Estamos acostumbrados a un cine blockbusterizado, en el que importa cuántas toneladas de coches, aviones, edificios incluso, deben cargarse en la gran pantalla para que sueltes un "oooooh" y te dejen sin aliento. Películas de presupuesto tan mastodóntico como las expectativas que hay sobre ellas o sobre el taquillaje que deben conseguir para ser un éxito, un fracaso... o algo indiferente. El cine tiene la capacidad de sorprenderte, para bien o para mal, y también de dejarte frío; y ésto último es lo que peor que le puede pasar a una película: que ni fu ni fa, que sí pero no, que oye, sabes qué, que me he quedado igual. La magia que tiene el cine es que no provoca indiferencias, sino entusiasmos u odios, y eso es algo muy injusto. Por ello, sabes cuándo algo no es ni te deja indiferente. Si a ello añadimos que esa magia no necesita de demasiados alardes, de espectaculares secuencias ni que se vea en pantalla la millonada que se han gastado para rodar algo que finalmente te deje indiferente... y que me sucedió hace unos días con Guardianes de la galaxia: aburrido me quedé en una sala de cine, viendo algo que a los veinte minutos ya me hacía removerme en la butaca. Ni trama, ni personajes, ni mucho menos efectos especiales me llamaron la atención; si acaso, saber que Ned el Pastelero de Pushing Daisies era, bajo esa capa de maquillaje, el villano de turno, y un soundtrack de canciones que al menos paliaba el grado de tedio que se me echaba encima. Por eso, cuando una película que aparentemente no es gran cosa, con un sólo actor en la pantalla, conduciendo por la noche para llegar a Londres y mientras mantiene una serie de llamadas telefónicas que van a cambiar radicalmente su vida; cuando ves que en 80 minutos, prácticamente en el tiempo real en el que sucede la trama, se puede contar una gran historia; cuando en los primeros minutos de la película has quedado atrapado... en ese momento sabes que la magia del cine no necesita apabullarte con la grandeza de la vacuidad. Con una historia aparentemente sencilla, un actor, un coche en movimiento y una autopista tiene suficiente.
Y eso es lo que consigue Locke (tráiler), segunda película como director del guionista británico Steven Knight (Promesas del Este, Amazing Grace). Al acabar la jornada de trabajo como capataz en la construcción de un edificio que apenas está en los cimientos pero que cuando termine tendrá 55 plantas y se verá a 30 kilómetros de distancia, Ivan Locke (Tom Hardy) se quita las botas, se sube al coche y se pone en movimiento. ¿Hacia dónde va? En teoría a su casa, donde le espera la familia: mujer y niños, con salchichas calientes y cerveza fría para ver todos juntos un apasionante partido de fútbol. Pero Locke no se dirige a casa, sino que enfila el camino hacia la autopista y conduce hacia el destino que la conciencia le dicta. Por una vez en la vida ha cometido un error y siente, sabe, que debe enmendarlo. Su destino es Londres, lejos de su hogar. Conducirá durante horas para arreglar una situación. Llama a casa para decir que llegará tarde, que vean el partido y no le esperen; llama al trabajo para decir que no podrá estar a la mañana siguiente cuando se produzca un acontecimiento histórico en la historia de la empresa, pero que se encargará de guiar todo el proceso a distancia, por teléfono; llama a la persona que le espera en el lugar de destino para decir que está en camino y llegará. Todo ello lo hace porque cree que debe hacerlo. Ha tomado una decisión y será consecuente con ella, pase lo que pase. A eso se le llama responsabilidad ética. Ética... repitan conmigo: responsabilidad ética.
En un mundo en el que el egoísmo y la falta de compromiso están tan globalizados como Internet y los videos virales, Ivan Locke representa la ética en estado puro. La honestidad de alguien que sabe que no ha sido precisamente honesto. En ese mismo coche viajan Ivan Locke, una decisión y el fantasma de un padre ausente. Locke habla con un fantasma al mismo tiempo que lo hace con la no presencia, al menos no física, de alguien que no fue un buen ejemplo para él en su juventud. Ivan arrastra el recuerdo de una figura paternal que no estuvo presente cuando lo necesitaba y que a lo largo de su vida no fue la persona que debía dar ejemplo. Ahora Ivan está ausente del mundo real que hasta entonces ha controlado: en un coche que avanza por la autopista de noche, Locke no está con su familia y está poniendo su trabajo en peligro. Pero va a cumplir con lo que cree que debe hacer.
El espectador asiste al desmoronamiento de una persona que conduce, habla, grita, llora y sin embargo no ceja en su propósito de ser consecuente con la decisión tomada. Y ello supone perderlo todo para lograr algo que no ha buscado ni ha pretendido. Se equivocó en un momento determinado pero ahora no entierra la cabeza como las avestruces ni espera que la tormenta amaine. La historia de Ivan Locke es la de cualquiera de nosotros en un día normal, pero su vida cambiará radicalmente tras haber tomado esa decisión. "La diferencia entre una y ninguna oportunidad puede ser el mundo entero. Esa diferencia es la diferencia entre el bien y el mal", dirá en un momento determinado, del mismo modo que su error supone el abismo entre una vez y ninguna. La película avanza con un ritmo agilísimo para tener unos mimbres tan escasos: un coche, un actor y una autopista. Todo sucede de modo natural, los problemas aumentan, hay obstáculos y Locke trata de solucionarlos. "Junto a él", sólo con las voces que se escuchan por el manos libres del teléfono, un compañero de trabajo que de pronto tiene que hacerse cargo de algo para lo que no estaba preparado (Andrew Scott, el Moriarty de la serie británica Sherlock) o un jefe (Ben Daniels) que le recuerda constantemente que lo que va a suceder al día siguiente es lo más importante ("si has jodido tu vida, es asunto tuyo"); en casa, una esposa (Ruth Wilson) y unos hijos (uno de ellos es Tom Holland, el hijo adolescente de Lo imposible) que le esperan, y cuyas vidas también van a cambiar; en el destino, una mujer temerosa y que plantea el desafío (Olivia Colman, de la serie Broadchurch). Todos ellos presentan dilemas éticos con los que Ivan Locke debe lidiar en cada momento. Está de más decir que al ser actores de los que sólo oímos su voz, resulta pertinente ver la película en versión original subtitulada.
Del mismo modo que Buried de Rodrigo Cortés presentaba a un actor encerrado en un ataúd bajo tierra, la presencia fílmica de Tom Hardy debe llenar la pantalla, siendo el único personaje que vemos en pantalla. Y el actor británico lo consigue con creces. "Todo va a salir bien", es su lema... aunque él mismo no sepa si lo va a conseguir. La película tiene algunas secuencias hermosas, como la del mensaje de voz de Eddie (Holland), que le cuenta a su padre el gol que ha marcado un jugador del equipo del que son forofos. Toda la emoción de ese momento, y de otros, en el rostro de Locke/Hardy. Sin efectos especiales, sin espectaculares movimientos de cámara; simplemente un rostro que trata de mantener el tipo cuando todo a su alrededor se complica. Locke piensa constantemente en ese edificio que se va a construir con las toneladas de hormigón que llegarán al día siguiente... pero es su vida la que se derrumba.
Magnífica película, en definitiva.
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