20 de noviembre de 2014

Reseña de Cultura popular en la Edad Moderna, de Peter Burke

¿Qué es la cultura? No respondan, no soy como el profesor Nolan de El Club de los Poetas Muertos (1989) que, echando mano del estudio previo del doctor J. Evans Pritchard se preguntaba qué es la poesía. ¿Podemos hablar de una cultura popular? Peter Burke comienza su ensayo planteándose qué entendemos por «cultura» y cuál es la noción de «popular». «Se ha dicho a menudo que el término “cultura popular” da una falsa impresión de homogeneidad y que sería mejor usarlo en plural y hablar de “culturas populares” o sustituirlo por expresiones como “la cultura de las clases populares”» (p. 26). En este punto remite a Carlo Ginzburg, cuyo libro El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976) nos acerca la idea de dos tipos de cultura: una hegemónica y otra subalterna. La primera sería la de la elite social –nobles, burgueses ricos, jerarquía eclesiástica, «intelectuales», y con el poder que supone la escritura y, en consecuencia, la lectura, y con el monopolio de la imprenta como mecanismo para expandir un conocimiento apto para esa elite. La cultura subalterna, en cambio, sería la de las clases populares: los campesinos, los molineros como el que protagoniza su libro, los estratos artesanales urbanos y rurales, el clero bajo (los párrocos y capellanes), que transmitirían oralmente un tipo de cultura basada en la tradición, notable por su diversidad y heterogeneidad, y que, dependiendo de su ámbito de actuación, a su vez podía dar lugar a una cultura popular urbana y una cultura popular rural. Peter Burke, en Cultura popular en la Edad Moderna, cuya tercera edición actualizada (2009; la primera es de 1978, la segunda de 1994) publica ahora Alianza Editorial, trata de ir más allá de etiquetas y compartimentos estancos.

Peter Burke (n. 1937).
«Si todos los miembros de una sociedad dada tuvieran la misma cultura, no habría que utilizar el término “cultura popular”», comienza Burke el segundo capítulo de este libro, dedicado a la unidad y la diversidad en la cultura popular (p. 62 de la cita). Había diversos tipos de cultura en la Europa del período 1500-1800, pues había una clara estratificación social y, por ende, cultural (o viceversa). Unos pocos sabían leer y escribir, una gran mayoría no lo hacía.. Había una cultura de la palabra escrita (e impresa), y una cultura de la tradición oral. ¿Incompatibles? No necesariamente, como veremos. De hecho, y citando al antropólogo social Robert Redfield, cabe hablar de dos tradiciones culturales: la «gran tradición» de unos pocos instruidos y la «pequeña tradición» del resto: «la gran tradición se cultiva en las escuelas o en las iglesias; la pequeña se desarrolla y mantiene en las comunidades aldeanas, entre los iletrados […] las dos tradiciones son interdependientes. Una y otra se han influido mutuamente y continúan haciéndolo […]. Las grandes épicas han surgido a partir de elementos de los relatos tradicionales narrados por un gran número de personas; el campesinado los modifica e incorpora a las culturas locales» (Peasant society and Culture, 1956, pp. 41-42, citado por Burke en la p. 64). Pero, ¿qué entendemos por cada tradición, grande y pequeña? Para Burke la «gran tradición» seria aquella clásica, transmitida por la escuela y la universidad, mantenida por la filosofía y teología escolástica medieval y aumentada por el poso del Renacimiento y la revolución científica del siglo XVII y la Ilustración del Setecientos, «que sólo afectaron a una minoría educada» (leída, ilustrada, escrita, podríamos ampliar). ¿Qué sería la «pequeña tradición»? El resto: «canciones y cuentos populares, imágenes piadosas, cofres nupciales decorados, farsas y autos sacramentales, sátiras y libretos populares, y, sobre todo, celebraciones previstas en el santoral o las grandes festividades como la Navidad, Año Nuevo, carnaval, el árbol de mayo o el solsticio de verano» (pp. 64-65). Nótese, sin embargo, que el elemento escrito y/o leído también subyace en esta relación. De todos estos últimos ejemplos se ocupa el libro que reseñamos. 

Pieter Brughel el Viejo, El Vino en la fiesta de San Martín (1565-1568), Museo del Prado, Madrid.
Quizá podamos llegar a una definición de consenso: cultura popular podría ser la cultura no oficial. Pero las elites también participan de la cultura popular, de los carnavales, de los actos sacramentales, de las canciones, etc. En este sentido, Burke prefiere ver el acercamiento de la elite a la cultura popular como ejercicios biculturales, es decir, propios de aquellos que participan de una tradición popular y sin dejar de lado las señas de distinción que supone una cultura educada; nótese, sin embargo, que no se trataba de un camino de doble recorrido, pues las clases populares no tenían la posibilidad de participar de la cultura de aquella elite. Volviendo a esa biculturalidad, Burke sigue el rastro que entre finales del siglo XVIII y principios del XIX siguieron los intelectuales europeos para encontrar esa cultura popular –incluso folclórica, propia de lo folk, del pueblo–, y que parecía que estaba desapareciendo. A este (re)descubrimiento del pueblo por las capas superiores se dedica el primer capítulo del libro, a su vez primero de una parte inicial dedicada a buscar esa cultura popular. Canciones, epopeyas épicas y sagas, cuentos… de pronto llaman la atención de hombres como Walter Scott, que los reinterpretan y dan un nuevo matiz, una nueva mirada sobre lo «popular». Tradiciones del campo y de la ciudad, variedades regionales e incluso religiosas, fuentes ricas en datos como los procesos de brujería o experiencias de interacción cultural por parte de los trotamundos. Burke se interesa por esa mirada de la elite respecte a las clases subalternas, si empleamos el adjetivo de Ginzburg, para posteriormente analizar los elementos propios de esa cultura popular. Destacan las canciones de taberna y los cuentos, cuyos temas y repeticiones formularias son, como en los poemas homéricas, recurrentes y propios de una transmisión oral, que, con variaciones, amplifica y diversifica un caldo de cultivo «popular» existente. Canciones y cuentos que parte de arquetipos en cuanto a personajes, temas y composiciones que pueden incluir danzas y representaciones artísticas. En estas canciones y cuentos se repiten los mismos prototipos de héroes –el santo, el guerrero, el gobernante y el marginado–, enfrentados a villanos –que podían ser reyes, clérigos o militares crueles–, con variaciones para adaptarse a las circunstancias que pudieran surgir: el rebelde, el asceta, el bandido… y a su vez su contraposición negativa: el abogado rapaz, el usurero o la bruja.

La fiesta, en la tradición cultural popular, es el escenario más importante: las fiestas familiares como las bodas, comunitarias como las del patrón de la localidad, las anuales como la Pascua, la noche de San Juan, la vendimia, la Navidad, el Año Nuevo, la epifanía (Reyes en nuestra tradición hispánica) y, por supuesto, el carnaval. El festival de la carne y el exceso de don Carnal frente a la contención y el ayuno de doña Cuaresma; la ruptura de la vida diaria o «el mundo al revés». La inversión de roles sociales, como en las antiguas Saturnales, el hecho de dar rienda suelta a la subversión durante unos pocos días: los criados que por un breve espacio de tiempo se visten y actúan como sus señores, mientras estos sirven y dan vía libre al desenfreno. ¿Válvula de escape al férreo control social? «Simples entretenimientos, un respiro que se agradecía en medio de la lucha diaria por el sustento» (p. 264), podría ser una primera explicación, pero desde luego no es la única. A Burke le convence la idea de la «válvula de escape», pues «nos ayuda a explicar la importancia de la violencia que, a diferencia de la comida y el sexo, no se restringía explícitamente durante la cuaresma. Las jóvenes podían expresar abiertamente su deseo hacia las damas de la alta sociedad y estas podían caminar tranquilamente por las calles. Llevar máscaras ayudaba a la gente a librarse de su yo cotidiano, confiriéndoles el mismo sentimiento de impunidad del que disfrutaban los héroes de los cuentos populares que se ponían una capa que les hacía invisibles» (p. 267). Por supuesto había unos límites que todos asumían e incluso simbólicamente se representaban, como era la muerte de Carnaval y su entierro (como el de la sardina), «una especie de demostración pública de que el tiempo del éxtasis y la licenciosidad había finalizado, y que debía emprenderse un “sobrio regreso” a la realidad cotidiana» (ibídem). 

Carnaval en los Países Bajos, pintura atribuida a un seguidor de El Bosco, c. 1600.

¿Cuándo empezó a cambiar todo, a difuminarse e incluso desaparecer la «pequeña tradición» y a triunfar la «gran tradición»? Fue un proceso paulatino y coetáneo al propio ámbito cronológico que se traza en el libro (1500-1800). En la primera etapa un papel fundamental lo desarrolló la Reforma protestante (y, a su vez, la propia Reforma del ámbito católico, aunque con menos énfasis), con una especial incidencia por al cultura devota (que en los siglos XVII y XVIII se encaminó hacia el pietismo); en la etapa final hay que ver los cambios sociales que fueron consecuencia de la Revolución Industrial, con una revolución comercial (más productos y más asequibles para las clases populares, asimilándolas a la elite en aspectos como el menaje, el vestuario o la cultura del entretenimiento), la ampliación de la alfabetización (suponiendo, a su vez, que la palabra escrita toma ya definitivamente la primacía a la transmisión oral) y al abandono de las clases altas de ese componente bicultural que definía Burke: se abandona (para luego recuperarse pero como un objeto prácticamente museístico) ese apego de la elite por elementos propios de la «pequeña tradición» para potenciarse los elementos más exclusivos (el teatro, la ópera, la novela, la educación universitaria…).

«La Edad Media terminó cuando las personas cultas y educadas dejaron de tomarse en serio las profecías» cita Burke hacia el final del libro (p. 351). Para entonces termina también un libro que nos ha llevado a estudiar la cultura popular como un constructo social constantemente reinterpretado y que rompe con la idea de una cultura letrada en la elite y una ausencia de tal en las clases populares, que se basarían únicamente en la tradición oral. Ambas tradiciones, grande y pequeña, interactuaron en el período tratado, transformando y modulando las mentalidades de la población europea de la Edad Moderna. Burke, como ha comentado en algunas entrevistas, prefiere hablar de capas y gamas de «subculturas», que en la actualidad, con la televisión y las potencialidades sociales de Internet, quizá no permitan hablar de una cultura dominante sino de muchas «culturas populares».

2 comentarios:

Vía Láctea dijo...

¿Qué opinas tú sobre la dominación que encarna la modernización por parte de la cultura oficial de la época?

Oscar González dijo...

Depende de lo que entendamos por "modernización" en los siglos XVI-XVIII, época anterior a la Revolución Industrial...