó el judaísmo de las esferas musicales, teatrales y cinematográficas. En el campo de la filosofía contaron con dos apoyos: Carl Schmitt (1888-1985), el jurista y filósofo político que ayudó a edificar el corpus jurídico nazi, y Martin Heidegger (1889-1976), el filósofo fenomenológico y existencialista, que presidiría brevemente la universidad de Friburgo como rector; ambos, hasta el final del Reich nazi, se mantuvieron fieles a los postulados antisemitas de Hitler.

Carl Schmitt (izquierda) y Martin Heidegger.
Pero Sherratt no se centra solamente en los filósofos que dieron su apoyo al régimen nazi, sino también en aquellos que se opusieron abiertamente desde el exilio y a los que dedica capítulos individuales en la segunda parte del libro: Walter Benjamin (1892-1940), Theodor Adorno (1903-1969) y Hannah Arendt (1906-1976), discípula de Heidegger, en el exilio; y, en el interior Kart Huber (1893-1943), que formó parte del grupo de resistencia bávaro La Rosa Blanca. Sherratt, en un capítulo final, trata la desnazificación y los procesos contra aquellos (también en el seno de la filosofía académica) apoyaron con sus actuaciones y sus obras escritas al régimen nazi. Quizá sea esta segunda parte la más interesante del libro, por abordar las experiencias de filósofos (alemanes y judíos) que fueron apartados de las cátedras universitarias y que desarrollaron una línea de pensamiento radicalmente contraria. Con un especial hincapié en el aspecto biográfico de los diversos personajes (todo el libro en sí, lo cual es un acierto, pues un tema que puede tratarse como algo complejo se muestra con amenidad y cercanía), Sherratt explica cómo sobrevivieron esos filósofos al exilio (exterior e interior) forzado por los nazis: Benjamin, cuya etapa durante el nazismo fue una constante huida, acabaría por suicidarse en Portbou en 1940; y Huber fue ejecutado en 1943 por ser el inspirador de los jóvenes que formaron La Rosa Blanca. Sus vidas cambiaron radicalmente a causa de la persecución nazi y de la creación de una elite académica de filósofos que medraron y se apoltronaron en sus cátedras gracias al discurso antisemita. 

De izquierda a derecha: Walter Benjamin, Theodor Adorno, Hannah Arendt y Kurt Huber.

El regreso de Arendt y Adorno a Alemania tras la guerra fue agridulce: mientras que el proceso de desnazificación fue un paripé que realmente no purgó los elementos nazis del ámbito académico (Schmitt y Heidegger finalmente lograron un reconocimiento que obviaba su papel activo, dentro de sus ámbitos de acción, en la persecución de los judíos), ni Adorno ni Arendt, junto a otros filósofos perseguidos como Herbert Marcuse, Karl Jaspers o Max Horkheimer, lograron prevalecer en el ámbito universitario. «A pesar de haber dado origen, en un intento de forjar un arma contra el autoritarismo, a toda una tradición crítica y escéptica en materia política y filosófica, solo a duras penas se han abierto camino los pensadores judeo-alemanes de la Escuela de Fráncfort en los planes de estudios de las principales instituciones académicas» (p. 315). Sherratt apela a la reflexión: ¿cómo es posible que se haya expandido las ideas de Schmitt y Heidegger en universidades británicas y estadounidenses y, en cambio, se priva a los estudiantes del contexto en el que desarrollaron sus conceptos (el período nazi), de manera que no se olviden los claroscuros de ambos autores? Sherratt también remite a algunas vicisitudes vitales de los cuatro filósofos perseguidos: sin llegar a ser una sionista, el rol político de Arendt fue muy activo antes de la regresar a Alemania en 1950, pero no pudo superar la fascinación (o incluso el embrujo) que sintió siempre por Heidegger, de quien fue amante cuando apenas tenía veinte años. Con Adorno chocó en el exilio, del mismo modo que éste no consiguió asentarse en un primer exilio en Inglaterra, con una temporada para olvidar en el exclusivista mundillo académico de Oxford. Las limitaciones físicas de Huber (cojo de una pierna y con problemas para poder hablar) no le impidieron demostrar una firmeza frente al nazismo, y que inspiraría a los hermanos Sophie y Hans Scholl. Quizá el caso de Benjamin sea el más dramático: su larga huida en la década de los años 30 y la imposibilidad de encontrar un lugar seguro en el que asentarse, finalmente conducirían a la desesperación y al suicidio cuando estaba a punto de ser deportado a Alemania (y a un campo de concentración). 

Con amenidad y una voluntad de alta divulgación académica, Sherratt introduce al lector en las bases del pensamiento filosófico de Hitler, en la labor de sus secuaces y en ese saqueo de la tradición cultural alemana. Quizá la primera parte trate temas demasiado conocidos por lectores especializados, aportándoles poco a lo ya tratado; pero la segunda nos acerca a las experiencias de esos cuatro autores analizados, sin resultar excesivamente prolijo en cuanto a los detalles (tampoco en el aparato crítico). La síntesis lograda es muy interesante e induce a profundizar en la obra de Adorno, Benjamin, Arendt e incluso Schmitt y Heidegger. Ya sólo por ello el libro resulta muy valioso.

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