28 de agosto de 2014

Oliver Stone y el revisionismo histórico: La historia no contada de Estados Unidos

«El origen de todos nuestros errores es el miedo. Movidas por el viento grandes naciones se han comportado como bestias acorraladas pensando sólo en la supervivencia» (Henry Wallace).
Oliver Stone: la historia no contada de Estados Unidos es un proyecto para repasar, en diez episodios, la historia de este país desde 1939 y hasta 2012. En los primeros minutos del episodio inicial, Stone explica qué motivaciones hay tras esta serie documental: considerándose un estudioso de la Historia, quiere narrar aquella historia que, en su opinión, no se cuenta en las clases a los jóvenes. Una historia de héroes y de otros que no lo fueron, aunque fueron etiquetados como tales. Una historia del miedo y de la pérdida. El miedo, continuando con la línea de argumentación que mostraba Michael Moore en su documental Bowling for Columbine (2002), ha llevado al pueblo estadounidense a ser la nación más armada del planeta y a concebir el mundo como un lugar de enfrentamiento, antes que de encuentro y colaboración. En el final del 4º episodio, Stone incide en esta idea: «¿Por qué ese miedo? Se ha dicho que como americanos somos un pueblo de inmigrantes en un nuevo país. Gente que de una forma u otra ha escapado de la persecución, la pobreza y el miedo; y aunque separado de todos por dos grandes océanos, seguimos siendo presa de ese miedo que no cesa, incluso nuestros hijos y nietos. A los norteamericanos se nos ha inculcado y nos hemos enamorado del mito de volver a empezar con una nueva pureza en una nueva tierra; el mito de la excepcionalidad americana en una nueva Jerusalén, la ciudad de la colina. Entonces, ¿es necesario exagerar el miedo a la persecución del exterior, del extranjero corrupto que siempre representa la maldad de lo antiguo? […] El miedo y la incertidumbre son dos elementos inevitables en la vida humana desde el principio de los tiempos; y se deben aceptar como aceptamos el nacimiento y la muerte». Y la pérdida de los valores fundacionales y de la esperanza de una nación que volvió a abrirse al mundo, tras la etapa aislacionista posterior a la Primera Guerra Mundial, pero esta vez con la idea de dominarlo frente al enemigo comunista.

Oliver Stone (n. 1946).
Tenemos, pues, a un director y guionista de cine que, aficionado desde siempre a la Historia como disciplina, nos cuenta la (una) historia estadounidense, que, a su juicio, y de los coguionistas Peter Kuznick y Matt Graham, ha quedado tapada por la propaganda y el discurso oficiales durante los últimos setenta años. No es algo nuevo: de una manera u otra, la historia de los Estados Unidos ha estado presente en la mayoría de sus películas. Stone vivió la experiencia de combate en Vietnam, el desencanto del regreso a casa del soldado herido y/o derrotado, y el cambio de opinión pública respecto una guerra que se había presentado como una batalla para defender la democracia frente a la amenaza comunista, y lo narró en películas como Platoon (1986) y Nacido el 4 de julio (1989), sin olvidar la óptica vietnamita en El cielo y la tierra (1993). La historia de los años sesenta y setenta está vívidamente recreada/reconstruida según su idea de la oportunidad perdida que significaba John Kennedy, arrebatada por una conjura política a varios niveles (Kennedy), en JFK: caso abierto (1991), o de la decadencia de la presidencia como institución política y la caída de un hombre hacia sus infiernos y temores más arraigados, Nixon, en la película homónima de 1995 (cómo no recordar esa secuencia de Nixon, la noche antes de dimitir, delante de un retrato de Kennedy y diciendo «cuando te miran, ven lo que quieren ser; cuando me miran a mí, ven lo que son»; y sin olvidar la panorámica cultural de esa década que se muestra en The Doors (1991). 

En W (2008) presenta la biografía y la presidencia de George W. Bush (2000-2008), una figura atormentada por el ejemplo de sus predecesores familiares y el alcoholismo, y obsesionado con la predestinación divina, que le decía que la guerra de Iraq era un mandato divino que él debía realizar y liderar. Pero la historia estadounidense también subyace en películas como Alejandro Magno (2004), con una guerra entre la democracia de Grecia (id est, Estados Unidos y Occidente) contra la tiranía del imperio persa (es decir, el Próximo Oriente de los países árabes sojuzgados al islamismo radical), y con el sueño de Alejandro de unificar dos mundos antagónicos y de llevar la paz a quienes son radicales enemigos. Otro de sus temas es la crítica del capitalismo desaforado que lleva al enriquecimiento fraudulento y especulativo de unos pocos, que se mostraba en Wall Street (1987), cuya segunda entrega (2010) trataba también de echar una mirada sobre las consecuencias del crash financiero de 2007-2008. Y de Salvador (1986) a los entrevistas a Fidel Castro (Comandante, 2003) y el documental Al sur de la frontera (2009), Stone ha dirigido su mirada a América Latina, al horror de la guerra civil en El Salvador, el problema cubano o las presidencias de algunos políticos «populistas» en el «patio trasero» de los Estados Unidos; ya lo dice el dicho, «tan lejos de Dios... y tan cerca de los Estados Unidos». Luego hay películas extrañas en su filmografía, como World Trade Center (2006), que, aunque mostrando el heroísmo y sufrimiento de dos policías, y del cuerpo de bomberos, en cierto modo reafirma la línea oficial sobre los atentados del 11-S en Nueva York el día de los atentados contra las Torres Gemelas; extraña, pues por una vez Oliver Stone asume un proyecto que se aleja de su estilo personal y de su visión de la Historia como disciplina.

El hongo nuclear en Nagasaki, 9 de agosto de 1945.
En esta serie documental, pues, está muy presente la trayectoria de Oliver Stone, y se puede ver como una ampliación de muchos de sus puntos de vista y maneras de entender la historia reciente de su país. De hecho, podemos entenderla como un ejemplo de revisionismo histórico, pero no en el sentido del negacionismo, sino de reinterpretación de la historia de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial con una visión diferente a la comúnmente aceptada. Una manera de entender la historia que se aleja del paradigma historiográfico tradicional: así, para Stone, el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki no iba a forzar la rendición incondicional japonesa, pues ya estaba sobre la mesa de los gobernantes niponas, sino que era una decisión política que iba dirigida a la Unión Soviética, una interpretación que ha sido motivo de debate durante las últimas décadas en el mundo académica; la Guerra Fría no fue provocada por Stalin como una muestra de las ansias expansionistas de la URSS sobre Europa oriental, sino un proceso en el que Estados Unidos a menudo dio el primer paso, ya fuera por miedo o por el deseo de imponerse sobre los soviéticos; la política intervencionista estadounidense en África, América Latina, Europa Occidental y Asia Oriental fue conscientemente ejecutada por el Gobierno estadounidense, dentro de una doctrina anticomunista basada en el temor a un (inexistente) plan comunista de conquistar el mundo; y la defensa de los intereses económicos, militares y geoestratégicos de las empresas, bancos y corporaciones estadounidenses, así como de los designios políticos de la Casa Blanca y el Congreso, estuvo por encima del respeto a la inviolabilidad de las fronteras de numerosos países, de la legitimidad de sus gobiernos y del propio concepto de democracia. En definitiva, sólo contaba una democracia, la estadounidense, y sólo primaban los intereses de los estadounidenses, especialmente de aquellos que tenían negocios; y todo ello estaba por encima del bienestar de gran parte de la humanidad. Ideas que también aparecen en Por el bien del imperio: una historia del mundo desde 1945 de Josep Fontana (Pasado & Presente, 2011), y del libro que sirve como actualización y epílogo de éste, El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos de siglo (Pasado & Presente, 2013). 

La Guerra Fría...
Entre bambalinas, se percibe la lectura de historiadores de izquierdas como Howard Zinn y La otra historia de los Estados Unidos (A People's History of the United States: The Civil War to the Present, 1980), y Noam Chomsky, y un estilo narrativo que evoca series documentales como El mundo en guerra (Thames Television, 1973-1974); la inclusión de fragmentos de películas de época añade un plus a la narración, pues el cine refleja siempre cómo se vive el contexto de un momento determinado. Según Stone, se ha enseñado una historia de la Segunda Guerra Mundial que presenta a los Estados Unidos como los vencedores indiscutibles y los ganadores «morales» de la contienda, hecho que les legitimó como superpotencia hegemónica que velaría por la paz y la prosperidad de todo el planeta, al recoger el testigo que las democracias exhaustas habían perdido durante la guerra. Una historia que deja a un lado el sacrificio de la Unión Soviética (y otros países como Polonia, Yugoslavia o China), que perdería de 20 a 30 millones de personas, frente a los 220.000 soldados de Estados Unidos o el medio millón de soldados y civiles británicos; y presenta al aliado (momentáneo) soviético como el rival para la paz mundial en la posguerra, cuando se erigió en el peligro rojo que se merendó media Europa, auspició el auge de la China de Mao y estuvo detrás de la guerra de Corea; el enemigo del mundo libro durante la Guerra Fría, en definitiva. Frente a esta imagen, Stone presenta la historia de la posguerra y lo que sería la Guerra Fría, como el resultado de la arrogancia y el miedo estadounidenses, con la bomba atómica como el elemento que canalizaría su ambición y provocaría los recelos de los rusos, rompiendo con la idea de una colaboración entre ambos países, con la que soñaba Franklin Roosevelt, pero que Harry Truman y sus colaboradores más ferozmente anticomunistas (Byrnes, Forrestal, Acheson), dejando de lado el raciocinio de hombres como George Marshall, y líderes como Winston Churchill, romperían para crear el ambiente de enfrentamiento a muerte entre la democracia (y el capitalismo) occidental frente a la barbarie (y la tiranía) roja.

De este modo, pues, se (re)escribe un guión en el que Stone, Kuznick y Graham resiguen la carrera armamentística de Truman y Eisenhower, y la Guerra Fría en Europa, Asia Oriental y América Latina; el intento frustrado de distensión de Kennedy, que comprendió a lo largo de su inacabada presidencia que la colaboración y no el apocalipsis nuclear con la URSS eran necesarios para la supervivencia del planeta; la presidencia de Nixon y su «teoría del loco», con la exacerbación de Vietnam y la participación estadounidense en el derrumbamiento de la democracia en Chile y Argentina; Reagan, la derechización de la política interior, el recrudecimiento de la retórica anticomunista y el fin de la distensión con la Unión Soviética en los años ochenta, y la guerra sucia en El Salvador y Nicaragua; el triunfalismo de Bush padre y Clinton tras la caída del bloque comunista y la idea de crear, sí o sí, un nuevo orden mundial en el que Estados Unidos decidía según su único criterio, sin comprender el radicalismo islámico que llegaron a alimentar en la lucha contra los soviéticos; o la etapa de Bush hijo, la «guerra contra el terror» que, tras el 11-S, conduciría a Afganistán e Iraq, dos grandes reveses (en la línea de Vietnam), y con Obama, un presidente que prometió acabar con el unilateralismo y que en realidad ha demostrado ser un lobo con piel de cordero, con una política internacional que no difiere demasiado de la de sus predecesores.

Jruschov y Kennedy no se entendieron en la cumbre de Viena (4 de junio de 1961): Berlín los separó, pero la crisis de  los misiles en Cuba (octubre de 1962) les hizo entender que era necesaria la distensión nuclear para no provocar la destrucción del planeta.


En la lectura de Stone, hay héroes como Henry Wallace, vicepresidente del país (1941-1944), secretario de Agricultura (1934-1941) y secretario de Comercio (1945-1946), que representaba el progresismo frente a la derechización de la presidencia de Roosevelt en su etapa final, y que tras perder, escandalosamente, la nominación a la vicepresidencia en 1944, fue apartado y marginado por Truman y sus colaboradores tras la guerra mundial. Wallace se erige en defensor de la idea de unos Estados Unidos que, en colaboración con la URSS y sin atizar el miedo anticomunista, habría cambiado la historia del mundo; tachado de filocomunista, Wallace sería el sacrificado frente a los halcones que rodeaban a Truman. Olvida Stone, sin embargo, que Wallace viajó a la URSS durante la guerra e ingenuamente presentó una imagen idealizada del régimen ruso, así como del propio Stalin, que en cierto modo moduló la visión de Roosevelt del caudillo soviético, y obviando el miedo que este sentía tras la invasión alemana del gigante rojo; un miedo que le llevaría a poner las condiciones para crear un mapa europeo que impidiera un resurgimiento de la amenaza alemana, lo cual suponía crear ese telón de acero que Churchill denunció en su discurso en la Fulton University en 1946. La URSS pudo colaborar con Estados Unidos, pero no a costa de su propia (y obsesiva) idea de la seguridad. Si en Estados Unidos hubo miedo y arrogancia, no los hubo menos en Rusia.

Kennedy es también otro héroe, frente a los militares derechistas que, liderados por Curtis Le May, atizaban el enfrentamiento nuclear con la URSS. El enfrentamiento entre Pentágono y Casa Blanca se fraguó tras la  negativa de Kennedy a apoyar militarmente lo que sería el desastre de los exiliados cubanos en Bahía de Cochinos en 1961: una operación, como muchas otras durante los años cincuenta en diversos lugares del mundo (Irán y Guatemala, por ejemplo), preparada por la CIA y que ponía en práctica la doctrina anticomunista de la época Eisenhower. Kennedy, que pasó de mantener a rajatabla la línea anticomunista a comprender, crisis de los misiles cubanos de octubre de 1962 mediante, que el choque nuclear con la URSS sólo podía llevar a la destrucción de todo el planeta, cambió su política, comenzando con Vietnam, conflicto heredado y del que proyectaba salir en 1965. Su asesinato, pues, tendría (segun Stone) algo que ver con esa ruido de sables con el Pentágono que leyó en novelas como Siete días de mayo de Fletcher Knebel y Charles W. Bailey II (1962), que obsesionaba al presidente por esa idea de un complot para derribarle del poder, y que pondría fin a una política de distensión con los soviéticos en diversos frentes (Berlín, Vietnam, la carrera espacial). Johnson, en cambio, agudizaría el conflicto en Vietnam, llegando a la amplia intervención militar que Nixon llevaría al límite, con bombardeos en Vietnam del Norte, Laos y Camboya (y propiciando el auge de los los Jemeres Rojos en este último país), y creando el cambio de opinión pública a finales de los sesenta y principios de los setenta.

Reagan, Gorbachov... y la oportunidad perdida.
No sorprende el tono de los capítulos dedicados a las presidencias de Nixon, Ford, Carter y especialmente Reagan, en quienes Stone ve locura (Nixon), incompetencia (Ford y Carter) y una mezcla de ambas, agitada con la retórica anticomunista a varios niveles en el caso de Reagan. Hay convicción y evidencias más que claras en ese retrato del período, una derechización constante del Gobierno estadounidense que llevaría a proyectos imposibles como la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) de Reagan –conocida popularmente como Guerra de las Galaxias– o la guerra más que sucia en América Latina y la incapacidad de comprender que, lejos de erigirse en un coloso cada vez más peligroso, la Unión Soviética de Gorbachov se encaminaba a su colapso. Para Stone, Reagan estuvo a punto de acabar la Guerra Fría en su presidencia si hubiera aceptado los tratados de reducción de armas nucleares que le ofrecía Gorbachov (el verdadero  demócrata, en amplio sentido, pues habría puesto los intereses del mundo por los de su propio país... en la interpretación de Stone; claro que, perestroika y gladnost al margen, lo que tenían los habitantes de la URSS no era precisamente democracia). Pero Reagan no lo hizo: el miedo, otra vez, estaba muy presente, así como su obsesión por la SDI, un proyecto fantasioso que apenas estaba en fase de laboratorio. Miedo que, junto con la arrogancia de saberse los vencedores de la Guerra Fría y prácticamente los amos del universo, llevaría al triunfalismo de los años noventa y la guerra contra el terror(ismo) y el islamismo radical, cuyas bases habían impulsado, de lo que llevamos de siglo XXI; una etapa final que el lector tiene más presente. Stone trata también la derechización de la política interior de la etapa Reagan, decidida a erradicar el programa de avances sociales que, paradójicamente, impulsara Nixon diez años atrás, así como abriendo el camino a los medios de comunicación de la derecha, eliminando las trabas que impedían dar diversos enfoques informativos en las noticias. De este modo, Rupert Murdoch y Fox, Russ Limbaugh y demás popes mediáticos, inocularon en la sociedad norteamericana una idea conservadora (la «revolución conservadora») que marginaba los avances en materia social y daba alas a la propaganda anticomunista y el unilateralismo estadounidense por todo el orbe. Un renacer del conservadurismo que  John Micklethwait y Adrian Wooldridge han estudiado en su sugestivo libro Una nación conservadora, el poder de la derecha en Estados Unidos (Debate, 2006).

Dispara Stone contra el corporativismo empresarial y la codicia de Wall Street que, de la mano de los presidentes, encontró alas y ayuda para volar durante los últimos setenta años; de modo que banqueros y empresarios que se han lucrado con la guerra, la venta de petróleo y armas, se constituyen en los grandes beneficiados, dentro de una línea de pensamiento de izquierdas con la que Stone entronca… y que, los hechos nos han demostrado, no estaba equivocada. El capitalismo, en su lucha a muerte con el comunismo, enraizó en los norteamericanos el miedo y la codicia, y sacó tajada de todo ello: hoy en día los ricos son cada vez más ricos, mientras que la clase media que Reagan enaltecía se ha hundido y la pobreza de las clases bajas es endémica. En esto, Oliver Stone abunda sobre lo que economistas como Paul Krugman o Joseph Stiglitz han denunciado en las últimas dos décadas. Nos viene también a la memoria la idea de la doctrina del shock que Naomi Klein planteara en el libro del mismo nombre (La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre, Paidós, 2007): «la historia no oficial del libre mercado. Desde Chile hasta Rusia, desde Sudáfrica hasta Canadá la implantación del libre mercado responde a un programa de ingeniería social y económica», es decir, la contra-historia del libre mercado y de la globalización, de los efectos desastrosos para el mundo de las últimas cuatro décadas de los postulados más acérrimos de la ideología neoliberal de Milton Friedman y sus discípulos. O el libro de Luis de Sebastián, Pies de barro: la decadencia de Estados Unidos de América (Península, 2004), que disecciona la erosión económica y social de un país que ha puesto la carrera armamentística por encima de la lucha contra la pobreza y las desigualdades sociales.

Henry Wallace (a la izquierda), el presidente que pudo ser;
Harry Truman, el presidente que fue.
La historia no contada de Estados Unidos, pues, se erige en una combativa visión desde la izquierda de la historia reciente del coloso norteamericano. Una historia de pérdida de la pureza original, de las esperanzas de Roosevelt y Kennedy, y con conclusiones que, sin dejar de ser pesimistas, realizan una llamada a no perder precisamente esa esperanza y a huir del miedo. Roosevelt inició su mandato en 1933 con una advertencia al respecto: «Lo único que debemos temer es al miedo en sí mismo». Oliver Stone termina su serie con una reflexión sobre el papel que deben tener los Estados Unidos, una exhortación a reflexionar sobre el camino trazado en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial y sobre el mundo que nos espera, y que no me resisto a transcribir. Quizá sea un canto a la ingenuidad y la utopía, pero... precisamente utopía, parafraseando a Rachel Menken  (Maggie Siff) en Mad Men, es «el lugar que no puede ser», pero que quisiéramos que fuera:
«Al llegar al final de esta serie, deberíamos preguntarnos con humildad, mirando atrás al siglo americano: ¿hemos actuado sabia y humanamente en nuestras relaciones con el resto del mundo, un mundo en el que unos cientos, o mil, o un par de miles de personas tienen más que los tres mil millones más pobres? ¿Hemos hecho bien al erigirnos en la policía del planeta? ¿Hemos sido una fuerza a favor del bien, de la comprensión, de la paz? Tenemos que mirarnos al espejo: ¿quizá en nuestra autocomplacencia nos hemos convertido en los guardianes de nuestra propia desesperación? La pretensión de la victoria en la Segunda Guerra Mundial y la justificación del lanzamiento de la bomba atómica en Japón, aunque iba dirigida a la Unión Soviética, fueron los mitos fundadores de nuestra hegemonía en nuestro estado de seguridad nacional, y las élites de la nación se han beneficiado de ello.

La bomba nos ha permitido ganar a cualquier precio, lo que hace que, dado que ganamos tengamos razón; y dado que tenemos razón somos buenos. Bajo estas condiciones no hay otra moralidad que la nuestra. Como dijo la secretaria de estado Madaleine Albright: “Si tenemos que usar la fuerza es porque somos Estados Unidos, somos la nación indispensable. Porque podemos amenazar y hemos amenazado a la humanidad con la bomba, nuestros errores quedan perdonados, y nuestra crueldades justificadas como aberraciones cometidas con buena intención”. Pero la dominación no es duradera: cinco grandes imperios cayeron a lo largo de la vida de una persona nacida antes de la Segunda Guerra mundial: el británico, él francés, el alemán, el japonés y el soviético; y tres más a principios del siglo XX: el imperio ruso, el austro-húngaro y el otomano.

Si la historia es un barómetro, la dominación de Estados Unidos también acabará. Tuvimos el buen criterio de evitar convertirnos en un imperio colonial y la mayoría de los estadounidenses negaría tener cualquier tipo de pretensión imperial. Quizá por eso nos aferramos con tanta tenacidad al mito de la excepcionalidad americana, de la singularidad, la benevolencia, la generosidad americana. Puede que en esa quimera se encuentre la semilla de la redención americana, la esperanza de que Estados Unidos haga realidad esa visión que pareció estar al alcance de la mano en 1944, cuando Henry Wallace estuvo a punto de ser presidente; o en 1953 cuando murió Stalin y había un nuevo presidente en la Casa Blanca; o con JFK y Jruschov en 1963; o con Bush y Gorbachov en el 89, o con Obama en 2008. La historia nos ha mostrado que la trayectoria de la bola podría haber sido diferente. Estas oportunidades volverán a presentarse de diferentes formas. ¿ Estaremos preparados? Me viene a la memoria el telegrama que envió Franklin Roosevelt a Churchill el último día de su vida: “Yo minimizaría el problema soviético todo lo posible, porque estos problemas, de una forma u otra, parecen surgir todos los días, y la mayoría se resuelven”.

Llevando calma a las situaciones de tensión, dejando que ocurran las cosas sin reaccionar exageradamente, intentando ver el mundo a través de los ojos de nuestros adversarios. Este camino pasa por comprender las necesidades de otros países con verdadera empatía y compasión, por confiar en la voluntad colectiva de este planeta de sobrevivir al próximo período y acabar con las amenazas de aniquilación nuclear y calentamiento global. ¿No podemos renunciar a nuestra excepcionalidad y nuestra arrogancia? ¿No podemos dejar de hablar ya de nuestro poder? ¿Podemos dejar de pedir a Dios que bendiga América por encima de las demás naciones? Los intransigentes y los nacionalistas se opondrán, pero el suyo ha demostrado no ser el camino.

Una joven me dijo en los años setenta: “tenemos que feminizar el planeta”. Entonces me pareció extraño, pero ahora comprendo que hay poder en el amor, verdadero poder en el verdadero amor. Busquemos la forma de volver a respetar la ley, no la de la selva, sino la ley de la civilización por la que al principio nos unimos y dejamos a un lado nuestras diferencias para proteger las cosas que importan. Heródoto escribió en el siglo V a.C.: “la primera historia se escribió con la esperanza de evitar que se pierda el recuento de lo que los hombres han sido”. Y por esa razón la historia de la humanidad no es sólo una historia de sangre y muerte, sino también de honor, triunfo, bondad, recuerdo y civilización. Hay un camino para avanzar: recordar el pasado, y desde ahí podremos emprender paso a paso, como un bebé, el camino de las estrellas. “Porque en última instancia nuestro vínculo común básico es que todos habitamos este pequeño planeta, todos respiramos el mismo aire, todos pensamos en el futuro de nuestros hijos y todos somos mortales (John Fitzgerald Kennedy)».

PS: el espectador que no esté viendo la repetición de la serie en la 2 en este mes de agosto, puede verla cuando quiera en Dailymotion.

PS2:  se publicó en el mercado estadounidense un companion book sobre la serie de televisión, escrito por Stone y Kuznick; en castellano, Pasado & Presente publicó un libro-conversación de Tariq Ali con Oliver Stone sobre la historia estadounidense del siglo XX.

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